Infografía: Miguel De La Madrid |
La tarde del 7
de enero de 1959, bajo la placa de la calle Cuba, se concentró de manera
espontánea una pequeña muchedumbre con ganas de celebración y de jolgorio. Como
en Madrid y como en otros lugares de España, corrió el Bacardí, se bailó y se
entonó la Bayamesa ,
himno cubano que sirvió de tema a la improvisada masa coral que daba servicio
al baile.
Se
sabía que el dictador Fulgencio Batista había huido a Santo Domingo y que Fidel
Castro entraría en La Habana
como Caudillo vencedor al frente de sus “barbudos” de Sierra Maestra. En el
mundo entero el asunto fue seguido y contado como una hazaña épica, como una
guerra romántica. Los justicieros contra la tiranía.
En
España la cosa tenía otra dimensión añadida. Desde que la flota del Almirante
Cervera, despedazada por los obuses yankees,
sirviera de arrecife a los peces, en todo el país la perdida de Cuba se sintió
como una amputación. En pocos lugares como Asturias, en pocos como Avilés donde
esa amputación era real. Cuba fue durante mucho tiempo España. Aquella parte de
España a la que iban a medrar los rapaces que no podían vivir con lo poco que
la madre Asturias tenía para repartir. El lugar en donde, vomitados de las
bodegas de los barcos, salían guajes asustados y dispuestos a comerse el mundo.
Un nuevo mundo que, en la mayoría de los casos, se volvía contra ellos y acababa por devorarlos, perdidos en un
emporio comercial de unas proporciones que, por aquí, no se podrían ni soñar.
Muchas
familias se repartieron a ambos lados del Atlántico. A mediados del siglo XX
los descendientes de la semilla española plantada en masa desde mediados del
siglo XIX llamaban con la voz de la misma sangre. Todo lo de Cuba era cercano.
Todo amable. En las conversaciones, en la imaginación y en el corazón de muchos
avilesinos Cuba estaba próxima. Siempre lo había estado.
Cuando el
estallido revolucionario se convirtió en algo como para ser tenido en cuenta,
corría por aquí que la situación de la mayor de las Antillas Mayores había
llegado a ser insostenible. Se contaba que la injusticia económica la había
doblegado hasta ser un satélite de los intereses norteamericanos que
controlaban el 90% de las minas, el 40% de la industria azucarera, el 80% de
los servicios públicos, el 50% de los ferrocarriles y la industria del
petróleo, casi todas las haciendas y todas las vidas de los cubanos que sólo se
reservaban para sí el 16% de los terrenos agrícolas. La mitad de las industrias
estaban en La Habana ,
en el resto, las decisiones estratégicas, y hasta las reparaciones de
maquinaria, se hacían desde el extranjero.
Cuba, en 1958
el primer país iberoamericano en número de automóviles o electrodomésticos en
relación a sus habitantes, la Cuba de los contrastes, vivía postrada, sirviendo
a unos intereses que no se correspondían con los de todos los cubanos. Su
silueta de fornido caimán no era más que el pastel que se repartían los hombres
de negocios del Norte, con la mano temblorosa de Hyman Roth en la inmortal
escena de El Padrino II. Lo escribieron
Eduardo Galeano y René Dumont, entre otros.
Parecía una
causa justa la de Fidel y los suyos. Generó tal cantidad de informaciones, un
seguimiento tal, que acabó convirtiéndose en un asunto cotidiano, con mucha
gente a favor. Se contó muy bien, y las venturas y desventuras fueron gestas
expandidas como una mancha de aceite. Los últimos románticos, los héroes del
pueblo, los luchadores de la libertad…tantas marcas y tantos tópicos puestos a
producir.
Siempre que se
tiende a acabar con un viejo y decadente estado de cosas quien se embarca en la
empresa tiene, además del beneficio de la duda, la ventaja del recién nacido. Sus protagonistas eran grandes seductores de
masas, protegidos por el paraguas de una empresa que caminaba con las velas
hinchadas cubriendo a gran velocidad todas las singladuras hasta llegar al
primer día del año 1959.
Entonces
las alturas eran históricas y las bravuras como un sol, los comandantes llevaban
barba y fumaban cigarros habanos. Muy normal que, en la distancia, prendiera la
épica de un empeño, el de aquellos combatientes del monte, que consiguió la
simpatía internacional. Parecían bandidos buenos. Robines de los tropicales
bosques cubanos que entraron en la misma Habana como caudillos triunfadores,
jaleados por el pueblo redimido. Como si fuera cierto que las utopías, por más
complejas que resultaran, por más ideales que fueran, tenían su oportunidad en
el mundo tangible para hacerse finalmente realidad.
Mas todo iba a
gran velocidad. En poco tiempo los asuntos
de Cuba dieron un giro notable. A la misma velocidad que el retrato del Che
Guevara se convertía en un icono de masas vendido por el capitalismo para hacer
caja, la revolución cubana le ponía la proa a Occidente. En aquel mundo sólo se
podía estar en uno de dos bloques. Los vencedores de la revolución eran, valga
la redundancia, revolucionarios, y se comportaron como tales. Demostraron a los
dos mundos que para hacer su tortilla romperían todos los huevos que fueran
necesarios.
Fidel Castro,
el hijo del gallego, ya era primer ministro en febrero de 1959. En 1976 ya
estaban concluidas las reformas necesarias para asegurarle el control de todos
los poderes del Estado. Por el camino no encontró el acuerdo necesario con
Estados Unidos y acabó asomando la cabeza por debajo del Telón de Acero. Desde
allí empezaron a llegar alimentos, dineros, armas y la seguridad de poder
sobrevivir en el mismo patio trasero del Tío Sam mucho más tiempo de lo que
nadie pudiera imaginar.
Pero el patio
no dio para todos. No hubo casa para tanta gente. Y muchos cubanos con raíces
españolas, que habían trabajado durante generaciones, acabaron saliendo de la
isla con lo puesto y sin otro capital que un doloroso recuerdo que les
perseguiría cada día de su vida. Con la rabia por lo perdido, la perplejidad
por la manera de perderlo y las lágrimas en los ojos empañando los recuerdos de
toda una vida tirada a la basura. La nueva Cuba, la del 90% de industrias y el
70% de los terrenos agrícolas nacionalizados, no tuvo sitio para ellos, pero ellos
no la olvidaron jamás.
Era el corazón,
que siguió latiendo para siempre enterrado en tierra cubana, con un cuerpo que
no tuvo más remedio que cruzar el Atlántico como hicieran los abuelos tantos
años atrás. El mismo viaje, el mismo mar, pero navegando en sentido opuesto. Un
retorno forzado, que dejó marcada a fuego la fecha de cuando salieron de Cuba. Parecía
que, en una marcha precipitada, alguien había abandonado un tocadiscos con un
disco sin fin de Luis Aguilé.
Una historia
muy larga, de separaciones para familias y personas, de héroes y villanos que
intercambian sus papeles según quien la cuente, en un mundo que llegó a caminar
al borde del abismo. Una historia que parece tornarse en estos tiempos con el
inesperado acercamiento de las autoridades cubanas y norteamericanas y el
olvido de aquellos primeros años. Quién lo iba a pensar.
Todo eso que, quienes
bailaban con júbilo aquel día de enero en Avilés, no podían sospechar. Vino
después. Los Reyes Magos les habían traído juerga a los de la calle de Cuba, la
fiesta más sana. Pero todo baile ha de tener un final.
Como
dice la guaracha de Carlos Puebla: llegó el comandante y mandó a parar.
Publicado en La Nueva España, 1-III-2015.
Publicado en La Nueva España, 1-III-2015.