ALGO HUELE A PODRIDO EN EL AYUNTAMIENTO



Los problemas con el saneamiento son tan característicos de Avilés que casi pueden considerarse una parte del paisaje y también de la política más vieja (infografía: Miguel De la Madrid).

La shakespeariana frase que titula este artículo se redacta en presente, por aquello de ser fiel al original que homenajea. Presente histórico. No es que se refiera a nuestro tiempo, pero sí que se refiere al lugar que todos pueden imaginar, y que no es Dinamarca, sino las Consistoriales. La casa de los repúblicos, sita en El Parche, cuando, por los achaques del tiempo y las exigencias del progreso, sufría las consecuencias de unos sistemas de saneamiento que no eran los de hoy. De ese olor se habla. Más o menos.
Al pensar en el pasado uno puede tener la tendencia a creer que, con ligeras diferencias, las necesidades estaban cubiertas de la misma forma que hoy. Y no era así. Había necesidades parecidas, y otras idénticas; las fisiológicas por ejemplo, pero la forma de atenderlas no era precisamente como ahora. Para algo han avanzado las ciencias. Ni siquiera en los lugares más principales las condiciones de entonces y las de hoy se parecen.
Por su situación geográfica, Avilés ha chapoteado durante siglos en una marisma con la que se ha ido disputando la tierra seca y las posibilidades de crecimiento. Cualquier ensanche se hizo echando tierra al agua, ganando espacio a las arenas, a los juncos y a los lodos. Labor histórica sin pausa, pero con importantes contrapartidas como la propagación de las tercianas, las dificultades de la construcción y el pesado avance de obras e infraestructuras. No era esta villa un modelo de eficacia a la hora de poner tuberías y buscar desagües. Nada que pueda resultar extraño en el siglo XXI, cuando, por circunstancias muy largas de explicar y muy difíciles de entender,  no se han completado las redes del saneamiento industrial. Antes era peor. Para todos.
La casa del Común, el lugar donde se ventilaban los destinos de los avilesinos, estaba mal ventilada. Allí donde se decidían los gobiernos, se repartían influencias y dineros, las aguas mayores y menores sólo estaban atendidas por un inmundo retrete que, falto de desahogo, ahíto de tanto asunto municipal con destino al archivo definitivo, extendía mefíticos efluvios a larga distancia. Emanaciones peligrosas que ponían muy difícil pensar que, dentro de aquella casa, había limpieza en todos los negociados. Y eso en un ayuntamiento es cosa muy principal, desde entonces hasta hoy. No se puede permitir que olores desagradables y, en la misma medida incontrolados, levanten incómodas sospechas por aquí y por allá.
Ese retrete, con sus hechuras de letrina cuartelera, vivió demasiado. Fue coetáneo de tiempos muy convulsos para el poder municipal. Testigo, y no mudo precisamente, del paso de la vieja política a la nueva. Del final de la era de los San Miguel, de los liberales monárquicos encabezados por el marqués de Teverga como señor feudal de la urnas, y la llegada de los republicanos de Pedregal, con dinero fresco y promesas de un tiempo nuevo.
Los liberales perdieron el poder entre 1905 y 1907. El clan de los sanmiguelistas empezaba a hacer agua. Todo era un asunto de aguas mayores. Sus problemas se supieron fuera del ayuntamiento y del partido dominante, con la aparición de medios capaces de contar una verdad distinta al pensamiento único que propagaba por entonces El Diario de Avilés, cuyo director en la sombra era nada menos que Florentino Álvarez Mesa, el propio alcalde liberal. Se aferraron al poder, pero el poder los abandonó.
El 21 de abril de 1907 el marqués perdía en los comicios por vez primera, entre el asombro y la desesperación de los suyos. Jamás pensaron que tal cosa pudiera llegar a pasar algún día. Todo el entramado de la reserva caciquil empezaba a venirse abajo, mientras Avilés se encontraba metida en una crisis económica de grandes proporciones. La construcción no construía. El puerto, flamante en alguna de sus obras, se encontraba de frente con otro puerto, más nuevo, más grande y muy cercano: El Musel. Con él tenía que pelear por los siempre esquivos embarques carboneros. Muchas empresas, nacidas de la bonanza del principio del siglo XX, quebraban o pasaban por un agobio extremo.
Situaciones demasiado familiares en el Avilés de todos los tiempos. Siempre tenemos que estar a vueltas con un saneamiento, por pequeño que éste sea, en medio de una de las incontables crisis económicas o industriales que están esperando emboscadas en alguna oscura vereda. Toda la vida.
Lo que cambiaba era la política. José Manuel Pedregal y su mucho dinero llegaban prometiendo mudanza. Desalojar del ayuntamiento a aquellos que llevaban tantos años. Las mismas caras en los peores momentos. Y convenció a muchos poderosos, pero también a muchos modestos, sobre todo a labradores de la comarca, donde su influencia se instaló durante años. A los que pagaban impuestos injustos y veían como sus hijos iban a morir a África por no tener dinero para librarse del servicio militar. Pedregal era un político profesional y traía métodos al día, que acabaron por costarle la alcaldía a Floro Mesa en 1910. Tras trece años en el cargo y un desesperado intento de blindarse, ante la avalancha republicana de Pedregal, nombrando secretario particular a su hijo Horacio. No eran momentos para viejas familias.
Los nuevos tiempos habían de reflejarse en todo. La villa era un núcleo anticuado en cuanto a servicios y suministros. Si aún hoy faltan por completar las obras del saneamiento, podemos imaginarnos como sería aquel Avilés que heredó del siglo XIX los carros atravesando unas calles donde transitaban también personas, bueyes, burros y gallinas. Las cuadras entre las viviendas, la escasez en el suministro de agua potable, mientras que regatos de aguas sucias atravesaban calles de importancia y la trasera del edificio del ayuntamiento más parecía depósito de inmundicias y urinario público. Foco que irradiaba los peores olores desde la casa de todos.
Cuando el ayuntamiento cambió de manos los viejos resortes del poder caciquil dieron paso a los nuevos ingenios del poder pedregalista. Y empezó el movimiento en las consistoriales: las alfombras se airearon, las habitaciones se ventilaron, las cuentas se aclararon y aquel antiguo, oloroso y cantarín retrete, fue pionero al ser sustituido por lo que las crónicas de la época bautizaron como un moderno “water-closed”. Las  personas que, por uno u otro motivo, frecuentaban las oficinas del Ayuntamiento, notaron con satisfacción la ausencia de los malos olores que allí habitaban desde siempre. Al menos eso se dijo entonces. Los nuevos tiempos se reflejaban en el escusado. Al fin el evacuatorio público cumplía su cometido con eficacia y, sobre todo, con discreción.
Una nueva política que encauzaba sus inmundicias, las trataba y eliminaba adecuadamente para que su olor no hiriese las pituitarias de la población. Ya saben aquello de las alcantarillas del poder. Lo de que, el gobierno y el bien común, se defienden hasta en las cloacas. Unos sumideros que suelen trabajar a destajo. De cuando en vez hay que llamar a la cuba para que desatasque arquetas, sifones o fosas sépticas. Y, si todo esto no es suficiente, no queda más que cambiar de cloaca.
Eso pasaba entonces en Avilés. Un tiempo lejano, en el lugar más cercano.

Publicado en La Nueva España, 12-VIII-2012.