DE LAS GLORIAS DEPORTIVAS

Una postal de Salinas se asoma a una alienación del Madrid de 1909 con Bernardo Meléndez, Manolo Prats, José Ángel Berraondo, Federico Revuelto y Román (en pie). Perico Parages, Julián Ruete, Neira, Lafora y Buylla (sentados).
Montaje: Miguel De la Madrid.

El fútbol entró en España lo mismo que salía el mineral: por los puertos. Allí donde hubo intereses británicos, tarde o temprano algún marinero acabó bajando un balón del barco para darle patadas ante el asombro de los nativos. En los lugares donde no había puerto, por ejemplo en Madrid, fueron los estudiantes quienes se encargaron de traer las nuevas costumbres que se jugaban en las tierras de Albión. Y en Avilés, como tenemos ambas cosas, de ambas formas llegó hasta nosotros el fútbol. Por el puerto y por los libros.
Barcos y libros se juntaban en Salinas, un lugar que casi tocaba puerto y donde la Universidad de Oviedo decidió instalar una colonia de verano que daba vacaciones a los niños más necesitados del interior. Mejoraba sus cuerpos enclenques e introducía alimento espiritual a sus mentes. Con eso, algún hotelito que otro y el apoyo de la Real Compañía Asturiana de Minas, se montó una playa para el veraneo elegante. Un arenal que fue, ante todo, la playa de la Universidad de Oviedo. Y el principio del turismo de costa por estos lares. Ahora que hemos descrito el escenario, demos un rodeo.
En sus inicios, la expansión geográfica de la práctica fútbol coincidió, más o menos, con el Desastre español de 1898. El pesimismo nacional. Había que regenerar el viejo cuerpo de España gangrenado por añosas costumbres y la mala política. No mucho tiempo antes, en 1876, se había creado la Institución Libre de Enseñanza. La ILE.  El laboratorio pedagógico más avanzado del momento. Una forma independiente de iniciar esa regeneración de la patria, que debía de ser por igual ética, moral y física. Los discípulos de Giner de los Ríos le declararon la guerra a los exámenes memorísticos, a la vez que elevaron a primera línea del beneficio pedagógico el excursionismo, la geografía, el contacto con la naturaleza, los viajes, la montaña, la playa, la “escandalosa” educación mixta y, como recurso unido a la enseñanza, el deporte.
Como la admiración por lo británico de los institucionistas era una de sus divisas, para ellos llegar al fútbol fue algo natural. Bartolomé Cossío, continuador de Francisco Giner al frente de la ILE, alardeaba de haber traído a Madrid el primer balón de fútbol con el que se jugó por esas tierras. Un balón inglés, por supuesto. Fuera o no de esta forma, lo cierto es que, desde 1897, se empezaron a fundar en Madrid los primeros equipos de fútbol con aquellos fogosos jóvenes que daban puntapiés por los eriales de Moncloa y Puerta de Hierro.
Muchos de esos primeros jugadores pertenecían a la Institución Libre de Enseñanza y fueron sabia nutricia, durante años, del Madrid Football Club, fundado en 1902 por Juan Padrós quien, como su hermano Carlos, segundo presidente del club, era un catalán instalado en Madrid al amparo del negocio de venta de telas de sus padres. Aquel equipo creció y llegó a llamarse Real Madrid cuando Alfonso XIII le cedió corona y honores en 1920.
Estamos llegando a Salinas. En nuestras arenas la unión de lo comercial y lo intelectual bajó la pelota al piso y la extensión del fútbol fue casi lo mismo que la Extensión Universitaria. El más brillante grupo de profesores conocido por la Universidad de Oviedo en toda su historia. Republicanos, krausistas, institucionistas y anglófilos, pusieron en pie los más modernos métodos de renovación pedagógica. Eran los Adolfo Posada, Adolfo Álvarez-Buylla o Aniceto Sela, entre otros. Lo hicieron a la vez que calzaban sandalias en los veranos de Salinas, haciendo turismo y pastoreando a los guajes de las colonias infantiles. El Grupo de Oviedo, en unión de algunos veraneantes madrileños afines a sus ideas y su profesión. Y Leopoldo Alas, “Clarín”, por allí, siguiendo la jugada.
Estaban a la última. Con gran brillantez supieron hacer suyos los métodos pedagógicos aplicándolos cada vez que les fue posible. El deporte era algo más que ejercicio. Mucho más. Un resorte para compararse a los más avanzados, para sacar a la patria del marasmo. Benito Álvarez Buylla cantó las excelencias del fútbol en su vertiente moderna, pedagógica y de utilidad regeneracionista, lo dejó escrito “por el alcance pedagógico y de mejoramiento de la raza que tienen esos juegos de una de las naciones más adelantadas y más fuertes del mundo”.
La conexión madrileña funcionó y el Madrid se aprovechó de su cantera de estudiantes venidos de toda España, por ejemplo aquellos rapazones ovetenses y veraneantes de Salinas con el pedigrí del apellido Álvarez-Buylla. Tendieron un lazo futbolístico que unió Madrid y Asturias a través de sus pioneros. Dieron patadas en Oviedo, pero sobre todo en Salinas y en Avilés. Formaron, desde 1902, en diversos equipos de la Corte y en el Stadium avilesino y, por el camino, tuvieron tiempo de estudiar en Madrid y jugar en aquel equipo que estaba naciendo en la capital, junto a muchos otros estudiantes de la ILE.
Eran Vicente, Adolfo y Plácido Álvarez-Buylla Lozana, hijos de Adolfo Álvarez-Buylla, catedrático de  Economía Política y Elementos de Hacienda Pública. A los dos primeros, que fueron hombres notables, podemos encontrarlos sin dificultad entre las viejas fichas del Real Madrid. Plácido, diplomático y Ministro de Industria y Comercio con el Frente Popular entre febrero y octubre de 1936, confesaba en una entrevista haber jugado al fútbol alguna vez con el ilustre catedrático Rafael Altamira y haber militado también en el Madrid “un año y medio o dos años, en 1906 y 1907. Pero una escisión en el club, capitaneada por los hermanos Giralt, que eran de los que destacaban en el Madrid, me llevó a abandonarle y formé parte del Español F.C., que se constituyó a base de los que se habían separado del club (...)”.
Eran otros tiempos. El fútbol, otra cosa, que sabía mucho de estudios y elegantes bigotes y poco de profesiones. Y, pese a los muchos kilómetros de distancia, puede verse como Avilés, Salinas y Oviedo participaron, en sus inicios, de las glorias deportivas que campean por España.

                                                                                Publicado en La Nueva España, 6-V-2012.

BLUSA Y LEVITA




Cuando la sidra era noticia e ir al chigre una costumbre social, interclasista y fraterna, que aislaba a sus practicantes del mundo exterior no pocas veces hostil (infografía: Miguel De la Madrid).
  
No ha mucho coincidí en una cena con Herminio Pérez, respetada institución en el comercio avilesino, hombre de vivísima memoria y animada charla que recordaba los viejos tiempos de las sidrerías avilesinas. “Eran un teatro”, decía. Llenas de juerga sana y de los tipos más simpáticos de Avilés.
Su memoria llegaba, más o menos, a los años de Costales, Tataguya, El Pay-Pay, Alvarín, Antipas, Campanal, José de la Lleda… Hoy van quedando pocas sidrerías de verdad. La gente dice entender más de cervezas o de vinos, ya saben, de colores amoratados con ribetes violáceos, aromas a cerezas, frambuesas, moras y vainillas, generosos pasos de boca y finales largos y persistentes.
Aunque todavía quedan algunos locales de tronío y parroquianos de oficio, a las sidrerías de ahora, más que “a dar la lengua”, se va a tocar botones, para escanciados digitales que hasta se pagan, en según qué sitios, con tarifas planas. Pero si viajamos a tiempos aún más lejanos, a los del principio de las ofertas de ocio desde finales del siglo XIX, encontraremos razón a las palabras de Herminio. Tienen mucho de cierto. Y, además, tienen explicación.
Siempre comentamos noticias en esta serie, y hubo un tiempo en que, como puede verse en el anuncio de 1890 que ilustra este artículo, periódicamente la sidra era noticia. Una de tantas ocasiones en las que se abría un tonel y se convertía en suficiente argumento como para anunciarlo en la prensa. Un acontecimiento. Y un buen negocio, claro.
Desde el último tercio del siglo XIX, con la generalización de la industria, a los que iban al tajo casi no les quedaba tiempo más que para eso, para ir y volver. El tiempo libre era muy escaso, el tiempo de ocio aún no se había inventado, el deporte era un recién nacido para señoritos y las preocupaciones culturales no estaban en la lista de prioridades de la legión de analfabetos que se paseaba hasta su lugar de trabajo. Ese era, por lo demás, su único paseo. Y su única distracción era la taberna, que muchas veces estaba en esos trayectos de camino a la faena. Cuánta faena y qué poco tiempo para olvidarla.
En el Chigre se bebía, evidentemente. Se bebía mucho. Un consumo alcohólico que no era extraño para quienes gastaban tanta energía en el trabajo manual. Y se comía para acompañar la bebida. Pero bebida y comida hacían compañía a la compañía, pues allí también se hablaba, y con bastante libertad por cierto. Llegó a ser un lugar esencial en las costumbres populares. Peligroso.
El riesgo estaba en lo último. La taberna era espacio protegido, libre de control de la Autoridad, que vivía sus ocios en elegantes cafés. Del chigre lo mismo salía “un cantarín” que la convocatoria de una huelga. Y eso no se podía permitir. Detrás de las campañas contra el vicio y el alcohol estaban todas las ocasiones en que los poderosos quisieron controlar las costumbres y la vida de los débiles.
Y no sólo los poderosos. Para el naciente socialismo la taberna era el peligro, el enemigo; La Bicha. Decían estos primeros redentores del obrero que el alcoholismo hundía en la miseria a los trabajadores, debilitándolos en su lucha contra el burgués. Por eso en España su lema fue “cerrar tabernas y abrir escuelas”. Claro que, en el fondo de esa intención, también estaba la de acabar con las tabernas por la competencia que suponían para las sociedades instructivo-recreativas populares o las nacientes Casas del Pueblo. Cada uno quería arrimar el ascua a su sardina y encerrar la paja en su propio granero.
Como ven, la taberna se vio asediada por todas partes, pero ella como si nada. Resistió a todo. Avilés tenía en 1902 una taberna por cada doscientos habitantes, y éstos consumían al año aproximadamente 861.000 litros de vino. En todo el concejo se producían unos 195.000 litros de sidra.
Que nadie se asuste. Los números son sólo eso y no expresan casi nada si no se los compara con otros números. Los del Avilés de entonces no son cosa llamativa dentro de la Asturias de la época. El alcohol fue responsable de la desgracia de no pocas vidas de obreros, pero también ayudaba a llevar mejor las penalidades de esas mismas vidas, reforzando, con un aporte energético indispensable, una dieta descompensada y llena de carencias.
Hablar de alcohol en general, más si estamos en Asturias, no es exacto; no es suficiente. La sidra complicaba el panorama. Multiplicaba la tipología de las tabernas. Aquí había, al menos, tres tipos de lugares para el consumo de sidra, tres clases de taberna al fin: el “chigre”, el “llagar” y la sidrería.
Las peculiares maniobras sidreras añadían mayor complicación aún. El escanciado imponía un consumo de pie, compartiendo vaso, más por pobreza que por fraternidad, pero estrechando con ello los lazos de quienes iban a beber. En un llagar se consumía entre toneles, cuya apertura, como hemos visto, era anunciada hasta en la prensa. Se les ponían nombres de actualidad y el consumo era también distinto. La sidra, si era buena, iba directamente “de la pipa a la tripa”.
Y aquí es donde todo deja de estar claro. No se puede decir que los poderosos tuvieran el café y los menestrales la taberna. La sidra, más que líquido, era puente que unía paladares y clases sociales. A la sidra iba todo tipo de gente. Predominaban los modestos, cierto es, pero junto a ellos había mucha clase media (comerciantes, oficinistas, funcionarios) y hasta burgueses, que alternaban el café y la sidrería.
Ir a la sidra era mucho más que ir a beber. Ni se comía sólo por hambre, ni se bebía sólo por sed. Era una costumbre social. Una forma de pasar el rato en la que, como decía el siempre lúcido Villalaín, “andan juntas la blusa y la levita”. Beber sidra era muy diferente a beber vino. A la sidrería se entraba a las siete de la tarde y se salía de madrugada.
Pero, para mantener tan largas jornadas etílicas, la sidra tenía que ayudar. Si merecía la pena, la velada se prolongaba. Si la sidra era mala o floja, la casa estaba más cerca. Los entendidos sabían si la sidra “espalmaba”, si no tenía “salinga” o “turcipié”; ni estaba “atropellada” o “cuallaguada”. Una sidra “noble” y “parlamentaria” daba para mucho tiempo de estancia. Un dicho popular de Avilés decía que, ante una disputa, siempre se apostaba “una merienda o una docena de botellas de sidra”. En una velada normal no se consumían menos de diez botellas que, restando la que se iba a los cubos o al serrín, serían unas seis botellas completas.
Los bebedores de verdad alternaban el vaso con unas tajadas de bacalao rebozado, alguna tortilla de jamón y un tuco cocido con berces. Y, en medio de todo, charla y cantares “pacá” y “pallá”. Así se iban estirando las horas. Volaban, dando paso a una fraternidad que, siendo de origen alcohólico, acababa en el folklore o en la juerga, en la mayoría de los casos bien entendida. Lo mismo se discutía que se tocaba “el” sartén, se bailaba o se cantaban habaneras.
Al final de tantas horas muertas, los parroquianos revivían después de una “pelleyada” de abrigo. Entonces había que “nivelar” con una botellina de sidra dulce y “listo el bote”. Cada uno a buscar su casa. Allí salían la blusa y la levita, cogidas por el hombro haciéndose contrafuerte mutuo, caminaban hacia un horizonte en el que empezaba a despertarse el alba.
Hasta en la ciudad bipolar ha habido siempre ocasiones para el acuerdo.

Publicado en La Nueva España, 19-VIII-2012.

LA VENGANZA DE UN CESANTE


La conocida foto de Luis, que retrataba el ambiente de la inauguración del tranvía eléctrico, pero faltaba el alcalde (infografía: Miguel De la Madrid).


La historia del atentando contra el alcalde José Antonio Guardado Muñiz. Violencia consistorial, persecución y tranvía eléctrico.


            En febrero de 1921 medio Avilés estaba inquieto, expectante. El día 20 era la fecha elegida para la inauguración del tranvía eléctrico, acontecimiento de importancia que marcó buena parte del siglo en la villa. Ríos de tinta han corrido sobre el asunto. Hay quien todavía se divierte identificando en La histórica fotografía de tan señalado evento a personajes de la época, aunque no estaban todos los que eran. De eso quisiera hablar, de los que faltaban, no del tranvía. Otro suceso hizo correr tinta, después de haber hecho correr sangre. Todo sucedió dos noches antes.
            Marcelino Pravia había sido, hasta ese mismo día, cabo de la policía urbana. Ya no. El alcalde, José Antonio Guardado Muñiz, había decidido que pasase a ser “cesante”. La vieja España de los siglos XIX y parte del XX está llena de estas figuras. Se pueden encontrar a decenas en las novelas de Galdós o Baroja. Cada vez que llegaba un nuevo gobierno, fuesen moderados o progresistas, conservadores o liberales, la avalancha se producía. Cada uno colocaba a los suyos y dejaba en el paro a los del adversario. Siempre dos clases de empleados públicos, “cesantes” y “entrantes”. La expresión laboral de las dos españas en sainetesca danza cuyas injustas consecuencias han llegado hasta hoy.
            No era ese el caso de Pravia. De su puesto de cabo lo había cesado el alcalde por el escaso respeto que profesaba a la dedicación exclusiva. Al parecer, compatibilizaba su empleo con otros negocios de almacenamiento, carga y descarga de mercancías, a los que se aplicaba con el uniforme reglamentario. Estaba apercibido, pero se cruzó con el alcalde, en plena faena, haciendo de mozo de cuerda en la estación de tren. Mala suerte.
            Sobre esa suerte llevaba maldiciendo Marcelino Pravia toda la tarde. Por la noche en el pueblo se sabía que buscaba al alcalde, que quería citarlo para reñir y no de bueno a bueno. La noticia corría por las calles y rebotaba en los soportales de Avilés. Incluso llegaron a advertir del asunto al señor Guardado al principio de la noche. En ningún momento se sintió amenazado por lo que consideró bravuconadas sin mayor alcance. No les dio importancia y se fue con su familia al teatro.
            Eran las nueve de la noche. Invierno. Muy poca luz en la calle. Ninguna persona. El alcalde volvía a su casa después de terminada la función en el teatro Iris. Iba acompañado de su mujer, su hijo y dos sobrinos. Al llegar a la altura del número cuatro de calle General Lucuce (hoy San Francisco) Marcelino salió a cortarle el paso. Uniformado y amenazante. Estaba fuera de sí y empezó a pedir explicaciones sobre su cese. Los ademanes cogían cada vez más altura, los decibelios también. El alcalde intentó calmarlo prometiéndole que lo recibiría al día siguiente en su despacho municipal. La calle no era el lugar, la hora no era la buena, la presencia de su familia no era lo más apropiado. A Pravia no le sirvió el arreglo.
Se vio entonces que iba armado. A mano una pistola 7,65 sistema belga. Muy probablemente la Browning 1900 que producía la Fabrique Nationale d’Armes de Guerre de Herstal. Esa pistola, además de fiable, era un arma muy utilizada por las policías europeas, que jubilaron con ella a los viejos revólveres. Tenía siete cartuchos. Siete posibilidades de hacer un blanco fácil. Necesitó cinco para demostrar que no era buen tirador. A quemarropa soltó tres disparos que iluminaron la oscuridad como tres centellas. El alcalde logró esquivar los dos primeros, pero el tercero le alcanzó. La bala fue a alojarse en el maxilar inferior izquierdo, la parte más dura del rostro. Unos milímetros de fortuna salvaron la vida del señor Guardado.
Alboroto, gritos, confusión. Un herido que, por su propio pie, llegó a la farmacia de Rodríguez de la Flor, donde le fueron practicados los primeros auxilios, mientras Marcelino Pravia se daba a la fuga. Corrió a través del Parche y Rivero. Quienes lo vieron en ese trance y de uniforme pensaron que se trataba de un perseguidor y no de un perseguido. La noche se lo tragó.
Hasta casi dos meses después no salió de nuevo a la luz. El mismo tiempo que tardó en curar la herida del alcalde. Fue localizado muy lejos, a las puertas de Galicia. Le echaron el guante dos guardias civiles del puesto de La Caridad cuando aún se ocultaba vagando por los montes de Boal. Vivía como una fiera acosada. Prófugo, sin rumbo, vagando como un perro perdido en espera de que escampara la tormenta que sobre sus hombros transportaba. La Benemérita lo trasladó en coche hasta Pravia y, desde allí, a pie hasta Avilés en varias etapas.
Conforme pasaba por los pueblos cercanos las noticias iban llegando a Avilés. Cuando entró en la villa, bajando por la Carreterina Nueva, una muchedumbre salió a ver el desfile del detenido por la población. Era un personaje para la gente sencilla,  preocupada y hasta entendida en sucesos. La calle se vio festoneada por los vecinos que, en apretada comitiva, miraban, comentaban, saludaban y hasta se atrevían a dirigirse a Pravia y su escolta. Minutos de gloria. Menuda gloria.
Él vestía traje claro y boina. Quienes conocían al excabo lo encontraron desfigurado, bigote afeitado y barba crecida por el abandono. Iba, a la vez, emocionado y asustado. Era tanta la gente que se agolpaba para verlo que, al llegar a la actual calle de La Cámara, los guardias hubieron de cambiar el rumbo y cortar por San Bernardo para ganar la cárcel. Seguía siendo una cárcel mezquina, sórdida y pequeña. Allí se apagaron las noticias del guardia durante un tiempo.
Meses después, en el juicio, la sentencia no reconoció en el cabo la intención de asesinar al alcalde, sino sólo la evidencia de haber abierto fuego contra él. Operó como atenuante el hecho de estar sobreexcitado por la noticia de su cesantía. Se reconoció también un estado de embriaguez, no frecuente en el agresor. Total: tres años y un día de prisión mayor, 250 pesetas de multa y 500 de indemnización, pagadas en su mitad por la prisión preventiva.
Al conocer la sentencia el alcalde, muy decepcionado, presentó una dimisión irrevocable que la Corporación no aceptó, reiterándole su apoyo y la condena del atentado que había sufrido, además de asumir el ayuntamiento los gastos de la acusación particular por él mantenida. Quedaban pocos meses para la renovación del ayuntamiento, en abril de 1922, y hasta ese momento esperó el primer edil en su puesto.
            Hoy se recuerda la inauguración del tranvía eléctrico por la histórica foto de Luis con los nuevos vehículos frente al ayuntamiento. Cuatro coches engalanados, banquetes, el sonar de tapones a presión y el correr de fresco champán, banda de música, orquesta de Camuesco, gobernadores civil y militar, bendición por el cura de San Nicolás, los ripios de Marcos del Torniello, Stadium Club avilesino y Club Deportivo de Oviedo (dos goals a uno), función de gala en el Iris, invitados de gran relieve…Y todo Avilés alrededor.
Pero faltaba el convaleciente José Antonio Guardado Muñiz, aquel alcalde que perdió el tranvía. 

                                                                              Publicado en La Nueva España, 24-VI-2012.