Como
puede verse en esta fotografía aérea de los archivos de Ensidesa, el porte de la
industria y sus humos competían en ventaja con Avilés (infografía Miguel De |
Cuando un gobernador civil, ahora ministro, vino a probar el enrarecido
ambiente que respiraban los avilesinos.
En agosto de
1980 Asturias tenía el gobernador civil más joven de España. Flamante. Sólo
llevaba un mes en el cargo. Jorge Fernández Díaz, se llamaba aquel político de la UCD. Él, tan nuevo, se iba a
estrenar con un problema demasiado viejo, al menos para Avilés.
Por la radio
se enteró, como suele sucederle a los políticos, de que en Avilés se había
desatado una alarma por contaminación atmosférica. Entre el 19 y 20 de agosto.
24 horas en emergencia de primer grado por una causa de todos conocida y
avisada por el Centro de Análisis del ayuntamiento. La alerta había saltado en
el puesto de vigilancia número 8, en Corujedo, San Pedro Navarro; Valliniello. Se
habían medido 613 microgramos por metro cúbico de materia en suspensión. La ley
admitía como límites normales 300 microgramos. Lo de Corujedo era llamativo,
pero no único. Un año antes se habían reconocido niveles de 579, 552 y 525
microgramos en la misma plaza de España. El corazón de Avilés atacado por un
colesterol fatal, que se apropiaba tanto de las fachadas como de las vías
respiratorias. Toda la ciudad era una trampa para la salud. Ya se lo habían
dicho a aquel gobernador civil tan bisoño y por eso, al día siguiente, dio una
rueda de prensa en el ayuntamiento avilesino.
Esa alerta tenía explicación. Como
casi siempre, por otra parte. El papel lo resiste todo, aunque los pulmones no
tanto. Productos Dolomíticos S.A. informaba de las causas: se trataba de un
recalentamiento y mala combustión de chimeneas. Pero no era sólo así. No había casualidades ni situaciones pasajeras. La cosa
venía de muy lejos. Los años posteriores a la foca trajeron el progreso
envuelto en inmundicia. El aceite de ricino que tanto avilesino y tanto emigrante
tragó por el bien de sus muchos hijos. Avilés, “la no ciudad”, creció acosada
por empresas de mucho producir y de mucho contaminar. Y creció sin medida.
Durante años en las calles de la villa se había
cantado con orgullo el “Es Avilés”, una canción que, entre muchas otras prendas,
adjudicaba a Avilés las “comodidades de una ciudad grande”. Pues bien, ya lo
era. Grande, digo, pero ciudad no. Lo era sólo por su porte y, en determinados
lugares, hasta por su aspecto, pero no por los servicios, ni por las famosas
“comodidades”. No por la vivienda, los suministros, las comunicaciones, la
urbanización y el saneamiento. Sobre todo el atmosférico.
Ensidesa, Endasa, Enfersa, Cristalería Española,
Productos Dolomíticos o Asturiana de Zinc pagaban las facturas de Avilés, pero
no la dejaban respirar. La instalación de sus más contaminantes plantas era
dañina. Muy cercana a un núcleo tan poblado en un término municipal demasiado
estrecho. Ni el clima ni los vientos hacían nada por ayudar. El tráfico rodado
y la nefasta red de transporte público (desde 1960 no circulaba el tranvía
eléctrico) añadían más humo a esa gran cámara de gases varios que era Avilés:
partículas sólidas, dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno, hidrocarburos,
fluoruros, amoniaco, trimetilamina... Anualmente se emitían a la atmósfera,
sólo en partículas sólidas, muchos cientos de toneladas. Cuando el viento venía
de Ensidesa la emergencia estaba servida. No era cosa de accidentes. Era una
costumbre, al menos dos veces al año.
Como se leía en los titulares del diario
madrileño El País, meses antes de la
alerta de Corujedo: “La contaminación alcanzó en Avilés niveles 40 veces
superiores a los permitidos. Más de 200.000
habitantes soportan en Avilés una contaminación al borde de la alarma. Seis de cada diez enfermos presentan deficiencias
respiratorias”.
Éramos
mundiales. Más que el mismo Bilbao. El mismo Valliniello era un fondo de saco donde
iban a parar las basuras gaseosas de Ensidesa, Enfersa y Productos Dolomíticos.
El 15% de los días del año en Avilés se superaban todas las marcas permitidas
en materia sedimentable. Gran parte de la villa vivía en alarma ambiental
permanente.
La gente se había acostumbrado. Era lo que
había. Algunos usos tradicionales en los prados de los alrededores, como “echar
la ropa al verde” para secar, ya eran imposibles. Más que verde, lo que se
echaba era negro. En la época reglamentaria, si el anticiclón de agosto coincidía
con días ventosos, las gafas de sol protegían de la carbonilla y no del astro
rey.
Había costumbre. Pero no era gratis. La
bronquitis simple y la asmática eran males endémicos de Avilés. Estaban así
tipificados en repertorios médicos. Uno de cada tres avilesinos era bronquítico.
Se decía que, entre finales de los setenta y principios de los ochenta, los
cánceres de pulmón habían ascendido un 141%. Todos los cánceres, un 35%.
Era
tan grave la situación del Avilés de entonces que algunas mujeres no daban a
luz; daban a sombra. Ponían en el mundo nuevos avilesinos entre placentas
negras. Por ahí corrían fotos hechas en la entonces Residencia Sanitaria San
Agustín, con algunos ejemplares de aquellos órganos siniestros. La hipótesis de
trabajo era la contaminación de la sangre materna. Una especie de foto del
interior de algunos avilesinos. Aunque no se destinó mucha energía a confirmar esa
teoría, hubo quien habló de un inusual número de abortos sin explicar, de “síndrome
de Avilés” y quien escribió que la nuestra era “una ciudad para morir”.
Había costumbre, pero empezaba a no haber
resignación. En la zona de Valliniello se empezó a forjar un sólido movimiento
de protesta vecinal. Por pura supervivencia. En Corujedo se vivía a 10 metros de la tubería
de amoniaco que comunicaba con el puerto. El polvo se filtraba en las casas y
se comía las fachadas. Se pusieron demandas judiciales, se protestó de mil
formas y hasta se amenazó con las barricadas. Solo el tiempo y las
reconversiones atendieron tales demandas.
Aquel gobernador tan joven no tuvo ocasión
de hacer gran cosa. Nos abandonó sólo un año después. Harto, tal vez, de tanto
microgramo y tanto amoniaco. Ahora sigue en activo. Es, con más años y mucho
menos pelo, el actual ministro del Interior del Gobierno de España.
La contaminación por aquí sigue. O una
prima suya. De esas de riesgo. Más flaca, con disfraz y, por fortuna, sin aquellas
alertas.
Publicado en La Nueva España, 10-VI-2012.