DOS MESES QUE ATERRORIZARON A AVILÉS (Y II)

Antiguos depósitos de Valparaíso, hoy mucho más cerca del centro de Avilés que a principios del siglo XX. 
Infografía Miguel De la Madrid.

      Para muchos era un secreto a voces, deformado y hasta utilizado por alguna prensa de forma sensacionalista, pero al fin, cuando sólo se llevaban quince días de aquellos dos meses fatales, la infección tífica era noticia. El terror. La crónica continúa.

Marzo. El primero de mes concluían las especulaciones y los paños calientes. El alcalde contaba la verdad por escrito: Avilés estaba invadida por fiebres tifoideas. Sí, era cierto, y había que tomar precauciones. Profilaxis general. No se podían comer alimentos sin cocer previamente. En los recipientes de la basura no se podía sacar restos de alimentos sino sólo sus cenizas, se prohibía visitar a los enfermos y se declaraba obligatoria la vacunación o inyección antitífica para todos los mayores de dos años. Las medidas empezaban a dibujar un estado de excepción imposible de disimular.
La Escuela de Artes y Oficios funcionaba como laboratorio municipal de campaña para vacunar todos los días de cinco a siete. Pronto se amplió el horario a las mañanas. Las parroquias y las alcaldías de barrio del término municipal colgaban bandos del alcalde anunciando días y horas de vacunación en cada lugar. El pánico había salido a la calle y, pese a los intentos de lanzar mensajes positivos dentro de Avilés, la prensa de toda España ya lo sabía. En “El Heraldo de Madrid” del día 3 se leía lo siguiente:
 “En el Gobierno Civil se ha recibido un telefonema del alcalde de Avilés informándole de la gravedad de la epidemia tífica en aquella ciudad y pide se envíen médicos porque la mayoría de los de Avilés enfermaron, y los que están bien de salud se encuentran agobiados por el trabajo incesante.”
Había más de un recurso literario en esa información. La situación real no era tan grave, pero la declaración de la epidemia ya era oficial y las medidas extraordinarias continuaban. El gobernador suspendió los carnavales y envió al inspector provincial de salud, además de a un médico epidemiólogo, para evaluar el alcance de la enfermedad.
Pronto lo provisional se hizo definitivo y se organizaron los servicios médicos apoyados en la Brigada Provincial Sanitaria y en la presencia del Inspector General de Sanidad, Francisco Bécares, en Avilés hasta el 11 de marzo. Los médicos locales estaban desbordados. Eran quince. Dos ya estaban infectados y fueron sustituidos por Luis López Negrete y Antonio Fernández Mora, que se alojaban en La Serrana. Hasta el hotel había que ir a avisarlos o a dejar la papeleta de la beneficencia para que se desplazasen a las casas pobres, aquellas en las que no había de nada, salvo enfermedad.
La infección seguía progresando y no todos los llamados se presentaban voluntariamente a la vacunación. Se extremaron las medidas, incluso la de multar con 25 pesetas a quien no se vacunase o enviarlo a prisión preventiva (donde sería vacunado). Por bando de 19 de marzo se obligaba a todos los empresarios que tuviesen personal a su cargo a entregar en la alcaldía la relación de todos los vacunados y de los que se hubiesen negado a ello. Se iba peinando la Villa.
De diversas formas el auxilio de urgencia se puso en movimiento. Ya el 5 de marzo visitaba Avilés el obispo de la diócesis Juan Bautista Luis Pérez. La cosa no era como para estar tranquilo. Una suscripción pública distribuía socorros entre los más necesitados, también la Asociación Patronal hacía lo mismo entre las familias de los obreros de sus industrias. La Diputación Provincial entregó 5.000 pesetas para los mismos fines, las trajo en mano su presidente, el avilesino Nicanor de las Alas Pumariño. Las medidas subieron un escalón, desde la prevención a lo inevitable. El 17 de marzo el alcalde ya prohibía conducir a hombros los cadáveres. Ni siquiera la proyección de “El Rajá de Dharmagar”, en el Palacio Valdés, distraía del problema. Hasta Rodolfo Valentino estaba ya muerto.
Entonces a la guerra contra la bacteria se sumó la guerra de opinión que, en el fondo, era también política. Los periódicos de Avilés estaban enfrentados entre sí y con la prensa de Oviedo, que sembró la alarma. En especial “El Carbayón”, que hablaba de Avilés como foco de infección procedente de la contaminación de las aguas. El gobernador civil prohibió a la prensa hacer comentarios sobre el asunto.
El semanario local “El Progreso de Asturias”, dirigido por Julián Orbón, tomó parte activa en esa lucha. El avilesino José María Graíño Obaño, ingeniero jefe de la División Hidráulica del Miño, denunció ante el gobernador civil las obras que se estaban realizando en el manantial de Valparaíso. Luego, desde las páginas de “El Progreso”, achacaba el mal a sus aguas. Se llevó una multa de 50 pesetas por uno de sus artículos, publicado el día 13, además de las iras del alcalde de Avilés, que lo consideró un mal avilesino. Alcalde e ingeniero acabaron enfrentados públicamente, aunque ambos, desde posturas distintas, creían estar defendiendo a Avilés.
El asunto de las aguas era de la mayor importancia. La epidemia era de fiebres tifoideas, una variedad de infección intestinal provocada por la bacteria salmonella tiphy. Sólo puede infectar a los humanos y la principal fuente de infección es el agua contaminada. De ahí que Graíño, y con él la prensa ovetense, atacaran al depósito municipal de Valparaíso.
Pero la demostración rotunda no llegó. El día 15 el ovetense “Región”, que también había aventado la contaminación de las aguas, reconocía su error. El propio “El Progreso” había informado sobre un análisis hecho en un laboratorio de Gijón encontrándose un “bacilo de paratifus”. Tal análisis jamás se realizó.
A pesar de los desmentidos no se pudo evitar que, con la infección, se fueran extendiendo daños colaterales. No sólo mataba personas, también amenazaba con matar la economía de la villa en producciones típicas de una cabecera de comarca. Sucedía eso con las bebidas gaseosas y, sobre todo, con el pan. El de Avilés empezó a ser rechazado en concejos limítrofes (desde Illas a Grado) por temor a que estuviera contaminado. De poco sirvieron los llamamientos oficiales haciendo saber que las aguas de Avilés, también las que se usaban para hacer el pan, estaban completamente sanas. Los industriales del ramo padecieron la epidemia aún sin contagiarse.
Un ciento de noticias fluían sin cesar. Corría por Asturias la especie de que Avilés, toda ella, era un hospital de campaña, que la gente se caía muerta por las calles y que, para no alarmar al personal, los cadáveres se enterraban de noche, cosa que hasta los propios avilesinos creían. Con o sin exageraciones, marzo se despidió cobrándose cuarenta de las de las noventa muertes acaecidas ese mes en todo el concejo. Muchos muertos para no conocer el foco de la epidemia con certeza absoluta.
Abril. Al finalizar la primera semana del mes se daba por finalizada la epidemia, retornando los médicos de refuerzo y concluyendo el aislamiento al que se había visto sometida la villa. La suscripción pública se cerraba con unas 30.000 pesetas recogidas y repartidas y, por decreto del alcalde, el 21 de abril se volvía a la normalidad reanudándose el curso en escuelas y centros de enseñanza.
            No se supo a ciencia cierta quién tenía razón. La versión oficial negaba la hipótesis de la contaminación del agua, con lo que se salvaba la responsabilidad del ayuntamiento y se ponía sordina a la alarma. La versión de Graíño o “El Progreso de Asturias” no tenían dudas sobre el primer foco de la infección. Medio centenar de avilesinos, fatalmente, ya no preguntarían nada.
            Poco después de que pasase el peligro, el Ayuntamiento tomó en arriendo todos los prados que rodeaban al depósito de Valparaíso con el fin de evitar que se tratasen con abonos orgánicos…Por si acaso.