BLUSA Y LEVITA




Cuando la sidra era noticia e ir al chigre una costumbre social, interclasista y fraterna, que aislaba a sus practicantes del mundo exterior no pocas veces hostil (infografía: Miguel De la Madrid).
  
No ha mucho coincidí en una cena con Herminio Pérez, respetada institución en el comercio avilesino, hombre de vivísima memoria y animada charla que recordaba los viejos tiempos de las sidrerías avilesinas. “Eran un teatro”, decía. Llenas de juerga sana y de los tipos más simpáticos de Avilés.
Su memoria llegaba, más o menos, a los años de Costales, Tataguya, El Pay-Pay, Alvarín, Antipas, Campanal, José de la Lleda… Hoy van quedando pocas sidrerías de verdad. La gente dice entender más de cervezas o de vinos, ya saben, de colores amoratados con ribetes violáceos, aromas a cerezas, frambuesas, moras y vainillas, generosos pasos de boca y finales largos y persistentes.
Aunque todavía quedan algunos locales de tronío y parroquianos de oficio, a las sidrerías de ahora, más que “a dar la lengua”, se va a tocar botones, para escanciados digitales que hasta se pagan, en según qué sitios, con tarifas planas. Pero si viajamos a tiempos aún más lejanos, a los del principio de las ofertas de ocio desde finales del siglo XIX, encontraremos razón a las palabras de Herminio. Tienen mucho de cierto. Y, además, tienen explicación.
Siempre comentamos noticias en esta serie, y hubo un tiempo en que, como puede verse en el anuncio de 1890 que ilustra este artículo, periódicamente la sidra era noticia. Una de tantas ocasiones en las que se abría un tonel y se convertía en suficiente argumento como para anunciarlo en la prensa. Un acontecimiento. Y un buen negocio, claro.
Desde el último tercio del siglo XIX, con la generalización de la industria, a los que iban al tajo casi no les quedaba tiempo más que para eso, para ir y volver. El tiempo libre era muy escaso, el tiempo de ocio aún no se había inventado, el deporte era un recién nacido para señoritos y las preocupaciones culturales no estaban en la lista de prioridades de la legión de analfabetos que se paseaba hasta su lugar de trabajo. Ese era, por lo demás, su único paseo. Y su única distracción era la taberna, que muchas veces estaba en esos trayectos de camino a la faena. Cuánta faena y qué poco tiempo para olvidarla.
En el Chigre se bebía, evidentemente. Se bebía mucho. Un consumo alcohólico que no era extraño para quienes gastaban tanta energía en el trabajo manual. Y se comía para acompañar la bebida. Pero bebida y comida hacían compañía a la compañía, pues allí también se hablaba, y con bastante libertad por cierto. Llegó a ser un lugar esencial en las costumbres populares. Peligroso.
El riesgo estaba en lo último. La taberna era espacio protegido, libre de control de la Autoridad, que vivía sus ocios en elegantes cafés. Del chigre lo mismo salía “un cantarín” que la convocatoria de una huelga. Y eso no se podía permitir. Detrás de las campañas contra el vicio y el alcohol estaban todas las ocasiones en que los poderosos quisieron controlar las costumbres y la vida de los débiles.
Y no sólo los poderosos. Para el naciente socialismo la taberna era el peligro, el enemigo; La Bicha. Decían estos primeros redentores del obrero que el alcoholismo hundía en la miseria a los trabajadores, debilitándolos en su lucha contra el burgués. Por eso en España su lema fue “cerrar tabernas y abrir escuelas”. Claro que, en el fondo de esa intención, también estaba la de acabar con las tabernas por la competencia que suponían para las sociedades instructivo-recreativas populares o las nacientes Casas del Pueblo. Cada uno quería arrimar el ascua a su sardina y encerrar la paja en su propio granero.
Como ven, la taberna se vio asediada por todas partes, pero ella como si nada. Resistió a todo. Avilés tenía en 1902 una taberna por cada doscientos habitantes, y éstos consumían al año aproximadamente 861.000 litros de vino. En todo el concejo se producían unos 195.000 litros de sidra.
Que nadie se asuste. Los números son sólo eso y no expresan casi nada si no se los compara con otros números. Los del Avilés de entonces no son cosa llamativa dentro de la Asturias de la época. El alcohol fue responsable de la desgracia de no pocas vidas de obreros, pero también ayudaba a llevar mejor las penalidades de esas mismas vidas, reforzando, con un aporte energético indispensable, una dieta descompensada y llena de carencias.
Hablar de alcohol en general, más si estamos en Asturias, no es exacto; no es suficiente. La sidra complicaba el panorama. Multiplicaba la tipología de las tabernas. Aquí había, al menos, tres tipos de lugares para el consumo de sidra, tres clases de taberna al fin: el “chigre”, el “llagar” y la sidrería.
Las peculiares maniobras sidreras añadían mayor complicación aún. El escanciado imponía un consumo de pie, compartiendo vaso, más por pobreza que por fraternidad, pero estrechando con ello los lazos de quienes iban a beber. En un llagar se consumía entre toneles, cuya apertura, como hemos visto, era anunciada hasta en la prensa. Se les ponían nombres de actualidad y el consumo era también distinto. La sidra, si era buena, iba directamente “de la pipa a la tripa”.
Y aquí es donde todo deja de estar claro. No se puede decir que los poderosos tuvieran el café y los menestrales la taberna. La sidra, más que líquido, era puente que unía paladares y clases sociales. A la sidra iba todo tipo de gente. Predominaban los modestos, cierto es, pero junto a ellos había mucha clase media (comerciantes, oficinistas, funcionarios) y hasta burgueses, que alternaban el café y la sidrería.
Ir a la sidra era mucho más que ir a beber. Ni se comía sólo por hambre, ni se bebía sólo por sed. Era una costumbre social. Una forma de pasar el rato en la que, como decía el siempre lúcido Villalaín, “andan juntas la blusa y la levita”. Beber sidra era muy diferente a beber vino. A la sidrería se entraba a las siete de la tarde y se salía de madrugada.
Pero, para mantener tan largas jornadas etílicas, la sidra tenía que ayudar. Si merecía la pena, la velada se prolongaba. Si la sidra era mala o floja, la casa estaba más cerca. Los entendidos sabían si la sidra “espalmaba”, si no tenía “salinga” o “turcipié”; ni estaba “atropellada” o “cuallaguada”. Una sidra “noble” y “parlamentaria” daba para mucho tiempo de estancia. Un dicho popular de Avilés decía que, ante una disputa, siempre se apostaba “una merienda o una docena de botellas de sidra”. En una velada normal no se consumían menos de diez botellas que, restando la que se iba a los cubos o al serrín, serían unas seis botellas completas.
Los bebedores de verdad alternaban el vaso con unas tajadas de bacalao rebozado, alguna tortilla de jamón y un tuco cocido con berces. Y, en medio de todo, charla y cantares “pacá” y “pallá”. Así se iban estirando las horas. Volaban, dando paso a una fraternidad que, siendo de origen alcohólico, acababa en el folklore o en la juerga, en la mayoría de los casos bien entendida. Lo mismo se discutía que se tocaba “el” sartén, se bailaba o se cantaban habaneras.
Al final de tantas horas muertas, los parroquianos revivían después de una “pelleyada” de abrigo. Entonces había que “nivelar” con una botellina de sidra dulce y “listo el bote”. Cada uno a buscar su casa. Allí salían la blusa y la levita, cogidas por el hombro haciéndose contrafuerte mutuo, caminaban hacia un horizonte en el que empezaba a despertarse el alba.
Hasta en la ciudad bipolar ha habido siempre ocasiones para el acuerdo.

Publicado en La Nueva España, 19-VIII-2012.