ÓPERA PRIMA

Viejos afiches de Lauri Volpi y Aida en la nueva cartelera del Teatro Palacio Valdés.
Infografía Miguel De la Madrid.

A Flor María Iglesias, siempre a vueltas con “los músicos”



      En las tardes de función un grupo de paseantes se agolpaba ante las ventanas del viejo teatro de la calle de La Cámara. Iban de pesca. Con la caña presta para atrapar un verso suelto del galán joven o un si natural de algún tenor de circuito provinciano. Pero era un coto muy estrecho, poca ventana para tanta gente. No había manera de echar la caña a gusto.
        Tanta porfía resultaba habitual en una ciudad que, hasta 1877, sólo podía ofrecer ese viejo teatro, con una planta de herradura escasa hasta para un poni. Estructurado en bajo, piso y cazuela, con unos palcos sostenidos, nadie sabe cómo, por una especie de puntales que ponían en riesgo la integridad física de los valientes espectadores que se atrevían a exponer su espalda ocupando unos primitivos bancos de bisagra. Un teatro que, “El Eco” lo decía, era “muy malo, muy pequeño y sobradamente pobre”.
Fue en 1877 cuando una sala multiusos, el teatro circo Somines, nació al borde de Las Meanas para aliviar a Avilés de tanta penuria. Pero no era una solución definitiva. Sus hechuras, más de circo que de otra cosa, podían cobijar a gusto, e incluso con desahogo, cualquier espectáculo de varietés, de cine, de circo, cuplé o teatro popular, pero no el bel canto, ni siquiera una zarzuela grande.
Pese a todo, en el Somines se representó ópera. Fue allí, en el circular recinto con olor a serrín, donde volvió a la vida el verdiano “Il Trovattore” ayudado por el gran Enrico Tamberlick. Era el tenor romano gloria de la canción italiana e inventor, según extendido comentario, del “do sostenido de pecho”. El mismísimo Borges lo recuerda en “El Aleph” representando el Otello de Rossini exhibiendo esa nota.
        Fue todo un acontecimiento. Un tenor legendario en Avilés.  “Don Enrique”, como en España le llamaban, era una celebridad. Le tocó estrenar “La forza del destino” de Verdi o convertir en ópera a “Marina” de Arrieta, en 1871. Había frecuentado los teatros españoles con gran asiduidad desde 1845, sobre todo el Real de Madrid, durante décadas. Además había alcanzado gran nombradía incorporando al Manrico de aquella obra que lo traía a nuestra villa. Su representación fue parte de una de las últimas giras que, con su compañía lírica, dio por España en 1882, poco antes de acudir también a las funciones inaugurales del teatro circo de Vigo, que acabó llevando su nombre.
       Con ser importante este acontecimiento, el Tamberlick que se asomó al Somines era un cantante crepuscular, con una fama que le precedía, pero con unas críticas que empezaban a hacerlo huir de la Corte a las provincias. Ya tenía más años que vibrato. Un hito para nuestra villa. Pero sólo una pica en Flandes. Habría que esperar dos años más para que la compañía de la soprano Enriqueta Baillón levantara otra vez el telón del Somines para representar “La Favorita” de Donizetti. Decían en Oviedo que esta compañía sobrepasaba en calidad a la del propio Tamberlick.
       Muchas glorias, pero glorias fugaces en una ciudad donde, durante años, la burguesía estuvo esperando y llorando por un teatro donde la ópera se encontrase como en casa. Pensado a la italiana, con palcos que pudieran llevar tal nombre, con buena sociedad chismorreando tras cortinas y anteojos, donde fumar en saloncitos de plateas y criticar, más al vecino que al tenor, en cualquier rincón.
Tal equipamiento se hizo de rogar. Las actividades musicales se tuvieron que retirar a gabinetes, salones de música domésticos, donde los más jóvenes aprendían armonía, solfeo y destrezas varias en el desempeño de los instrumentos. Mucha señorita bien tocando al piano transcripciones de ópera y de zarzuela.
       Un compás de espera tan prolongado no se llevaba en paciencia en una villa con afición desde siempre por la música, culta y popular. Que conocía y disfrutaba de coros y orfeones, banda y compositores de lo serio y lo profano. Una villa de “músicos” de apodo y vocación. Tal vez menos de lo que se cuenta, pero también más de lo normal en pueblos de su tamaño.
       La ópera, la representación del arte total con todas las de ley lírica y escénica, nunca se pudo catar. Compañías en guerrilla y representaciones en pertrecho, pese a los nombres ilustres, fueron todo lo que por aquí llegó. Avilés debió esperar. Lo hizo hasta que, en 1920, el Teatro Palacio Valdés, de cuya azarosa historia ya hemos escrito bastante en otros lugares, fue realidad y allí sí que la cosa era como mandaban todos los cánones. Hoy, ver en sus carteleras afiches operístico no diré que es normal, pero sí que no es extraño. Pero hubo mucho recorrido hasta esa meta.
       Por eso, cuando el 11 de junio de 1921 el teatro Palacio Valdés alzó su telón para que se asomara una “Tosca” de Puccini, el acontecimiento no fue sólo de gran altura artística, fue realmente una primicia histórica. La primera ópera con una representación cabal, en elenco y posibilidades escénicas. En un teatro, nunca mejor dicho, “a la italiana”. Hecho a la medida de la burguesía local: con poca embocadura, pero mucha apariencia. Entonces su calle se llamaba del siglo XIX, pero aquello era un salto al siglo XX de la cultura.
       Todo hacía pensar que se trataba de una representación de “primo cartello”. Una compañía formada por elementos de los que representaban en el Teatro Real de Madrid, y con casi todo su atrezzo y equipamiento escénico. Pocas fechas antes ya se había mostrado muy solvente en el gijonés teatro Dindurra. Al frente de la misma iba un valor en alza: Giacomo Lauri Volpi, otro tenor romano, cuya carrera había retrasado la Primera guerra mundial, pero que, cuando llegó a Avilés, estaba a punto de debutar en el Liceo de Barcelona y en La Scalla de Milán.
       Gran cartel para una villa modesta. Levantó enorme expectación entre los aficionados a la música y entre los aficionados a ver y ser vistos. Así lo sufrió Vallina, el conserje del teatro, a quien las reservas de abonos para las funciones de sábado y domingo (“Tosca” y “Aida”) trajeron de cabeza durante días. Para todos una verdadera representación de ópera era novedad en Avilés, y “Tosca” una obra de la que se conocían sus partituras y su argumento por el cine, el fonógrafo y hasta los cilindros de los pianos de manubrio. De “Aida” nada hacía falta decir.
No defraudaron los cantantes de “Tosca”. No lo hizo Lauri Volpi, ni lo hizo la soprano Ros ni el barítono Frau ni el caricato Fernández que, dicen las noticias, estuvo un tanto pasado de gesto. Pero todos rayaron muy por encima de coros y una orquesta bajo el proscenio en un mal día.
        Se respetó “Tosca”, se degustó con la fruición de la novedad, pero convenció del todo “Aida”. Con la obra de Verdi el público de Avilés creyó haber llegado ya a la altura de las grandes capitales y se abandonó a la contemplación de un gran espectáculo en la confianza de que la plaza y su flamante teatro lo merecían.
Tal vez en lo de “Aida” hubiese contribuido la actuación del barítono Gijónes Servando Bango, de recuerdo tan potente como su voz, que cantó y encantó al respetable en su papel de Amonarso, siempre clamando venganza. No le fueron a la zaga, según los gustos del público avilesino, el Tenor Enrique Álvarez como Radamés ni las señoras Viñas y Vergara. Coro y bailables otra vez por encima de las posibilidades de la orquesta.
        Una noche memorable. Se recordó durante mucho tiempo, el mismo que duraría la dieta belcantista. Tantos años como los círculos de buena sociedad y de aficionados comentaron aquella noche que Lauri Volpi cantó en Avilés.
         Lo que son las cosas, el tenor romano, después de su boda con la soprano María Ros, acabó afincándose en la ciudad valenciana de Burjassot, donde murió tras una larga carrera, en 1979. Y, si ustedes miran ahora un plano del callejero de Valencia, se darán cuenta de que la calle dedicada al tenor Lauri Volpi, va a encontrarse con la gran Avenida del General Avilés.
        En fin…