La conocida foto de Luis, que retrataba el ambiente
de la inauguración del tranvía eléctrico, pero faltaba el alcalde (infografía:
Miguel De la Madrid ).
La historia del atentando contra el alcalde José Antonio Guardado
Muñiz. Violencia consistorial, persecución y tranvía eléctrico.
En
febrero de 1921 medio Avilés estaba inquieto, expectante. El día 20 era la
fecha elegida para la inauguración del tranvía eléctrico, acontecimiento de
importancia que marcó buena parte del siglo en la villa. Ríos de tinta han
corrido sobre el asunto. Hay quien todavía se divierte identificando en La
histórica fotografía de tan señalado evento a personajes de la época, aunque no
estaban todos los que eran. De eso quisiera hablar, de los que faltaban, no del
tranvía. Otro suceso hizo correr tinta, después de haber hecho correr sangre.
Todo sucedió dos noches antes.
Marcelino
Pravia había sido, hasta ese mismo día, cabo de la policía urbana. Ya no. El
alcalde, José Antonio Guardado Muñiz, había decidido que pasase a ser
“cesante”. La vieja España de los siglos XIX y parte del XX está llena de estas
figuras. Se pueden encontrar a decenas en las novelas de Galdós o Baroja. Cada
vez que llegaba un nuevo gobierno, fuesen moderados o progresistas,
conservadores o liberales, la avalancha se producía. Cada uno colocaba a los
suyos y dejaba en el paro a los del adversario. Siempre dos clases de empleados
públicos, “cesantes” y “entrantes”. La expresión laboral de las dos españas en
sainetesca danza cuyas injustas consecuencias han llegado hasta hoy.
No
era ese el caso de Pravia. De su puesto de cabo lo había cesado el alcalde por
el escaso respeto que profesaba a la dedicación exclusiva. Al parecer, compatibilizaba
su empleo con otros negocios de almacenamiento, carga y descarga de mercancías,
a los que se aplicaba con el uniforme reglamentario. Estaba apercibido, pero se
cruzó con el alcalde, en plena faena, haciendo de mozo de cuerda en la estación
de tren. Mala suerte.
Sobre
esa suerte llevaba maldiciendo Marcelino Pravia toda la tarde. Por la noche en
el pueblo se sabía que buscaba al alcalde, que quería citarlo para reñir y no
de bueno a bueno. La noticia corría por las calles y rebotaba en los soportales
de Avilés. Incluso llegaron a advertir del asunto al señor Guardado al
principio de la noche. En ningún momento se sintió amenazado por lo que
consideró bravuconadas sin mayor alcance. No les dio importancia y se fue con
su familia al teatro.
Eran
las nueve de la noche. Invierno. Muy poca luz en la calle. Ninguna persona. El
alcalde volvía a su casa después de terminada la función en el teatro Iris. Iba
acompañado de su mujer, su hijo y dos sobrinos. Al llegar a la altura del
número cuatro de calle General Lucuce (hoy San Francisco) Marcelino salió a
cortarle el paso. Uniformado y amenazante. Estaba fuera de sí y empezó a pedir
explicaciones sobre su cese. Los ademanes cogían cada vez más altura, los
decibelios también. El alcalde intentó calmarlo prometiéndole que lo recibiría
al día siguiente en su despacho municipal. La calle no era el lugar, la hora no
era la buena, la presencia de su familia no era lo más apropiado. A Pravia no
le sirvió el arreglo.
Se vio
entonces que iba armado. A mano una pistola 7,65 sistema belga. Muy
probablemente la Browning 1900 que producía la Fabrique Nationale d’Armes de Guerre de Herstal. Esa pistola, además de fiable, era
un arma muy utilizada por las policías europeas, que jubilaron con ella a los
viejos revólveres. Tenía siete cartuchos. Siete posibilidades de hacer un
blanco fácil. Necesitó cinco para demostrar que no era buen tirador. A
quemarropa soltó tres disparos que iluminaron la oscuridad como tres centellas.
El alcalde logró esquivar los dos primeros, pero el tercero le alcanzó. La bala
fue a alojarse en el maxilar inferior izquierdo, la parte más dura del rostro.
Unos milímetros de fortuna salvaron la vida del señor Guardado.
Alboroto, gritos,
confusión. Un herido que, por su propio pie, llegó a la farmacia de Rodríguez
de la Flor ,
donde le fueron practicados los primeros auxilios, mientras Marcelino Pravia se
daba a la fuga. Corrió a través del Parche y Rivero. Quienes lo vieron en ese
trance y de uniforme pensaron que se trataba de un perseguidor y no de un
perseguido. La noche se lo tragó.
Hasta casi dos
meses después no salió de nuevo a la luz. El mismo tiempo que tardó en curar la
herida del alcalde. Fue localizado muy lejos, a las puertas de Galicia. Le
echaron el guante dos guardias civiles del puesto de La Caridad cuando aún se
ocultaba vagando por los montes de Boal. Vivía como una fiera acosada. Prófugo,
sin rumbo, vagando como un perro perdido en espera de que escampara la tormenta
que sobre sus hombros transportaba. La Benemérita lo trasladó en coche hasta Pravia y,
desde allí, a pie hasta Avilés en varias etapas.
Conforme
pasaba por los pueblos cercanos las noticias iban llegando a Avilés. Cuando entró
en la villa, bajando por la Carreterina Nueva , una muchedumbre salió a ver el
desfile del detenido por la población. Era un personaje para la gente
sencilla, preocupada y hasta entendida
en sucesos. La calle se vio festoneada por los vecinos que, en apretada
comitiva, miraban, comentaban, saludaban y hasta se atrevían a dirigirse a
Pravia y su escolta. Minutos de gloria. Menuda gloria.
Él vestía
traje claro y boina. Quienes conocían al excabo lo encontraron desfigurado,
bigote afeitado y barba crecida por el abandono. Iba, a la vez, emocionado y
asustado. Era tanta la gente que se agolpaba para verlo que, al llegar a la
actual calle de La Cámara ,
los guardias hubieron de cambiar el rumbo y cortar por San Bernardo para ganar
la cárcel. Seguía siendo una cárcel mezquina, sórdida y pequeña. Allí se
apagaron las noticias del guardia durante un tiempo.
Meses después,
en el juicio, la sentencia no reconoció en el cabo la intención de asesinar al
alcalde, sino sólo la evidencia de haber abierto fuego contra él. Operó como
atenuante el hecho de estar sobreexcitado por la noticia de su cesantía. Se
reconoció también un estado de embriaguez, no frecuente en el agresor. Total:
tres años y un día de prisión mayor, 250 pesetas de multa y 500 de
indemnización, pagadas en su mitad por la prisión preventiva.
Al conocer la
sentencia el alcalde, muy decepcionado, presentó una dimisión irrevocable que la Corporación no aceptó,
reiterándole su apoyo y la condena del atentado que había sufrido, además de
asumir el ayuntamiento los gastos de la acusación particular por él mantenida.
Quedaban pocos meses para la renovación del ayuntamiento, en abril de 1922, y
hasta ese momento esperó el primer edil en su puesto.
Hoy
se recuerda la inauguración del tranvía eléctrico por la histórica foto de Luis
con los nuevos vehículos frente al ayuntamiento. Cuatro coches engalanados,
banquetes, el sonar de tapones a presión y el correr de fresco champán, banda
de música, orquesta de Camuesco, gobernadores civil y militar, bendición por el
cura de San Nicolás, los ripios de Marcos del Torniello, Stadium Club avilesino
y Club Deportivo de Oviedo (dos goals a uno), función de gala en el Iris,
invitados de gran relieve…Y todo Avilés alrededor.
Pero faltaba
el convaleciente José Antonio Guardado Muñiz, aquel alcalde que perdió el
tranvía.
Publicado en La Nueva España, 24-VI-2012.