LA REINA A REMOJO


Isabel II, que llegó en 1858 hasta Asturias a tomar baños, recorrió la ría de Avilés cortando una cadena como alegoría del escudo de la villa 
(infografía: Miguel De la Madrid).



La visita de la reina Isabel II a Avilés en 1858. Protocolo, vítores y males hereditarios que el Cantábrico se encargó de aplacar.
           
A Isabel II unos molestos picores la trajeron hasta Avilés. En aquella época, España estaba dentro de un laberinto en el que luchaba el viejo país, que no se resignaba a dejar de ser absolutista y el nuevo que pugnaba por ser liberal.
Isabel II asistía como árbitro, muy poco neutral, acosada por un ciento de conspiraciones y camarillas que intentaban convencerla de esto y de lo otro. Todos querían hacerse con la voluntad de una reina declarada mayor de edad a los 13 años. Y los carlistas pegando tiros. Razones de Estado, sin duda. Pero la razón principal de aquel viaje no era de esa clase… eran los picores de la reina.
Sabido es que Isabel II, “la de los tristes destinos” para Galdós,  contaba entre las desventuras de su vida el haberse tenido que casar con su poco fogoso primo carnal Don Francisco de Asís. Conocido es también que era hija del nunca bastante vituperado Fernando VII, quien la concibió, ya viejo y enfermo, con su sobrina carnal y cuarta esposa, María Cristina de Borbón. Y reconocido al fin es que la reina sufría una enfermedad cutánea que la asediaba desde niña y por la que hubo quien le auguró una corta existencia.
Pues bien, esa enfermedad que le dejó en herencia su padre, la obligó a tomar baños de mar durante toda su vida. Uno de esos períodos balnearios la trajo a Gijón en el verano de 1858. Y, mientras la reina mojaba la epidermis y ablandaba placas costrosas, aprovechaba para recorrer los alrededores con una corte en miniatura. Ya hemos llegado a Avilés.
Las siete leguas que separaban Gijón de esta villa fueron un festejo para la comitiva regia. Agasajada con pendones y colgaduras en casas, hórreos y quintanas. En el barrio de Los Molinos un arco gótico de triple entrada recibía a los Soberanos con la leyenda “Avilés a la tierna madre de los españoles”. Desde allí, las calles rematadas con arena y adornadas con flores conducían hasta la Plaza de la Constitución, en la que el Ayuntamiento desbordaba colorido decorado con vasos, gallardetes, damascos, flores, transparentes, alegorías, luces y hasta las estatuas, de tamaño colosal, de reyes, Pedro Menéndez y Rui Pérez.
Era 23 de Agosto, aproximadamente a las tres y media de la tarde, cuando la carreta abierta del Marqués de Ferrera hacía entrar en Avilés a Isabel II y su familia en medio de un gran gentío. Unas doce mil almas y el despiste de la corporación que no estaba aún formada para la ocasión. Tras la misa fueron a su acomodo en el palacio de Ferrera, del que salieron para recorrer a pie la población entre aclamaciones, fuegos artificiales y composiciones que se despacharon en su honor hasta pasada la media noche. Blancas voces de Avilés, con mucho ensayo detrás, acompañaban el paseo real con una composición original de este jaez:

Salve a tu nombre, reina querida.
Todo tu pueblo clama a una voz:
¡tú eres la gloria de nuestra vida!
¡tú el ángel eres de nuestra unión!

Alegre canción, pero ni el pueblo estaba tan unido, ni era precisamente eso lo que acostumbraba a decir de aquella soberana, puesta en solfa en calles y tabernas por el tráfico de su alcoba, en la que su marido hacía las veces de guardia urbano. Sin embargo debió gustarle, acostumbrada como estaba al halago de cortesanos que se doblaban como juncos a su frente y conspiraban como hierros a su espalda.
 El día siguiente era el destinado a visitar las minas y fábrica de Zinc de Arnao, por entonces emblema del progreso avilesino. Una falúa llevó a las augustas personas desde el embarcadero de Avilés hasta San Juan. La comitiva era impresionante pues formaban, desde el presidente del consejo de ministros hasta la duquesa de Alba; desde el arzobispo de Cuba al Patriarca de las Indias. Grandes personalidades, con la travesía asegurada por el confesor de la Reina. De escolta, unas setenta embarcaciones a punto de zozobrar por el gentío que las abarrotaba, además de el bergantín “Rápido” y las corbetas “Flora” y “Villa de Avilés”, buques que por aquellos años no paraban de trasladar emigrantes a Cuba.
 Tras atravesar una playa atestada, la comitiva cruzó el túnel de Arnao en dos trenes mineros arrastrados por caballerías. Seis minutos de interminable travesía en vagoneta agachando la cabeza. La estancia en Arnao fue singular por cuanto la reina, contra pronóstico y contra las advertencias de su séquito, bajó a la mina por el pozo vertical y recorrió su galería submarina acompañada por el precavido general O’Donnell y los vítores de los asombrados mineros que sudaban en el tajo. Conocido episodio del que la verdad y la leyenda se han hecho lenguas sin cesar y sin dejar de glosar el valor de una reina que, dicen algunas crónicas, no había querido usar calzado especial ni abrigo alguno para la humedad.
Complacida de la hazaña, Isabel II se fue ejerciendo su afición más querida; dar limosnas. Dejó 4.000 reales para los trabajadores de la fábrica y su brazalete de oro y pedrería para la esposa de su director, Jules Hauzuer (la reina era compradora compulsiva de joyas).
Al retornar a Avilés, la falúa real cortó una cadena que, sujeta de dos torres, atravesaba la ría como simulacro del escudo local y de la toma de Sevilla. Al cortarla, varios niños, disfrazados de moros se fueron al agua (aplausos).
Ya en el ayuntamiento, el alcalde, Hermenegildo Suárez Solís, le ofreció al Príncipe de Asturias una copia del fuero envuelta en terciopelo y rematada en oro. Más limosnas. La reina dejó 10.000 reales para los pobres del concejo, dos mil para las monjas de San Bernardo, que se dejaron la garganta vitoreándola y dos mil más para el Hospital de Caridad. Fueron 400.00 los reales que Isabel II dejó en limosnas en aquel viaje a Asturias.
Una visita lucida y hasta “milagrosa”, si seguimos a Armando Palacio Valdés, relator de la historia del descreído, librepensador, anticlerical y zapatero de Sabugo de nombre Mamerto. Era tan poco monárquico aquel vecino del barrio marinero que contaba todo tipo de insidias sobre la reina y había llamado a sus hijas, sin bautismo católico de por medio, Libertad, Igualdad y Fraternidad. Precisamente con Fraternidad, bellísima niña por lo que parece, acudió a ver llegar a Isabel II. La reina vio a la niña y la alzó en brazos para besarla al tiempo que ponderaba su belleza. Tal fue la impresión que Mamerto se convirtió a la monarquía vitoreando a la soberana.
           Gran ocasión, magníficos fastos, aclamaciones mil, conversión de Mamerto... Desde luego. Pero, en realidad, todo se debió a aquellos malditos picores. 

                                                                                        Publicado en La Nueva España, 17-VI-2012.