Cuadro de |
La historia del naufragio del “Tres
Marías”, velero estibado de emigrantes asturianos, que no vieron jamás la
tierra de promisión en Cuba.
Con la
centenaria resaca del “Titanic” han llegado a nuestra playa todo tipo de
historias y noticias. El mar lo devuelve todo. Restos de alguna narración que
alivió sentinas frente a la costa de los relatos. Llegan después de una larga
travesía, comidas por el salitre, decoradas por los mejillones, las algas y el
galipote, siempre alteradas; distintas.
Por lo que se
refiere a Avilés, casi todas las novedades no lo han sido. Han nacido copiando
lo ya escrito hace quince años sobre Servando Ovies. La peripecia de este
desafortunado avilesino gastó mucho tiempo en pasar a los libros de historia,
pero finalmente allí está. También ese desgraciado relato ha llegado a la
orilla. Sus restos, junto a los de otros relatos de pasajeros ya conocidos, se
han sumergido en mares mediáticos y han escalado las cimas de un supuesto
misterio en las historias de la media noche. No cabe duda de que su memoria se
recuerda mejor por ser un pasajero de primera clase en el naufragio de un buque
mítico. Y también de primera clase.
Pero la
historia de los naufragios en Avilés no es, en su mayor parte, de alto bordo.
Es muy antigua, eso sí, tanto como fue la necesidad que empujó a nuestros
rapaces a emigrar, sobre todo a mediados del siglo XIX. A su espalda dejaban
una tierra demasiado estrecha para tantas bocas, un futuro incierto y un
servicio militar peligroso, inacabable y sólo para pobres, que les llegaba
antes de haber asimilado la pubertad. El barco era mejor que lo malo conocido.
Y se embarcaban a cientos desde Avilés, desde la poza de San Juan, para iniciar
un viaje en el que la costa se hacía pequeña frente a un mar inmenso que
ocultaba lo que esperaba al otro lado.
Viajaban sin
comodidades, expuestos a la aventura en cascarones de nuez de hasta 300
toneladas. Sin baúles de doradas cantoneras, sin ayudas de cámara, sin ropas
con olor a almidón. Con un billete sólo de ida, cuyo precio se había pagado en
sudor y en una vida para siempre hipotecada. Para mayor desgracia unos cuantos
se han quedado en el fondo del algún inmundo sollado o en la mar océana.
También ellos
merecen reconocimiento, aunque no oigamos jamás pronunciar su nombre en
programas de radio o de televisión; aunque en su vida el único misterio sin
resolver fuese la miseria; aunque no podamos poner cara a tanto desconocido.
Aquellos
barcos enriquecieron a algunos armadores avilesinos, traficantes de la
esperanza en el Nuevo Mundo. Comerciantes de abarrotes de carne humana, con la
que forraban la carga inerte y apretaban la estiba de salobres bodegas. Esa
esperanza fue el mimbre con el que se tejió un negocio al que conocían como “La
Carrera de América”, nombre hoy de zarzuela avilesina cuya representación se
contempló en el teatro Palacio Valdés antes de que entrara a formar parte del
índice de los prohibidos.
Uno de esos
buques llevó por nombre “Tres Marías”. Era un bergantín, con palo mayor y
trinquete aparejados con velas cuadras y menos de 300 toneladas. No le habían
puesto tal nombre en el astillero, pues nació en 1843 como “Patriota Asturiano”,
otro de los buques señeros en esa carrera, reformado y convertido por su nuevo
dueño, Feliciano Suárez y Robés, en el “Tres Marías” en 1860. Una inversión de
50.000 reales para una nueva vida.
Desde entonces
siguió haciendo viajes “redondos”, con mayor desempeño y capacidad, llevando
emigrantes y carga y volviendo sólo con la carga. Eran poco más que niños, en
su mayoría, que se apretaban en la panza de aquellos cargueros, entre
mercancías diversas. Cuando esos buques llegaban a Cuba o a otros puertos de
América se producía el intercambio: bajaban guajes y subía caña de azúcar o
cacao.
Según parece,
el 18 de marzo de 1873 el “Tres Marías” se encontraba a 38 grados 15 minutos de
latitud Norte y 9 grados 30 minutos de longitud Oeste del meridiano de San
Fernando. En sus cámaras y sollados dormían casi una centena de pasajeros.
Navegaba a buen paso en su quinto día de mar cuando la niebla se hizo dueña de
la noche. Una niebla densa, corpórea, como si el “Tres Marías” estuviera
atravesando un gigantesco algodón de azúcar. La noche hacía el resto. Desde la
borda del buque apenas se distinguían sus propias luces, nada más allá. Alta
mar y una gran sensación de soledad.
De aquella
soledad y aquella noche salió como el rayo la fragata francesa “Cilao”.
Navegaba rumbo a Cádiz. Viento fresco y mar gruesa. Choque brutal. Con sus 800
toneladas doblaba el peso del Tres Marías
que, como un barco de papel, acabó destrozado en tres acometidas y empezó a
hundirse a una velocidad que hizo imposible la evacuación.
Sólo se
salvaron 29 personas, entre ellas toda la dotación del buque. 15 marineros y el
capitán, Eugenio del Valle, que tuvieron la suficiente experiencia y enorme
suerte como para agarrarse fuerte al
buque francés en el momento del abordaje. Sólo 13 de aquellos rapaces
volvieron para contarlo. 76 se quedaron en un punto oscuro y desconocido del
azul del mapa, en medio de la nada.
Los retornados
guardaron para siempre terror al mar y la angustia de los días vividos tras la
catástrofe. A bordo ya de la “Cilao”, tras su rescate, sólo pudieron ir
manteniéndose a base de beber agua medio podrida y galleta naval, tan dura que
había que ablandarla con agua de mar para poder llevársela a la boca. Así
llegaron a Cádiz. Medio muertos por el naufragio y exhaustos por el frío, las
penalidades y el miedo que pasaron durante el tiempo que vino después.
Hasta Avilés
viajaron noticias dispersas, incompletas, poca información para calmar la sed
que sentían los familiares de tanto náufrago. Era el relato tartamudo del
telégrafo, que mantuvo en vilo a muchas madres hasta que se confirmó el más
triste de los finales. Con los supervivientes viajó de vuelta la narración de
la catástrofe, que jamás abandonó los peores recuerdos de aquellos rapacinos.
Dicen que algunos de aquellos críos fueron gente muy conocida en el viejo
Avilés. Gente como Pepe Tesa, Agapito el Xelao y Manolo Xuanón. Nunca
consiguieron ver La Habana.
Hubieron de sustituir El Morro y La Cabaña por el cabo Negro y el faro de San
Juan; conformarse con la vida más estrecha que entonces podía ofrecer Asturias,
pero era vida al fin.
A los muertos
del “Tres Marías” no se les recordó en un homenaje. Hoy se han olvidado. Nadie
volverá a buscarlos. El pecio, si es que aún existe, no interesa más que a los
peces. No habrá empresas de cazatesoros que naveguen con sus submarinos por
allí. No se hará película alguna del suceso. Ni en dos, ni en tres dimensiones.
Nadie reconstruirá su última cena, pues no era de etiqueta, con una carta a
base de galleta naval entre fardos y baúles. Ni platos elegantes, ni menú del
chef. No hubo orquesta que tocara mientras el barco se hundía. La única banda
sonora fueron los llantos juveniles, reniegos de los marineros, gritos de
terror y de muerte, y el viento y el mar que lo ahogaron todo como si nunca
hubiese existido.
A sus familias
no les quedó más que el dolor por las pérdidas, y su recuerdo en forma de
deuda, la que siguieron pagando al usurero que les había vendido el pasaje.
Todo su dinero invertido en la esperanza de una vida mejor.
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