QUÉDESE, SEÑOR BALSERA

Infografía de Miguel De la Madrid sobre foto de Alonso.

              A veces las noticias, las malas noticias, pueden movilizar a una ciudad entera. O casi. Porque casi era una ciudad la villa de Avilés de 1916 y casi se movilizó toda aquel 29 de diciembre. Bueno, más de la mitad. Mayoría simple. Ya se sabe que en el cuerpo de esta ciudad, desde que nació la edad contemporánea, conviven dos almas que no son gemelas, sino enemigas viscerales que se tiran lanzadas a la menor ocasión.
            No se contaban más de ocho meses desde que fuera constituida la Junta de Obras del Puerto. Desde la lejanía parece una institución de consenso aunque, como casi todo lo que acontece en esta villa, no había nacido así. Los intereses personales, políticos, económicos o de simple punto de vista, la habían puesto en escrutinio. Y el diario local de entonces había montado una campaña para impedir su nacimiento, pensando que era una entidad legal demasiado compleja y de poco poder efectivo, que había dado mal resultado en otros puertos. Creía el rotativo, además, que el apoyo de una parte de la prensa gijonesa era sospechoso. Un caballo de Troya. Una prueba de que la Junta era mala idea y no traería prosperidad a Avilés.
Resistencias o puntos de vista al margen, que el puerto había crecido era una evidencia, que necesitaba obras, un clamor. Un puerto de ría como el de Avilés es, hasta hoy mismo, un fondeadero en el que el hombre hace y la naturaleza deshace y, como el tapiz de Penélope, hay que volver a hacer sin pausa bajo la amenaza de que la ría se convierta en un regato y el comercio y la industria avilesinas en dos imposibles. En sus aguas siempre se han reflejado la bonanza o la desgracia de la ciudad.
            Eso también ocurría hace cien años, precisamente ahora que, recordando aquellos tiempos, ponemos cien velas negras a la tarta del segundo año de la Primera Guerra Mundial. Recuerdo pavoroso, necrológica planetaria, pero momento dulce para algunos países neutrales como España. Y para algunos comerciantes audaces, como Victoriano Fernández Balsera que, para fortuna de todos y suya propia, operaba desde Avilés.
            Muy temprano demostró Balsera talento y arrojo para negocios de alto bordo y convirtió a su casa en un referente internacional de determinados comercios, especialmente el de granos. A su empuje se deben las naves que sobreviven a duras penas al borde de la ría y que nos hablan de cuando su propietario recibía buques de todo el mundo. Lo mismo traía cereales de las riberas del Danubio, que trigos rusos, maíz de la Argentina o despachaba miles de toneladas de avellanas asturianas que se pagaban muy bien en los mercados ingleses. En tiempos de bonanza sus operaciones eran cotizadas, en tiempos complicados era capaz de inventarse una oportunidad donde todos veían crisis, como hizo alguna vez comprando la producción de varias fábricas de azúcar, cuando la prudencia aconsejaba lo contrario, y haciendo además un gran negocio. Con él Avilés y su puerto se convirtieron en el centro del comercio de granos y en exportadores de productos asturianos al mundo entero.
            Como suele suceder, el poder económico no anda lejos del poder político y Balsera pertenecía al núcleo reformista que, detrás del diputado José Manuel Pedregal, estaba arrancando las últimas raíces del viejo y decimonónico poder liberal. Millones de reales habían aupado al poder a los marqueses de Teverga y millones de pesetas los desalojaban ahora. Los más poderosos capitalistas estaban en el bando de Pedregal y, entre ellos, destacaba Balsera, emparentado para bien de sus negocios con los Gutiérrez Herrero “opulentos capitalistas”, como entonces se decía.
            Así que el nuevo poder económico tomaba las decisiones políticas. Y Victoriano Fernández Balsera, a caballo entre ambos, dirigía la Cámara de Comercio. Esa institución fue decisiva para el nacimiento de la Junta de Obras del Puerto. Quienes la formaban analizaron la coyuntura del momento, con las ganancias que la guerra podía aportar y que un puerto incapaz no debía frustrar. Los oficios de Pedregal hicieron el resto, allanando obstáculos en Madrid y en Avilés (prensa incluida). Así que constituyeron la Junta el 26 de abril de 1915, con la doble intención de recaudar los arbitrios establecidos (unas 100.000 pesetas al año) y de acometer los trabajos necesarios para el desarrollo del puerto. Pasaron a ser de su administración todos los terrenos propiedad del Estado en la zona portuaria.
Desde entonces Balsera, que dejó la presidencia de la Cámara para ser el primer presidente de la Junta, ligó sus destinos a la nueva institución. Su historia y la de los primeros tiempos de la Junta de Obras del Puerto son una sola. No en vano, veinte días antes de la constitución de la Junta, el Estado había dado permiso a Balsera para construir un cargadero y vías auxiliares en la margen izquierda de la ría, por los que debía pagar un canon anual a la Junta. A la misma que él presidiría veinte días después.
Era un hombre indiscutible, sobre todo para los asuntos del puerto. Pero en Avilés todo se discute. Y sobre él se empezó a hablar. Habló la competencia. Y hablaron sus rivales políticos. Y se dijeron cosas que no le gustaron en mítines y reuniones varias. Y fuese por eso, o porque según algunas fuentes quería “deslocalizar” la sede central de su empresa, que se diría ahora, Victoriano Fernández Balsera anunció un mal día que no soportaba más, que se retiraba de los negocios y se iba a vivir de sus millones.
Ese día era cercano al de los inocentes de 1916. Como inocentada no tuvo gracia. Una catástrofe. La noticia cayó como plaga sobre la villa y, de inmediato, las fuerzas vivas más próximas lanzaron pasquines a la calle y organizaron una manifestación de desagravio para rogar al señor Fernández Balsera que desista de su acuerdo, permaneciendo en su puesto de honor, del cual no puede desertar sin inferir un grave daño a importantes intereses de nuestro pueblo”.
El duelo, que no otra cosa parecía, se citó en El Parche. Plaza de la Constitución, Cámara abajo, Marqués de Teverga, Pedro Menéndez, Emile Robín y, al fin, por la carretera del Torno, llegaron unas tres mil personas. El comercio, los casinos y la banca habían cerrado en solidaridad y funeral. Avilés se había parado y, al llegar a los almacenes de Balsera, lo que se paraba ya era una manifestación de buen porte. Eduardo Prada, Alberto Solís Pulido y Álvaro García de Castro, subieron a las oficinas para convencer a Victoriano. No estaba. Los recibió, conmovido dicen las crónicas, su hijo Álvaro, quien transmitió a su padre la importancia del acto.
Fue suficiente. Victoriano desistió de su intención y siguió al frente de los negocios. La Junta de Obras tenía en sus arcas 442.032,54 pesetas y seguía caminando, pero también tropezaba, como todo en esta ciudad nuestra, sometida a la influencia de los poderes cambiantes que sembraron la cizaña en su seno, enfrentando a ingenieros y administradores y haciendo fracasar el primer plan de obras que trataba de conseguir un puerto moderno: libre su entrada y salida sin aguardar la marea, con buques siempre a flote en su interior y cercanos a almacenes capaces de tener en cualquier caso mercancía suficiente como para cargar sin necesidad de espera o turnos.
            Entre tanto retraso portuario, el señor Balsera se dedicó a otras obras, para las que no necesitaba más acuerdo que el suyo propio, edificando su casa-palacio, amerengada, moderna y hasta exhibicionista, que hoy es conservatorio de música. Las otras obras, las del puerto, siguieron sometidas a esos lances de difícil control, manipulaciones políticas y rivalidades que retrasan sine die los trabajos de mayor importancia y extrema urgencia. Claro que, de todo esto, ya hace un siglo… ¿O no?


ÓPERA PRIMA

Viejos afiches de Lauri Volpi y Aida en la nueva cartelera del Teatro Palacio Valdés.
Infografía Miguel De la Madrid.

A Flor María Iglesias, siempre a vueltas con “los músicos”



      En las tardes de función un grupo de paseantes se agolpaba ante las ventanas del viejo teatro de la calle de La Cámara. Iban de pesca. Con la caña presta para atrapar un verso suelto del galán joven o un si natural de algún tenor de circuito provinciano. Pero era un coto muy estrecho, poca ventana para tanta gente. No había manera de echar la caña a gusto.
        Tanta porfía resultaba habitual en una ciudad que, hasta 1877, sólo podía ofrecer ese viejo teatro, con una planta de herradura escasa hasta para un poni. Estructurado en bajo, piso y cazuela, con unos palcos sostenidos, nadie sabe cómo, por una especie de puntales que ponían en riesgo la integridad física de los valientes espectadores que se atrevían a exponer su espalda ocupando unos primitivos bancos de bisagra. Un teatro que, “El Eco” lo decía, era “muy malo, muy pequeño y sobradamente pobre”.
Fue en 1877 cuando una sala multiusos, el teatro circo Somines, nació al borde de Las Meanas para aliviar a Avilés de tanta penuria. Pero no era una solución definitiva. Sus hechuras, más de circo que de otra cosa, podían cobijar a gusto, e incluso con desahogo, cualquier espectáculo de varietés, de cine, de circo, cuplé o teatro popular, pero no el bel canto, ni siquiera una zarzuela grande.
Pese a todo, en el Somines se representó ópera. Fue allí, en el circular recinto con olor a serrín, donde volvió a la vida el verdiano “Il Trovattore” ayudado por el gran Enrico Tamberlick. Era el tenor romano gloria de la canción italiana e inventor, según extendido comentario, del “do sostenido de pecho”. El mismísimo Borges lo recuerda en “El Aleph” representando el Otello de Rossini exhibiendo esa nota.
        Fue todo un acontecimiento. Un tenor legendario en Avilés.  “Don Enrique”, como en España le llamaban, era una celebridad. Le tocó estrenar “La forza del destino” de Verdi o convertir en ópera a “Marina” de Arrieta, en 1871. Había frecuentado los teatros españoles con gran asiduidad desde 1845, sobre todo el Real de Madrid, durante décadas. Además había alcanzado gran nombradía incorporando al Manrico de aquella obra que lo traía a nuestra villa. Su representación fue parte de una de las últimas giras que, con su compañía lírica, dio por España en 1882, poco antes de acudir también a las funciones inaugurales del teatro circo de Vigo, que acabó llevando su nombre.
       Con ser importante este acontecimiento, el Tamberlick que se asomó al Somines era un cantante crepuscular, con una fama que le precedía, pero con unas críticas que empezaban a hacerlo huir de la Corte a las provincias. Ya tenía más años que vibrato. Un hito para nuestra villa. Pero sólo una pica en Flandes. Habría que esperar dos años más para que la compañía de la soprano Enriqueta Baillón levantara otra vez el telón del Somines para representar “La Favorita” de Donizetti. Decían en Oviedo que esta compañía sobrepasaba en calidad a la del propio Tamberlick.
       Muchas glorias, pero glorias fugaces en una ciudad donde, durante años, la burguesía estuvo esperando y llorando por un teatro donde la ópera se encontrase como en casa. Pensado a la italiana, con palcos que pudieran llevar tal nombre, con buena sociedad chismorreando tras cortinas y anteojos, donde fumar en saloncitos de plateas y criticar, más al vecino que al tenor, en cualquier rincón.
Tal equipamiento se hizo de rogar. Las actividades musicales se tuvieron que retirar a gabinetes, salones de música domésticos, donde los más jóvenes aprendían armonía, solfeo y destrezas varias en el desempeño de los instrumentos. Mucha señorita bien tocando al piano transcripciones de ópera y de zarzuela.
       Un compás de espera tan prolongado no se llevaba en paciencia en una villa con afición desde siempre por la música, culta y popular. Que conocía y disfrutaba de coros y orfeones, banda y compositores de lo serio y lo profano. Una villa de “músicos” de apodo y vocación. Tal vez menos de lo que se cuenta, pero también más de lo normal en pueblos de su tamaño.
       La ópera, la representación del arte total con todas las de ley lírica y escénica, nunca se pudo catar. Compañías en guerrilla y representaciones en pertrecho, pese a los nombres ilustres, fueron todo lo que por aquí llegó. Avilés debió esperar. Lo hizo hasta que, en 1920, el Teatro Palacio Valdés, de cuya azarosa historia ya hemos escrito bastante en otros lugares, fue realidad y allí sí que la cosa era como mandaban todos los cánones. Hoy, ver en sus carteleras afiches operístico no diré que es normal, pero sí que no es extraño. Pero hubo mucho recorrido hasta esa meta.
       Por eso, cuando el 11 de junio de 1921 el teatro Palacio Valdés alzó su telón para que se asomara una “Tosca” de Puccini, el acontecimiento no fue sólo de gran altura artística, fue realmente una primicia histórica. La primera ópera con una representación cabal, en elenco y posibilidades escénicas. En un teatro, nunca mejor dicho, “a la italiana”. Hecho a la medida de la burguesía local: con poca embocadura, pero mucha apariencia. Entonces su calle se llamaba del siglo XIX, pero aquello era un salto al siglo XX de la cultura.
       Todo hacía pensar que se trataba de una representación de “primo cartello”. Una compañía formada por elementos de los que representaban en el Teatro Real de Madrid, y con casi todo su atrezzo y equipamiento escénico. Pocas fechas antes ya se había mostrado muy solvente en el gijonés teatro Dindurra. Al frente de la misma iba un valor en alza: Giacomo Lauri Volpi, otro tenor romano, cuya carrera había retrasado la Primera guerra mundial, pero que, cuando llegó a Avilés, estaba a punto de debutar en el Liceo de Barcelona y en La Scalla de Milán.
       Gran cartel para una villa modesta. Levantó enorme expectación entre los aficionados a la música y entre los aficionados a ver y ser vistos. Así lo sufrió Vallina, el conserje del teatro, a quien las reservas de abonos para las funciones de sábado y domingo (“Tosca” y “Aida”) trajeron de cabeza durante días. Para todos una verdadera representación de ópera era novedad en Avilés, y “Tosca” una obra de la que se conocían sus partituras y su argumento por el cine, el fonógrafo y hasta los cilindros de los pianos de manubrio. De “Aida” nada hacía falta decir.
No defraudaron los cantantes de “Tosca”. No lo hizo Lauri Volpi, ni lo hizo la soprano Ros ni el barítono Frau ni el caricato Fernández que, dicen las noticias, estuvo un tanto pasado de gesto. Pero todos rayaron muy por encima de coros y una orquesta bajo el proscenio en un mal día.
        Se respetó “Tosca”, se degustó con la fruición de la novedad, pero convenció del todo “Aida”. Con la obra de Verdi el público de Avilés creyó haber llegado ya a la altura de las grandes capitales y se abandonó a la contemplación de un gran espectáculo en la confianza de que la plaza y su flamante teatro lo merecían.
Tal vez en lo de “Aida” hubiese contribuido la actuación del barítono Gijónes Servando Bango, de recuerdo tan potente como su voz, que cantó y encantó al respetable en su papel de Amonarso, siempre clamando venganza. No le fueron a la zaga, según los gustos del público avilesino, el Tenor Enrique Álvarez como Radamés ni las señoras Viñas y Vergara. Coro y bailables otra vez por encima de las posibilidades de la orquesta.
        Una noche memorable. Se recordó durante mucho tiempo, el mismo que duraría la dieta belcantista. Tantos años como los círculos de buena sociedad y de aficionados comentaron aquella noche que Lauri Volpi cantó en Avilés.
         Lo que son las cosas, el tenor romano, después de su boda con la soprano María Ros, acabó afincándose en la ciudad valenciana de Burjassot, donde murió tras una larga carrera, en 1979. Y, si ustedes miran ahora un plano del callejero de Valencia, se darán cuenta de que la calle dedicada al tenor Lauri Volpi, va a encontrarse con la gran Avenida del General Avilés.
        En fin…

EL MÉDICO INFELIZ

    
Maletín de médico decimonónico. Infografía: Miguel De la Madrid
   Tras este título de cuento infantil de los hermanos Grimm, libremente traducido, se oculta una historia prosaica, lejana y real. Una historia anterior a la mitad del siglo XIX, cuando ser médico en Avilés era una profesión dura y un bien muy escaso. Y larga, sobre todo muy larga.
Las historias que esta serie cuenta tienen que ver con noticias que, de una u otra forma, tuvieron eco en los medios de comunicación, pero la de hoy viene de un momento en el que, en Avilés, por no existir no existía ni imprenta. No había periódicos, por tanto. Las noticias, sobre todo las oficiales, tenían un cauce para hacerse presentes, un medio formal: la “Gaceta de Madrid”. El Boletín Oficial del Estado de entonces. He aquí cómo, tirando de un hilo tan frío y tan lejano, podemos llegar a reconstruir, no sin esfuerzo, una historia cercana.
La noticia es del 16 de noviembre de 1841. Ya llovió. Y como entonces dicen que llovía aún más, era el peor momento para quedarse sin médico, a las puertas de que el invierno sembrase de virus el lugar para deleite de La Parca. A pesar de eso la Gaceta decía que la plaza de  médico titular de la villa de Avilés, dotada con 6.000 reales anuales, se hallaba vacante y que los que gustasen optar a ella tenían dos meses para presentar sus solicitudes en la secretaría del ayuntamiento de Avilés.
¿Qué había pasado? ¿Por qué Avilés se había quedado sin médico? Lo normal es que fuese por muerte o por jubilación. Eso no sería noticia para contarla hoy, pero la investigación de esta pista, en apariencia vulgar, demostró ser todo menos eso. Ocultaba una historia curiosa que comenzó unos meses atrás.
Fue cuando el médico titular de Avilés, que lo era por entonces José Rodríguez Villargoitia, decidió que ya no lo sería más. Que renunciaba y que lo hacía entre enigmáticas razones que no quería detallar, siempre con alusiones a penosas causas “conocidas de todo el mundo”. Y así se despidió de los regidores avilesinos, desde Pravia y por carta.
A los señores del Ayuntamiento Constitucional de Avilés el anuncio no les gustó ni poco ni mucho ni nada. Quedarse sin médico era asunto de poca gracia. En la Asturias de entonces eran rara especie, sustituida muchas veces por Intrusos del más variado pelaje, desde los más misteriosos ensalmadores a los curiosos de toda la vida. Eran tantos que, en 1847, hubo de abrirse un registro de intrusos para que los ayuntamientos comprobasen títulos y fraudes.
Los no titulados eran hábiles en componer huesos, reparar calamidades de la vida cotidiana o recetar cocimientos y fervediellos, pero poco eficaces para sanar algo más complicado que la patada de una vaca. Dese luego, ninguno de ellos atesoraba conocimiento académico alguno, ni pertenecía por derecho al personal de las ciencias de curar. Pero tenían fama y clientela, entre otras cosas porque, en algunos concejos de la comarca como Illas y Corvera, no había médico de ninguna clase y acudir a los médicos de los concejos limítrofes, si es que se tenía dinero para ello, era llegar tarde.
Intrusos los ha habido hasta hoy en todas la profesiones, incluso en la de contar la Historia. En aquel lejano tiempo con ellos se vivía pues, como queda claro, entonces el médico era un artículo de lujo, por escaso y por necesario. Sólo por Real Decreto de 5 de abril de 1854 su presencia se aseguró con la organización de los partidos de médicos (para poblaciones de más de 200 vecinos) cirujanos (para las mayores de 100) y farmacéuticos (para las superiores a 1.000). La cosa no mejoró demasiado entonces, pero nuestra historia habla de quince años antes, cuando era mucho peor aún.
En tan sombrío panorama lógico es que a los repúblicos avilesinos no les gustase la unilateral decisión de Villargoitia. Peor que se despidiese “a la inglesa”,  abandonando a la ciudad y su puesto de médico titular sin permiso del ayuntamiento, y mucho peor aún, dejar en el aire que todo el mundo sabía la razón. Ellos insistían en que no. Y pidieron explicaciones que, si era necesario, habían de llegar por medio del alcalde o el juez de Pravia. Avilés seguía sin médico y sin causa aparente de tal carencia. Villargoitia tuvo que explicarse, otra vez, y la cosa no mejoró.
Entre las enigmáticas razones que llegó a esgrimir asomaron cosas como que tenía que librarse de “impresiones dolorosas que atacaban mi ánimo y mi salud”. Decía que había tenido que sufrir odios, injurias y amenazas urdidas clandestinamente por algunas personas y que, además, todo eso era “voz pública”. Se iba, intentando recuperar el sosiego y la salud y dejando un deseo flotando en el aire para su sustituto: “plegue al cielo que la ocupe quien pueda ser más feliz y quien pueda contribuir más al bienestar del Pueblo, que el que por última vez dirige esta su renuncia”.
 No había que ser un genio para darse cuenta de que, por encima de todo, aquel médico era infeliz. Que, por lo que fuere, Avilés no había sido su destino perfecto. Que se estaba abrasando en las calderas del infierno grande que era aquel pueblo pequeño. Todo eso estaba detrás, pero él seguía parapetado en aquella corta explicación.
No coló. Sus razones no fueron suficientes para convencer a los del Ayuntamiento. Rechazaron la renuncia. Intentaron que volviera, pero sabían también que la cosa era difícil. En el intento, y para que Avilés no permaneciese desatendida, ofrecieron la plaza interinamente al vecino de Oviedo Ignacio José López, antiguo médico cirujano de Pola de Siero. De inmediato hubo acuerdo en ocho de las nueve condiciones del contrato y empezó a prestar servicio. El Jefe Político de la región acabó declarando la plaza vacante por enfermedad “de cuerpo y de ánimo” del antiguo titular.
Y así la noticia llegó a la Gaceta de Madrid. Hubo que anunciar la vacante y convocar a todos cuantos estuvieran interesados en presentarse a ella. De esa manera entró 1842. Avilés seguía con un médico en precario que, para colmo de males, la Diputación de Oviedo trasladó a la capital para que ayudase en el reconocimiento de los “quintos” de ese año. El Ayuntamiento de Avilés no podía permitirse sustituir al sustituto y logró que la Diputación renunciase a sus pretensiones mientras la selección definitiva seguía su curso.
Fueron quince los médicos interesados en la plaza de Avilés. Llegaron peticiones de toda España. El Ayuntamiento pidió informes sobre todos a colegios, ayuntamientos y universidades. Sobre su conducta y adelantamiento en el desempeño de su carrera. Del uno al otro confín al norte de Madrid llegaron respuestas: de Avilés, Cangas de Onís, Valladolid, Madrid, Sahagún, Villarramiel de Campos, León, Real Sitio de San Ildefonso, la Coruña, Mondoñedo y Salamanca.
Finalmente la plaza fue para el interino. El Ayuntamiento le valoró como mérito esa interinidad a Ignacio José López, que pasó a ser médico titular de esta villa y su concejo. Pero Avilés no pareció cerrar la situación. Ese mismo año, otra vez la Gaceta, anunciaba nueva vacante, en este caso del médico-cirujano titular, Pedro Luis Martínez.
En la letra del anuncio quedaba escrita la peripecia y también la penuria de los galenos de aquella época. Había desempeñado el cargo durante cincuenta años. Tenía más de noventa y la causa de su retiro eran “las continuas dolencia y operaciones dolorosas” por las que “se hubiese inutilizado”. Así, exhausto, tuvo derecho a una pensión de 200 ducados de los 400 que cobraba. Poco tiempo le quedaba para contarlos.

Como ven, la ocupación de médico de pueblo no era envidiable entonces. Se moría con las botas puestas y, a lo peor, no había otro médico titulado para asistir en aquel último momento. No era una profesión para ser muy feliz. 

Y AL SÉPTIMO NO DESCANSARON

Edificio de la Escuela de Artes y Oficios, durante muchos años el local multiusos de Avilés (infografía: Miguel De la Madrid).
A los contadores de anécdotas y coleccionistas de gacetillas avilesinas siempre les ha hecho mucha gracia esto que hoy les voy a relatar. Aunque, si uno se acerca con rigor, enseguida se da cuenta de que la cosa tiene mucho fondo y poca risa. No se trata de curiosidades ni de chanzas, ni hay nada de broma en lo que a continuación se cuenta. Es, más bien, la radiografía de un tiempo y de quienes lo vivieron. Pero, claro, hay que bucear.
            Todo sucedió en el inverno de 1908. El domingo dos de febrero, por más precisar. Mal empezaba ese año en que el poder local era más frágil que nunca y la economía de Avilés había entrado en un túnel muy negro. No estaban los tiempos para perder clientes ni para perder ingresos en días como los domingos, santificados por los taberneros avilesinos haciendo mejores recaudaciones.
            Pero hacía tres años que las cosas eran distintas. El conservador Juan De la Cierva, padre del famoso inventor del autogiro y ministro en el “Gobierno largo” de Antonio Maura, se había empeñado en regular las costumbres sociales y eso incluía desde la prostitución a los teatros, desde los cafés al funcionamiento de la policía. Y, en medio de todo, una ley, la del Descanso Dominical, a la que nadie estaba haciendo mucho caso pero que, entre otras cosas, obligaba al cierre de las tabernas en el día del Señor.
Y así la cosa llegó a Avilés. La Cierva no era ministro para tomarlo a broma. Sacrificó su popularidad a la aplicación de esta ley y, aunque tuvo suerte diversa en su propósito final, fue inflexible en la necesidad de su cumplimiento, persiguiendo y multando a los infractores. Hacía tiempo que se venía avisando a los taberneros avilesinos y ellos como si nada. Aquel domingo de febrero estaban preparados para la resistencia pasiva. Se mantuvieron firmes y, tras el acuerdo tomado el sábado, dejaron abiertos sus locales contra la ley y contra los dictados de las autoridades. A mediodía una muchedumbre asistía confundida a un espectáculo poco usual. La Guardia Civil, ayudada por la Guardia Municipal, conducía hasta el edificio de la Escuela de Artes y Oficios, improvisada cárcel, a todos los taberneros de Avilés, resistentes a cerrar en cumplimiento de la ley.
No sólo a los taberneros, también cinco de sus esposas acabaron en el calabozo hasta las diez de la noche. Al día siguiente fueron puestos en libertad, tras prestar declaración, los taberneros y otros dos industriales, Manuel Galé y Adolfo Miranda, detenidos por error en la misma operación.
            A la Ley del Descanso Dominical, como sucede a veces con ciertas leyes novedosas, algunos no la tuvieron en cuenta, no se la creyeron, la dejaron pasar o no la vieron venir… pero llegó. Lo hizo en marzo de 1904.Y entonces muchos sectores profesionales se echaron a temblar al ver las consecuencias que podría acarrear a sus intereses. Y aparecieron las protestas. Empezaron a elevar su voz profesiones tan diversas como panaderos, albañiles, periodistas, barberos, tenderos, ferroviarios y hasta toreros. Por supuesto, los taberneros también.
En las poblaciones de menos de diez mil habitantes los alcaldes podrían autorizar la apertura de las tabernas en el horario que considerasen oportuno. Por este caso se coló Avilés, donde su alcalde sostenía el criterio de que las tabernas eran casas de comidas por la tarifa de contribución que pagaban. Esa era una de las formas de burlar la ley, que exceptuaba a los cafés y no a las tabernas, por lo que los taberneros empezaron a matricular sus negocios como figones o cafés económicos.
 Sucedía todo esto, entre otras cosas, porque los taberneros no podían soportar que, mientras en Avilés se cerraba, las tabernas de Gozón, Corvera, Illas y Castrillón, permanecían abiertas, legalmente abiertas, llevando a sus parroquianos a rezar en otras capillas de la comarca, dejando sus cuartos allí. Esos pueblos, y ciudades de mayor importancia como Oviedo, Mieres, Villaviciosa o La Felguera, habían encontrado la gatera por la que colar las exigencias de la ley acomodándolas a las costumbres locales.
El asunto no era sencillo. En un poblamiento tan disperso como el asturiano las aldeas acudían a surtirse a la capital comarcal los días festivos, con lo que era habitual que, en esos días, las villas cabeza de partido celebrasen mercado. Era una circunstancia muy común en toda España y prevista además por el Reglamento que desarrolló la Ley, según el cual podía lograrse así la exención de su cumplimiento si se celebraba un mercado tradicional los domingos. Y, con ese recurso, diversas localidades lograron salvar la situación para los comerciantes. Pero se abrió una espita peligrosa, dividiendo a los pueblos, y poniendo a prueba la fuerza de los poderes locales y, en la mayoría de los casos, del omnipresente caciquismo.
Ante tanta incertidumbre y tanto peligro para el negocio las tabernas miraron para otro lado, en lo que se refiere a la observancia de la nueva ley. Tiendas y colmados siguieron despachando su género hasta cuando tuvieron por conveniente. Mucho tiempo para sus dueños y una jornada agotadora para sus empleados.
Y aquí el enfrentamiento bajaba un nivel. Ya no se trataba de municipios contra el Estado, ni siquiera de municipios contra municipios, que también, sino de obreros (dependientes, camareros y otros) contra sus patronos. Aquellos taberneros y otros hosteleros y comerciantes, que, frente a la ley en la que se escudaban los obreros de la Junta de Reformas Sociales, no querían perder ingresos en días de buena faena. Sus empleados, que estaban asistidos por una ley que no acababa de ponerse en marcha, tampoco querían perder su descanso, si no dominical, al menos semanal.
A esto se unían las peculiaridades de las relaciones laborales de entonces, como el hecho de que los trabajadores cobraran los sábados y que, precisamente ese día, podían hacer las mejores compras de la semana, por lo que, en algunas ocasiones, “pactaban” con los patronos que el sábado se pudiera abrir sin límite horario, a cambio del cierre seguro los domingos.
Los trabajadores de la dependencia mercantil se consideraban en Avilés “los más esclavos y los más explotados” y se mantuvieron en guardia durante años. Tenían un trabajo muy duro, y una jornada laboral que les restaba tiempo para vivir. Por eso se despertó en ellos la conciencia de ser un grupo con intereses profesionales muy particulares y se organizaron para defenderlos. Lejos del alcance de las organizaciones obreras por antonomasia (anarquistas y socialistas) apoyaron sus reivindicaciones en instituciones sin filiación ideológica precisa, como la Asociación de Dependientes de Avilés. Su capacidad de presión fue muy limitada (tenía 22 socios en 1919) y el problema cerró en falso cuantas veces alguien decidió abrirlo.
Con el paso del tiempo las tabernas y establecimientos afines del centro de Avilés acabaron cumpliendo la ley, mientras que las de las afueras la siguieron sorteando durante décadas, para enojo de alcaldes y desesperación de dependientes. Éstos tomaron medidas de presión más severas y, con el apoyo de su Comité Nacional, lograron que se garantizase el cierre a las ocho de la tarde de todos los comercios, desde octubre de 1915.
Para que todo el mundo se enterara se repartieron 10.000 pasquines por los domicilios y aldeas de la comarca y, como sucedía en Gijón y Oviedo, se colocaron grandes carteles a la entrada de Avilés avisando del horario de cierre comercial. Pero los problemas continuaron muchos años después.
Es decir que, hace más de un siglo, la libertad de horarios de comercio era un asunto tan controvertido como lo es hoy, y casi por las mismas causas. En una villa que empezaban a languidecer y a entrar en una parálisis económica muy acusada. También como hoy.
Mucho más que una anécdota.