Infografía de Miguel De la Madrid a partir de publicidad de "Los Horgas" |
Si, entre los
lectores de esta serie quedara algún buen aficionado al difunto género del
Oeste, sin duda estará al tanto de que en toda película de cierto empeño y
argumento interesante no puede faltar una diligencia. Siempre está en el lugar
oportuno para que luzca John Ford, para que suba John Wayne, para que ataquen
los indios, para llevar el correo, para traer al malo… para pasar por allí.
Pero pocas veces pensaron, tal vez, que esos mismos carruajes, y en años
parecidos, daban servicio muy lejos de las praderas del Far West. Por ejemplo en Avilés.
Y es que, por
seguir con la proximidad del símil, a la fuerza ahorcan. No había otra cosa y
con esos bueyes se tenía que arar. Y viajar. Hasta muy entrado el siglo XX, con
la generalización de trenes y automóviles, la diligencia o sus parientes
cercanos, carromatos, “barcos” o “galeras” eran el medio de transporte más
usado por aquellos que podían pagárselo. Otra cosa no podía caminar por carreteras
con firme de piedra partida, llenas de curvas, peraltes y desmontes realizados
con una tecnología arcaica y donde encontrar un puente era todo un
acontecimiento digno de festejo. Unos caminos que, en palabras del viajero
inglés Richard Ford, sólo eran aptos para “el carro de la Osa Mayor”.
Entonces
se viajaba a lomo de mulas o, como era muy frecuente, a pie, por endiablados
caminos que entretenían las horas y desesperaban el ánimo de los viajeros.
Hablar de carreteras sólo es posible a partir de la segunda mitad del siglo
XIX, antes ni siendo muy generoso se podría usar ese término. En esos años se
aprobó el reglamento del Cuerpo de Ingenieros de Caminos y la Ley de
Expropiaciones Forzosas y, al finalizar el reinado de Isabel II, en 1868, la
red nacional de carreteras, o algo parecido, ya tenía unas dimensiones
considerables.
Eran, en todo
caso, vías pensadas para transportar mercancías, que no procuraban ningún tipo
de comodidad a las personas. Como dejó escrito el siempre agudo Mariano José de
Larra, en los coches viajaban sólo los poderosos, los
carromatos y las acémilas estaban reservados a las mujeres de militares,
estudiantes y predicadores cuyo convento no les proporcionaba mula propia.
Nadie más viajaba.
Aún así, en el
Principado la diligencia no llegaba ni siquiera a
todas las cabeceras de los concejos, ni siquiera en el siglo XX. Sólo a los
sitios donde la rueda podía pasar. Los viajeros, siempre por necesidad, se las
arreglaban como podían. Quienes tenían caballería propia la usaban, y quienes
podían alquilarse una, lo hacían, bien fuese completa o “media caballería”,
compartiendo a ratos algún mulo de un arriero, libre de carga, con otro viajero.
Las diligencias, por tanto, dulcificaron sólo un poco un
ácido panorama, llevando pasajeros en sus diferentes departamentos, mejor o
peor colocados, según billete y posibilidades. La berlina era un departamento cerrado en la parte delantera, el interior iba en el centro del vehículo y
el cupé, delante de la baca. Ésta, en la parte superior, podía
habilitarse para transportar viajeros protegidos por toldos, entre baúles y cajas
de un equipaje que aportaban los viajeros de billete completo, que les permitía
transportar tres arrobas de peso por cabeza.
Eran vehículos
capaces hasta para doce viajeros, arrastrados por ocho mulas o entre dos y
cuatro caballos, con muda de tiros en función de la distancia recorrida.
Grandes carruajes, muy poco refinados, de cuatro ruedas, portezuelas laterales
o posteriores, asientos delanteros, y en baca, con una parte tapada con lona
para los equipajes, conducidos por un mayoral, un postillón y un zagal. Éste,
si el tiempo y la ocasión lo permitían, montaba el caballo delantero.
En tan duras
condiciones la paciencia se imponía, sobre todo en las grandes rutas. Por
ejemplo, para realizar un viaje de Oviedo a Madrid había que utilizar 120
caballos, en tiros sucesivos, 15 zagales, 5 postillones y un mayoral. Se
avanzaba a razón de 40
kilómetros diarios, partiendo la jornada en dos, desde
la madrugada a la comida y después de ésta hasta la caída del sol.
Tómese esta descripción y aplíquese al
kilometraje entre Avilés y Oviedo, y se conocerán las condiciones del transporte
de viajeros en las diligencias del Avilés decimonónico, que movían al año no
menos de 10.000 viajeros (eran muchos más los que viajaban a lomo de mula o a
pie) y una cantidad no despreciable de mercancías.
La línea a la capital fue atendida, hasta
1866, por la empresa ovetense la Unión
Asturiana. Ancha era la ruta para ella, nadie la inquietaba y, ausente de
competencia, ponía los precios que tenía por conveniente. Pero ese negocio tan
libre se le acabó en diciembre de 1866, fecha en la que el empresario avilesino
Francisco Artime entró en el negocio poniendo en marcha una nueva empresa, la Villa de Avilés, con nuevas diligencias
y nuevos precios (18 reales en berlina y 14 en interior) que acabaron por
arruinar a la empresa ovetense que, no acostumbrada a la competencia, bajó los
precios para recuperar clientes hasta unos ridículos 4 reales. Fue cuestión de
tiempo que, con tan menguada recaudación, la vieja empresa acabase cerrando. Poco
tiempo después, a finales de 1867, una nueva compañía entró en la pugna de
precios y servicios.
Realmente la competencia no se ventilaba
sólo en la bajada de precios, sino también en la comodidad y la velocidad del
viaje. Sobre lo primero, habida cuenta de las carreteras y del tipo de
carruajes que se manejaban, no había mucho que hacer, pero sobre lo segundo sí
que se intentó ganar terreno y minutos al reloj. El margen de maniobra era
escaso. Las diligencias de Avilés invertían, en los pocos kilómetros que separaban
a la villa de la capital, tres horas si el trayecto se hacía hacia Oviedo,
“subiendo”, y dos horas 45 minutos en el viaje de vuelta, “bajando”. En esos
quince minutos residía el único margen de mejora.
Ustedes ya se hacen cargo de que esos
lejanos tiempos eran muy distintos a los de la actual Fórmula 1 de nuestros
desvelos. Aquí no había ingenieros, ni evolución de motores ni cambio de
neumáticos, ni siquiera un Fernando Alonso que echarse al pescante. La única
posibilidad de ganarle kilómetros al segundero y a la competencia consistía en tirar
de látigo. En hacer que el mayoral fustigara a las caballerías hasta la
extenuación. Y eso hacían, precisamente, a riesgo de mercancías y viajeros.
En peligrosa competencia, como en las
películas del Ponny Express, las
empresas de carruajes de Avilés intentaban atraerse a la clientela prometiendo
un viaje más veloz. Los mayorales despreciaban el reglamento de carruajes,
hacían sonar el látigo sobre las orejas y lo chocaban contra las grupas de las bestias.
Y las autoridades, como si lloviera, que era cosa que sucedía a menudo
embarrando el firme y mojando a los pasajeros dentro de las propias
diligencias, en las que, más de uno, hacía el viaje con el paraguas abierto.
Un peligro. Hasta Lugones la carretera era
ancha, pero era una carretera de esas que les he descrito, primitiva, lenta y
traicionera. Lo dicho, peligro, mucho peligro tenían aquellos cocheros que se
exponían, por el beneficio empresarial, al perjuicio médico haciendo volcar los
coches en alguna ocasión. Todo por un mal cuarto de hora. De película.
En fin, que, como
había pocas diligencias, los mayorales tenían que poner la mayor diligencia en
que su diligencia llegase antes que la diligencia de la competencia. Creo que
me han seguido. Al galope, claro.