LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ASTURIAS


 Famosa tarjeta postal con la entrada a la Provincia de Oviedo por Pajares, completa con una infografía de Miguel De la Madrid.


El primer intento para que la Provincia de Oviedo, la de los documentos, pasase a ser Asturias, la de los corazones.

Jamás ha existido una comunidad humana si no hay nombre que la llame. Asturias, el nombre, nació a la escritura al menos en el siglo VIII. Se supone que a las mentes y a los corazones ya había nacido antes. Por eso las cosas que se cuentan en este artículo vienen de lejos.
Acerquémonos un poco. Hasta 1833. Por entonces una reforma administrativa cambió los lindes y hasta los nombres de los territorios de España. La respaldó un Real Decreto de 30 de noviembre, firmado por el ministro de Fomento, Javier de Burgos. Se trataba de romper con el Antiguo Régimen, con sus servidumbres y ataduras a través de una nueva estructura territorial, geográfica y política. Con él nacieron la provincia y su órgano electivo: la Diputación. Ambas han desaparecido ya a este lado del Pajares, pero entonces tuvieron una gran importancia. Asturias no se llamó de esta vieja manera, sino Provincia de Oviedo. Los papeles pudieron sobre los sentimientos.
Hasta aquellos momentos España era un Estado débil en su idea y en sus mecanismos administrativos. Después de las provincias, el centralismo y la uniformidad cultural ganaron enteros, aunque en realidad la mayor fortaleza fue de las mismas provincias y no del Estado. España era una suma de estructuras locales con unas diputaciones en las que se jugaban las influencias de los señores del territorio, maduradas en interminables tardes de casino. Solares de caciques. Poblachones con guarnición militar, escuela, hospital, hospicio, funcionarios y, en el mejor de los casos, terminal de ferrocarril, que organizaban la vida comercial del territorio. La capital lo era casi todo.
Siendo Oviedo indiscutida capital, todos sabían, y sentían, que el resto del territorio no se podía representar solamente con ese nombre. Que no era suficiente con las líneas rojas de los atlas, las que se chapuzaban en el mar o ascendían a los montes de planas cartografías. Que desde el Eo al Deva y desde el Cabo Peñas a los Picos de Europa había mucha tierra, mucha mar y mucha gente que caía a las afueras de Oviedo. Aunque así pasaron casi cien años.
No parecía la dictadura de Primo de Rivera el momento más propicio para dar pábulo a las ambiciones regionalistas. Había nacido, entre otras cosas, para aplacar las ansias de los ya muy influyentes nacionalismos periféricos, especialmente el catalán. Pero fue muy poco antes de la llegada del General cuando el regionalismo se despertó en Asturias.
Este movimiento había aflorado con fuerza en toda España tras la Primera Guerra Mundial. Desde posturas conservadoras, en nuestra región se intentaron algunos experimentos como la Liga Pro Asturias de Nicanor de las Alas Pumariño o la Junta Regionalista de su competidor Juan Vázquez Mella, capaz de agrupar sectores ultraconservadores e incluso carlistas. En 1918 se publicaba la “Doctrina asturianista”. Dos años después, la creación del Centro de Estudios Asturianos tuvo gran repercusión con su labor de investigación sobre temas de la tierra. Eran buenos momentos para la causa regional. Ese sentimiento fue hábilmente utilizado por el aparato de la dictadura de Primo de Rivera, refugiada tras el nacionalismo carbonero. El carbón era nación.
Todos estos elementos nos llevan al Avilés de los años veinte. Allí el poderío de José Manuel Pedregal y el Reformismo se tradujo en un acercamiento al regionalismo. Desde el 5 de enero de 1919 el viejo Centro Instructivo Republicano Reformista, quedaba sustituido por un Centro Democrático Regionalista, “siempre dentro de la unidad de la Patria”. Los gestos eran importantes; las palabras más aún, y el ayuntamiento de Avilés decidió realizar un gesto que tenía mucho que ver con las palabras y con lo que ellas nombraban: adoptó un acuerdo para pedir que fuese sustituida la denominación “provincia de Oviedo”, por la de “provincia de Asturias”. Era abril de 1926.
Fue una iniciativa de gran repercusión. Se fundó en “razones históricas, de tradición y de propiedad de nombre, por expresar la palabra ‘Asturias’ sin equívocos ni restricciones de ningún género, la totalidad geográfica de la provincia, y ser aquel el nombre con que ésta es conocida en España y fuera de ella”. Se elaboró un documento y fue enviado a todos los ayuntamientos de Asturias para que pudiesen apoyar la propuesta dirigiéndose a la Diputación.
Los localismos y la opinión publicada se movilizaron de inmediato. El diario “Región”, como periódico de Oviedo, no podía manifestarse abiertamente a favor de que el nombre de su ciudad desapareciese de la más alta nominación de la región. Pero, como periódico asturiano, no podía oponerse frontalmente a que el nombre común de su tierra pasase a ser el nombre propio aceptado por todos. Que fuese Avilés la ciudad encargada de hacer la propuesta era lo que más dolía. Aquí basó el periódico ovetense una campaña de casi una decena de editoriales. Estaban de acuerdo con la propuesta, pero en desacuerdo con el proponente. Atizó una polémica localista con la excusa de una polémica regional.
En ese momento el asunto era ya de interés general y lo trataban todos los periódicos de Oviedo, Gijón y Avilés. Además, numerosos ayuntamientos habían respondido afirmativamente al llamamiento del avilesino: Aller, Amieva, Boal, Cabranes, Candamo, Castrillón, Castropol, Colunga, Corvera, Degaña, El Franco, Gijón, Gozón, Illano, Illas, Langreo, Luarca, Llanes, Muros de Nalón, Nava, Noreña, Peñamellera Alta, Siero y Villaviciosa. Es decir, sólo los que habían respondido directamente suponían casi la mitad de la población asturiana.
A ellos se sumó, y cursó petición formal, el Centro Asturiano de Madrid, con el simbólico peso de la diáspora, siempre dispuesta a estar en Asturias “en todas las ocasiones”. El pleno de la Diputación acordó pedir al gobierno el cambio de nombre en acuerdo tomado el 24 de junio de 1926.
Parece un asunto sin importancia, sobre todo teniendo en cuenta que la Provincia de Oviedo sobrevivió a este movimiento muchos años más, hasta que acabó entregando sus municipios y territorios a la comunidad autónoma que, con el nombre de Principado de Asturias, nacía con su Estatuto de Autonomía en 1981. Parecía, digo, un asunto de poca importancia en 1926, pero tenía mucha. La tuvo para Asturias y la tuvo para Avilés, que se situó a la vanguardia de causas que parecieron de la mayor trascendencia en toda la provincia.
En nuestro presente tan crítico Asturias divisa un futuro incierto. Es cuestión económica, pero también de identidad. Con la economía se van por el sumidero parte de los rasgos propios del pasado. Desaparecen con la retirada de viejas actividades productivas; la minería, por ejemplo.
Dentro de ese escenario se mueve Avilés, ciudad que perdió un día su identidad y encontró otra en una nueva actividad económica, que después perdió también. Una villa que lleva décadas alejada de los centros de decisión, aunque en ellos se decidan sus destinos. No viene mal, por tanto, recordar algún momento, como éste de 1926, en que Avilés marcó el paso a las iniciativas de la sociedad y de la identidad asturianas.
Hoy, más que nunca, sigue siendo importante seguir llamándose Asturias.
                                                                                   
                                                                           Publicado en La Nueva España, 1-VII-2012.

SE MONTÓ LA BARRACA EN EL PARCHE


Hace ochenta años que Avilés fue estación en el recorrido de unos cómicos de la legua dirigidos por Federico García Lorca (infografía Miguel De la Madrid).

Cuando llegaron al Parche daba la impresión de que aquellos dos camiones habían tragado mucha carretera. Eso se veía enseguida porque, entonces, ni los camiones ni las carreteras eran como las de ahora. Lija polvorienta que dejaba su huella en chapa, gomas y espaldas de los tripulantes. Venían de Grado, pero, por su aspecto, podían haber llegado de las fuentes de Nilo. Parecía un Safari. Y en cierto modo lo era; un safari cultural en busca de tierras abandonadas por la cultura: La Barraca, de Federico García Lorca.
Sus tripulantes eran cómicos en el más sincero y viejo sentido de la palabra. En todo lo demás eran muy jóvenes. Estudiantes universitarios, con ganas de comerse el mundo y algo más, pues se dedicaban a una empresa mayor: querían cambiar aquel mismo mundo, con el vigor, el idealismo y la ingenuidad propia de los pocos años.
            Su juventud era también la de la Segunda República. Cuando llegó, Lorca era ya un intelectual bien considerado en sus facetas de poeta y dramaturgo. Tenía una idea. Quería montar un teatro ambulante, portátil, de corto empeño en cuanto a transporte y montaje y, sin embargo, de largo alcance en cuanto a sus fines más profundos. Se trataba de recrear la farándula y, con ella, elevar las cualidades estéticas del teatro español. Darle nuevo vigor, a base de una transfusión de sangre joven.
            Para hacerlo había que viajar. Llegar a pueblos y villas y mostrar aquello que hacía siglos que se había sido escrito, a gentes que jamás lo habían podido conocer. El teatro del Siglo de Oro para los campesinos. Cierto que la idea estaba pensada para lugares más pequeños y más remotos que Avilés, aunque se montó también en Oviedo, pero no en Gijón, ante el disgusto de los más enterados. En fin, que nuestra villa estaba en el camino. El de los camiones y el de la vieja tradición de la Institución Libre de Enseñanza.
Era un proyecto de educar al pueblo, pero también de política nacional. Aquí sus intenciones se unían a las de las Misiones Pedagógicas del gobierno republicano. Tras los propósitos de La Barraca, como los del Coro y el Teatro del Pueblo de Alejandro Casona, había mucho más que teatro.
La piel de toro, como casi siempre, estaba metida aquellos primeros años republicanos en un problema de identidad nacional. Hacía más de tres décadas que, dentro de la misma España, había muchas españas. Algunas por diferencias sociales o económicas y otras por diferencias ideológicas y culturales. Fuertes poderes centrífugos, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, cuestionaban ya la idea de España. La República tenía su propio plan para combatirlos. Se trataba de cimentar la unidad política en la unidad cultural. Una estrategia parecida a la que ya había usado el nacionalismo catalán, para quien la idea de la cultura como medio de hacer patria venía prestando buenos servicios hacía tiempo.
Se pensaba que en España el progreso había creado una fractura insalvable entre el campo y las ciudades. El país estaba metido en una crisis de la que sólo se saldría uniéndolo, estimulando un sentimiento patriótico común. Fue un debate muy vivo, con aristas cortantes. Entonces como ahora, las dificultades sacaban a la calle la controversia entre los que concebían una España más europea, como resorte de modernización, y los que querían que fuese más hispana que nunca.
Se buscó una salida que diese contento a ambas posturas. Una idea de España cimentada en torno a una vieja, pero fuerte, Castilla, capaz de unir a una nación muy regionalizada. Les pareció que, para ello, habría que usar instrumentos nuevos, como la cultura, con los que desalojar a otros viejos, como la religión, sin duda fuerte argamasa hasta entonces del viejo edificio patrio.
Era su propósito. Extendieron esa visión nacional, basada en el cine, el teatro o la literatura. Cultura española para cohesionar un país recorrido por Misiones Pedagógicas que podrían llevar al fin un discurso común, el del orgullo de pertenecer a esa cultura que se enseñaba en la escuela, para combatir a brazo partido el 32% del analfabetismo que campaba en la sociedad. Explicar a los habitantes de aldeas remotas que la historia de España era la historia de todos y de cada uno de ellos. Y hacerlo con el verso del Siglo de Oro, que los campesinos, acostumbrados a romances y aleluyas de ciego, entendían mejor que el teatro de su tiempo.
Poco más o menos así fue el programa de los gobiernos del Bienio Reformador, con estrategias parecidas a las que tenían los muy prestigiosos y primeros veraneantes de Salinas. Las ideas de la Institución Libre de Enseñanza habían llegado al poder. Aquel viejo proyecto de regeneración a través de la educación de una España en tantos años atrasada. Y allí estaba el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, con un cualificado representante de la Institución, Fernando de los Ríos, para darle a su amigo Federico García Lorca la subvención de 100.000 pesetas con las que engrasó los ejes de La Barraca, desde febrero de 1932.
Y con ese dinero se compraron los camiones en los que llegaron hasta Avilés aquellos muchachos que se anunciaron hace, justamente hoy, ochenta años. Llevaban consigo un proyecto que, como el logotipo diseñado por su director artístico Benjamín Palencia, aspiraba a triturar kilómetros con la rueda y triturar ignorancias con las cambiantes máscaras del viejo arte teatral.
El Parche se llenó de aquella tropa de operarios-artistas con sus monos de obrero de la cultura. Un trasiego sin fin, una actividad frenética de mover tablas, de subir y bajar forillos, focos y telas pintadas hasta que el corazón de Avilés pareciera un teatro, con el apoyo de la Biblioteca Popular Circulante y de varios avilesinos amantes de la Cultura.
Esa plaza siempre ha sido el mejor foro de la villa. Allí habían tenido lugar las puestas en escena de los acontecimientos políticos y sociales. Se había dado la bienvenida al progreso, vítores al poder y lágrimas a las desgracias. Pero también era, desde siempre, el lugar de las representaciones festivas, teatrales y hasta taurinas. Varias décadas antes de la llegada de La Barraca, esa misma plaza ya acogía cinematógrafo público, con una pantalla sujeta a los balcones de las consistoriales. Todo está inventado.
La noche del día 3 de septiembre de 1932, con actores bañados por reflectores eléctricos y un numeroso público sentado en las sillas colocadas por la Asociación Avilesina de Caridad, empezó la función. El mundo reconstruido en un escenario de 6 x 8. Fue por el libro de estilo que los barraqueros reservaban para públicos populares: los entremeses de Cervantes La cueva de Salamanca y La guarda cuidadosa, además de Los habladores.
Y ahí estuvo el problema. Frente al ayuntamiento de Avilés no hubo ese día una guarda muy cuidadosa y, además de los habladores que se subieron a las tablas, hubo muchos otros que se sentaron en la plaza a contemplaros. Y hablaron mucho. Y alborotaron más. Y acabaron trepando a las sillas para ver mejor, sin importarles que los que tenían detrás nada veían. Son cosas de la farándula. Una recreación perfecta. Absolutamente farandulera hasta en la reacción del público incontrolado. Ya les digo que aquello era un buen foro y, como sucede en este tipo de lugares, cuando alguien se reúne para exponer cualquier asunto, el auditorio puede intervenir en la discusión.
Y se montó. La Barraca de los estudiantes-actores y la barraca de los alborotadores que deslucieron un acto histórico. Claro que, entonces, ni unos ni otros sabían que estaban pasando, al menos, a la pequeña historia de Avilés.

Publicado en La Nueva España, 3-IX-2012.