CASA PARA EL PRÍNCIPE

Infografía: Miguel De la Madrid


          A principios del siglo XX cualquier manual de hidroterapia que se preciase incluía un repertorio de instrucciones para ejecutar con provecho los baños de mar, más o menos de este tenor: “la inmersión en el baño ha de ser brusca y total, procurando sobre todo mojarse bien la cabeza desde el primer momento, a fin de evitar congestiones”. O, como sostenía el doctor Bataller y Contastí para los que supieran nadar, “acercarse a la orilla y así que ve acercarse una ola, entrar con denuedo en el baño sumergiéndose enteramente”. No por casualidad los llamaban “baños de impresión”.
            Tan impresionante ejercicio, sin embargo, estaba reservado a muy pocos. No hacía mucho que la playa se había inventado para el disfrute social y ocioso. Sólo los que tenían dinero y tiempo para gastar eran clientes de los baños de mar. Una costumbre exclusiva en la que los reyes de países diversos fueron la vanguardia y el modelo que todo bañista de posición gustaba de imitar.
            Si hubiera una clasificación de los reyes más bañistas seguramente los Borbones estarían en los primeros puestos. Siempre han sido monarcas de mucho viajar y mucho remojar. Empezando por Isabel II, que puso en el mapa a la vieja playa de Pando de Gijón en 1858. Y eso era precisamente lo que se les pedía, que hiciesen publicidad, que dieran ejemplo y dieran lustre a una playa que quisiese atraer a bañistas elegantes que, por imitación a los monarcas, dejasen sus hernias y sus cuartos veraneando en ese mismo destino. Tener como turista a un rey aseguraba que toda una grey de viajeros de orondas carteras haría crecer el lugar, dejando dinero y prosperidad en ese negocio recién nacido. Algo así como lo que Marbella hizo, muchos años después, con  famosos de toda laya para proyectarse como destino de lajet set” internacional. Eso es lo que intentaron las playas asturianas desde el siglo XIX.
            Isabel II hizo lo que pudo por el veraneo de Asturias, pero no fue capaz de nadar y guardar la ropa y eso la llevó directamente al exilio al salir de los baños de Lequeitio, donde la encontró la revolución “Gloriosa” de 1868. Así que nuestra región siguió esperando por bañistas de sangre azul. Al menos hasta que Alfonso XIII, ya con el siglo XX, empezase a frecuentar Asturias. A que su afición a los balandros lo trajese a regatear a Gijón o su puntería a tirar al pichón en la finca de los marqueses de Argüelles en la playa riosellana de Santa Marina. Asturias se estaba colocando en una carrera en la que San Sebastián y Santander le sacaban varios cuerpos de ventaja. Ellas acabaron conservando el veraneo de la Casa Real, sobre todo cuando el palacio de la Magdalena se unió al donostiarra de Miramar para convertirse en verdaderas cortes de verano entre 1913 y 1930.
            De los reyes no se podía esperar otra cosa que viajes golondrina y muy poco chapuzón. Pero Asturias no desmayó. Ofrecer casa al monarca era una vieja aspiración y, si no se podía con el rey, al menos había que intentarlo con su hijo, aprovechando una ventaja estratégica que sólo esta tierra tenía: el primogénito del rey, desde la noche de los tiempos, era príncipe de Asturias.
            Hacía tiempo que Gijón tenía un proyecto como éste en sus oraciones, pero, en un esfuerzo supremo de decisión, la comarca de Avilés dio un paso al frente, aprovechando la promoción que toda la maniobra podría suponer para la playa de Salinas. En esos terrenos se podría instalar un palacio que, como en Santander, se ofrecería luego al Príncipe como residencia de verano. Pero esa tierra no le pertenecía a las olas, tenía dueño.
En la primavera de 1921 las fuerzas vivas más vivas del contorno se dirigieron al propietario de las “perras” y de la playa, Louis Hauzeur, director general de la Real compañía Asturiana de Minas. Le enviaron un mensaje firmado por los alcaldes de Avilés y Castrillón, entidades diversas de ambos concejos y los directores de periódicos de la comarca. La carta estaba llena de aplastantes evidencias como que “es incomprensible que después de tantos siglos el Príncipe heredero no tenga aquí su residencia, aunque no sea más que algunos días de verano”.
Aclarada la intención faltaba ubicar el solar y se pensó en la península de Bellavista, en Salinas, mirando, por un lado al mar y, por otro, a los pinares del dueño de la finca. Para que todo fuese más tradicional y solariego, un palacio edificado con la forma de una casona asturiana a todos les pareció la mejor idea. Serviría, incluso, para sellar la vieja amistad entre los reyes de España y los de Bélgica. Argumento, sin duda, definitivo para llegar al corazón del belga Hauzeur.
Se consiguió, además, que el director de la fábrica de Arnao, Juan Sitges, sirviese de embajador para presentar el proyecto a su jefe y, por aquello de aprovechar la ocasión, le deslizase también el propósito de parcelar el frente de la playa de Salinas para construir una urbanización de elegantes hotelitos mirando al mar, que se verían muy mejorados en sus posibilidades turísticas y rentabilidad inmobiliaria con la definitiva puesta en marcha, ese mismo año, del tranvía eléctrico. Un proyecto, al que no le hacía ascos la Real Compañía, y que llevaba años rondando por algunas cabezas y algunos despachos.
Ya saben, la vieja idea: se toma una playa con posibilidades, se le construyen chalés de lujo, se la comunica bien y luego se llama a gente adinerada para que pase allí sus horas ociosas del estío. ¿Qué no viene la gente? Se trae a otra gente más importante para que dé ejemplo y también negocio y, si es la Casa Real, inmejorable. No hay gasto, todo es inversión. Nada hay más alto ni más rentable en asuntos de veraneo.
Principiaba abril del citado 1921 cuando el señor Hauzeur dio en contestar a la carta desde París. Y le parecieron muy bien las ideas. La primera por la conocida  “adhesión que la Real Compañía ha sentido, desde su fundación, por los Reyes de España y el respetuoso y sincero afecto que, tanto mis antecesores en la dirección de la Compañía, como yo, les hemos profesado”. La segunda porque el señor Sitges ya se la había hecho saber, e incluso le había adelantado un plano en el que se parcelaba la superficie de la playa donde luego se construyó el paseo de Salinas.
Pero el príncipe jamás llegó a Salinas. Su palacio se quedó sólo en el proyecto de un cuento de hadas. No se edificó en Salinas ni tan siquiera en El Cervigón gijonés, donde se repitió el intento tres años después con un proyecto del arquitecto Manuel del Busto. No hubo el suficiente peso como para atraerlos. El veraneo asturiano lo intentó todo para estar en primera división, pero no pasó de la promoción, y allí se quedó. Los reyes no escucharon la súplica que, desde su primer veraneo, Asturias les hizo con versos como estos:
“¡Por Dios, non marchen d’aquí!
            ¡Faigan aquí so morada!
Pos xente que los defienda
Hayla per esta montaña
Mas lleal y mas valiente
Q’en dengun puntu d’España”.

Por breve tiempo, tal vez en un exceso de entusiasmo, se imaginó en Salinas un palacio de cuento para un príncipe azul. Y así fue al final: más cuento que otra cosa. Cierto es que el príncipe no se mudó a esta comarca, pero, de todas formas, se empezó a edificar en la playa, según planeaba la segunda parte del proyecto.
Comenzó así un negocio inmobiliario que, cuarenta años más tarde, acabaría derivando en la hormigonada silueta de los gauzones. Y ahora que hay cemento, falta arena…