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El primer intento para que la Provincia de Oviedo, la
de los documentos, pasase a ser Asturias, la de los corazones.
Jamás ha existido una comunidad humana si no hay nombre que
la llame. Asturias, el nombre, nació a la escritura al menos en el siglo VIII.
Se supone que a las mentes y a los corazones ya había nacido antes. Por eso las
cosas que se cuentan en este artículo vienen de lejos.
Acerquémonos un poco. Hasta 1833. Por entonces una reforma
administrativa cambió los lindes y hasta los nombres de los territorios de
España. La respaldó un Real Decreto de 30 de noviembre, firmado por el ministro
de Fomento, Javier de Burgos. Se trataba de romper con el Antiguo Régimen, con
sus servidumbres y ataduras a través de una nueva estructura territorial,
geográfica y política. Con él nacieron la provincia y su órgano electivo: la Diputación. Ambas
han desaparecido ya a este lado del Pajares, pero entonces tuvieron una gran
importancia. Asturias no se llamó de esta vieja manera, sino Provincia de
Oviedo. Los papeles pudieron sobre los sentimientos.
Hasta aquellos momentos España era un Estado débil en su
idea y en sus mecanismos administrativos. Después de las provincias, el
centralismo y la uniformidad cultural ganaron enteros, aunque en realidad la mayor
fortaleza fue de las mismas provincias y no del Estado. España era una suma de
estructuras locales con unas diputaciones en las que se jugaban las influencias
de los señores del territorio, maduradas en interminables tardes de casino. Solares
de caciques. Poblachones con guarnición militar, escuela, hospital, hospicio,
funcionarios y, en el mejor de los casos, terminal de ferrocarril, que
organizaban la vida comercial del territorio. La capital lo era casi todo.
Siendo Oviedo indiscutida capital, todos sabían, y sentían,
que el resto del territorio no se podía representar solamente con ese nombre.
Que no era suficiente con las líneas rojas de los atlas, las que se chapuzaban
en el mar o ascendían a los montes de planas cartografías. Que desde el Eo al
Deva y desde el Cabo Peñas a los Picos de Europa había mucha tierra, mucha mar
y mucha gente que caía a las afueras de Oviedo. Aunque así pasaron casi cien
años.
No parecía la dictadura de Primo de Rivera el momento más
propicio para dar pábulo a las ambiciones regionalistas. Había nacido, entre
otras cosas, para aplacar las ansias de los ya muy influyentes nacionalismos
periféricos, especialmente el catalán. Pero fue muy poco antes de la llegada
del General cuando el regionalismo se despertó en Asturias.
Este movimiento había aflorado con fuerza en toda España
tras la Primera Guerra
Mundial. Desde posturas conservadoras, en nuestra región se intentaron algunos
experimentos como la Liga Pro Asturias
de Nicanor de las Alas Pumariño o la Junta Regionalista
de su competidor Juan Vázquez Mella, capaz de agrupar sectores ultraconservadores
e incluso carlistas. En 1918 se publicaba la “Doctrina asturianista”. Dos años
después, la creación del Centro de Estudios Asturianos tuvo gran repercusión con
su labor de investigación sobre temas de la tierra. Eran buenos momentos para
la causa regional. Ese sentimiento fue hábilmente utilizado por el aparato de
la dictadura de Primo de Rivera, refugiada tras el nacionalismo carbonero. El
carbón era nación.
Todos estos elementos nos llevan al Avilés de los años
veinte. Allí el poderío de José Manuel Pedregal y el Reformismo se tradujo en
un acercamiento al regionalismo. Desde el 5 de enero de 1919 el viejo Centro
Instructivo Republicano Reformista, quedaba sustituido por un Centro
Democrático Regionalista, “siempre dentro de la unidad de la Patria ”. Los gestos eran
importantes; las palabras más aún, y el ayuntamiento de Avilés decidió realizar
un gesto que tenía mucho que ver con las palabras y con lo que ellas nombraban:
adoptó un acuerdo para pedir que fuese sustituida la denominación “provincia de
Oviedo”, por la de “provincia de Asturias”. Era abril de 1926.
Fue una iniciativa de gran repercusión. Se fundó en “razones
históricas, de tradición y de propiedad de nombre, por expresar la palabra
‘Asturias’ sin equívocos ni restricciones de ningún género, la totalidad
geográfica de la provincia, y ser aquel el nombre con que ésta es conocida en
España y fuera de ella”. Se elaboró un documento y fue enviado a todos los
ayuntamientos de Asturias para que pudiesen apoyar la propuesta dirigiéndose a la Diputación.
Los localismos y la opinión publicada se movilizaron de
inmediato. El diario “Región”, como periódico de Oviedo, no podía manifestarse
abiertamente a favor de que el nombre de su ciudad desapareciese de la más alta
nominación de la región. Pero, como periódico asturiano, no podía oponerse
frontalmente a que el nombre común de su tierra pasase a ser el nombre propio
aceptado por todos. Que fuese Avilés la ciudad encargada de hacer la propuesta
era lo que más dolía. Aquí basó el periódico ovetense una campaña de casi una
decena de editoriales. Estaban de acuerdo con la propuesta, pero en desacuerdo
con el proponente. Atizó una polémica localista con la excusa de una polémica
regional.
En ese momento el asunto era ya de interés general y lo
trataban todos los periódicos de Oviedo, Gijón y Avilés. Además, numerosos
ayuntamientos habían respondido afirmativamente al llamamiento del avilesino:
Aller, Amieva, Boal, Cabranes, Candamo, Castrillón, Castropol, Colunga,
Corvera, Degaña, El Franco, Gijón, Gozón, Illano, Illas, Langreo, Luarca,
Llanes, Muros de Nalón, Nava, Noreña, Peñamellera Alta, Siero y Villaviciosa.
Es decir, sólo los que habían respondido directamente suponían casi la mitad de
la población asturiana.
A ellos se sumó, y cursó petición formal, el Centro Asturiano
de Madrid, con el simbólico peso de la diáspora, siempre dispuesta a estar en
Asturias “en todas las ocasiones”. El pleno de la Diputación acordó pedir
al gobierno el cambio de nombre en acuerdo tomado el 24 de junio de 1926.
Parece un asunto sin importancia, sobre todo teniendo en
cuenta que la Provincia
de Oviedo sobrevivió a este movimiento muchos años más, hasta que acabó
entregando sus municipios y territorios a la comunidad autónoma que, con el
nombre de Principado de Asturias, nacía con su Estatuto de Autonomía en 1981.
Parecía, digo, un asunto de poca importancia en 1926, pero tenía mucha. La tuvo
para Asturias y la tuvo para Avilés, que se situó a la vanguardia de causas que
parecieron de la mayor trascendencia en toda la provincia.
En nuestro presente tan crítico Asturias divisa un futuro
incierto. Es cuestión económica, pero también de identidad. Con la economía se
van por el sumidero parte de los rasgos propios del pasado. Desaparecen con la
retirada de viejas actividades productivas; la minería, por ejemplo.
Dentro de ese escenario se mueve Avilés, ciudad que perdió
un día su identidad y encontró otra en una nueva actividad económica, que después
perdió también. Una villa que lleva décadas alejada de los centros de decisión,
aunque en ellos se decidan sus destinos. No viene mal, por tanto, recordar
algún momento, como éste de 1926, en que Avilés marcó el paso a las iniciativas
de la sociedad y de la identidad asturianas.
Hoy, más que nunca, sigue siendo importante seguir
llamándose Asturias.
Publicado en La Nueva España, 1-VII-2012.