A la muerte del VI marqués de Ferrera sus
cuentas nos dejan ver en qué gastaba el dinero. Cuál era su nivel de vida. Cómo
era aquello de vivir como un marqués (infografía: Miguel De la Madrid).
Soy de aquella generación de niños que se
pasó la infancia viendo un criado de librea a la puerta del palacio Ferrera.
Aquel cancerbero custodiaba la entrada a un zaguán empedrado e inacabable que
se perdía en un fondo oscuro y lejano, como la garganta de un gigante. Al pasar
por allí y echar la vista al territorio prohibido nos preguntábamos qué habría
dentro de aquella casa “de la marquesa”. ¿Qué lugar iluminaba la luz que se
veía al final de tan largo túnel? ¿A dónde conducirían las escaleras cuyo
arranque a veces se podía intuir? En fin: ¿cómo viviría un marqués?
Pasaron muchos años hasta saciar la
curiosidad, pero hacía muchos más, varios siglos, que la casa y la vida de los
marqueses de Ferrera había ido edificando sus cimientos y sus hechuras sociales
hasta convertirse en el linaje más poderoso de la villa. A mediados del siglo
XIX ese poder se vio cuestionado por los nuevos ricos y por el nuevo linaje de
los San Miguel, Marqueses de Teverga por los duros y la fidelidad a un rey tan
fugaz como Amadeo de Saboya. Este es el origen de la división profunda entre
los notables de Avilés. Dos casas, dos tendencias. Luego, dos garrotes.
La casa vieja era el palacio de los de
Ferrera. Justo antes del ascenso de los San Miguel vivía como hacía muchas décadas,
defendiendo a sus habitantes de las ideas y las personas del exterior, marcando
las distancias sociales y dando abrigo y confort a sus aristócratas moradores. Esa vida regalada
estaba al alcance de pocos mortales.
Esta es una serie sobre viejas
noticias. La de hoy es luctuosa. Arranca con la muerte del VI marqués de
Ferrera, Álvaro de Navia Osorio y Navia Osorio, en mayo de 1861. Las desgracias
familiares son momento para hacer borrón y cuenta nueva, para inventariar
sentimientos y propiedades en pos de un tiempo distinto. Tan negro trance nos va a servir para hacernos una idea cabal
de cómo era la vida del finado, la de sus descendientes, ascendientes y
colaterales en general. Todo es posible a partir de la contabilidad de los
marqueses en 1861, analizándola podemos asomarnos a su vida y a sus lujos, ver
por encima del hombro del portero y saciar aquella curiosidad infantil.
Los marqueses, además de su actividad
política y sus cualificadas relaciones sociales, ante todo vivían de las
rentas, ya se sabe. Entre sus abundantes utilidades anuales no es extraño
encontrar asientos con ventas tan variadas como varas o carros de hierba (entre
400 ó 600 reales) a clientes tan especiales como la Real Compañía
Asturiana de Minas; terneros (entre 250 y 400 reales), la leña de sus montes
(la de Panchón en Oviedo le reportaba unos 6.000 reales en cada venta), escanda
a 80 reales la fanega o manzana a 10; además de un inacabable repertorio de
ingresos por utilidades, censos, foros y rentas de terrenos o casas, desde
Luarca a Valladolid.
He aquí el
primer elemento que definía su vida: la casa. Cada familia, cada linaje, era
también una casa. En sentido figurado y en sentido estricto. Un poder edificado
sobre piedra y ladrillo. Los de Ferrera, además de la de Avilés, mantenían casa
en Luarca y Báscones (Grado), otra en Oviedo y una en Luanco para “tomar los
baños”.
Esos
baños eran una actividad muy querida por la nobleza. Así entendían ellos el
veraneo, antes de que el turismo masivo fuera norma habitual. Simplemente
vivían partes del año en casas diferentes. Se trasladaban con todas las
consecuencias y muchas de sus pertenencias, en verdaderas y costosas
mudanzas-golondrina. Al llegar a destino debían mantener intactas sus
costumbres, sus comodidades y los gastos habituales. La marquesa de Ferrera,
María Ramona Josefa Sánchez Arjona y Jarquemada, organizó la expedición de 1861
con un arriero que le trasladó, el 18 de julio por trescientos reales, 40
quintales de “un carro de muebles y equipaje”. En Luanco el tren de vida y
hasta los pagos eran los mismos que se hacían ordinariamente en otras casas,
sólo cambiaban las cantidades que la marquesa separaba para sí, a fin de
afrontar los gastos cotidianos en la villa gozoniega que, por ejemplo en el
veraneo que estamos glosando, ascendieron a 3.000 reales.
Tener
casa era, ante todo, tener servicio. En los altos del palacio de Avilés se
hacinaba una servidumbre entre la que no podían faltar varios criados, ama de
llaves, dos cocineras, tres doncellas, incluida una especial para las cinco
niñas, una costurera, un cochero, un jardinero y un repertorio variadísimo de
jornaleros y albañiles que trabajaban en el palacio o en los terrenos.
Había que pagar a todos. Sus jornales
cubrían un amplio espectro que iba, por ejemplo, desde los 4 reales diarios del
cochero, 2 de la planchadora o 1 de la costurera. Algunos trabajos se
contrataban a tanto alzado, como los 672 reales que se pagaban a José
Alonso por herrar a las caballerías un año entero; o a tanto la pieza, como los 8 maravedís que se
pagaban a la lavandera por cada prenda lavada.
Pero la casa era mucho más que eso. A
mediados de ese siglo XIX el palacio de Avilés estaba en reparación,
mantenimiento y ampliación constante según planos de Marino Esbrí: mármoles,
hierro colado, carpintería, madera, pintura o rejería, se llevaban una buena
parte del presupuesto, que no descuidaba lujosos detalles como los casi 10.000
reales de papel pintado que aquel año de 1861 encargó el marqués a Madrid. Un
caserón que consumía sin cesar carbón vegetal en el estudio de su “galería
gótica” y al que, por si acaso, se había asegurado contra incendios en la
sociedad “La Unión ”
con una póliza cuya prima importaba 180 reales.
Una persona de posición no sólo era noble
de condición, debía serlo también de apariencia. Sépase que el Marqués era
brigadier de infantería y senador. Por ello, entre sus gastos habituales,
podemos encontrarnos con los 114 reales que se le pagaron al
zapatero José Aguirre, por el calzado que construyó “para las Señoritas” o los
76 reales que la marquesa se gastó en un gabán que mandó hacer a una modista
francesa.
Vivir como un marqués tenía ciertos
compromisos sociales, como la cuota del Liceo, de 10 reales al mes, la
suscripción a “La Época” a 17 o
las periódicas limosnas a los pobres y los socios de San Vicente Paúl o las
gratificaciones a los serenos y alguaciles de la villa que, cada enero, en
antigua costumbre, se repartían unos 80 reales producto de la filantropía de
esta casa.
También había que cuidar de la propia
salud, para lo cual se había establecido trato estable con Gregorio de Zaldúa,
médico que percibía unos 50 reales mensuales por dichas atenciones. Mas el
cuidado del cuerpo cedía ante la importancia de la salud del alma, cosa
encomendada al presbítero Fernando Estrada que, por las misas dichas en la
capilla del palacio, podía ingresar unos 75 reales mensuales.
El 9 de mayo de 1861, el cabeza de la
casa de Ferrera se marchó de este mundo. Para que no fuese el más rico del
cementerio, su pariente, el marqués de Camposagrado, sacó de
los bolsillos del cadáver 1.358 reales. Había acudido a auxiliarlo en su última hora, a poner en orden sus
asuntos y su despacho, en el que también encontró, en las
gavetas de su escritorio, 94.000 reales más.
Seguramente era fácil, pero sin duda no
era barato vivir como un marqués. Aunque más caro resultaba morir siendo
marqués. Al de Ferrera lo acompañaron sus últimas voluntades, por las que se
entregó 2.000 reales a cada uno de los criados de confianza y 10.000 más al
hospital de la villa, cantidad que superaron ampliamente sus deudos en los
funerales con que lo recordaron en Avilés y Oviedo.
Todas estas cosas estaban al fondo de
aquel borroso zaguán de la infancia. Números que son testigos de una vida y de
una casa que, durante siglos, mandó en los destinos de Avilés.
Publicado en La Nueva España, 5-VIII-2012