Feliciano
Redondo en los días de su estancia en Avilés (infografía: Miguel De |
El Avilés a retaguardia de la guerra
civil sirve de escenario para una historia singular.
Juan Carlos De la Madrid
Este
hombre que posa descansando, como si estuviera en un jardín clásico, lectura a
mano y ropa de paisano, no es tal cosa. Es un cura. Feliciano Redondo para más
señas. Leonés de nacimiento, con la edad de Cristo recién cumplida y visitante
ocasional de Avilés en un mes de julio del año 1936. Por estas fechas hace
setenta y seis años.
No le pareció el
mejor mes ni el mejor año para ser cura en Avilés. La visita se le hizo larga.
Quince meses y tres días. Los mismos que aquí duró la última guerra civil,
desde el 18 de julio de 1936 al 21 de octubre de 1937. Los recordó para siempre
como “Quince meses inhábiles en Avilés”.
Era Feliciano
Redondo un profesor del seminario de Valdediós a punto de iniciar sus
vacaciones. Automóviles Luarca estaba en huelga y, para tomar el tren hacia León,
la mejor combinación que se le presentó fue pasar la noche en Avilés, aceptando
la invitación de un amigo. La agitación era máxima. En Oviedo circulaban
noticias confusas: que si la
Escuadra trae al Tercio, que si todas las guarniciones están
complicadas e irán sumándose a la sublevación, que si Aranda toma posiciones.
Vientos de guerra. Temió verse atrapado allí en una situación incierta y
decidió refugiarse en Avilés esperando acontecimientos.
Pero desde la
noche del 17 de julio alpargatas moras ya pisaban las tierras de África, rebeladas
contra la Segunda República.
A partir de entonces no hubo días para viajar. La guerra civil había comenzado.
Los tiempos
eran de enorme confusión. Los gobiernos
de la República
habían sido hostigados por anarquistas, socialistas, monárquicos y militares.
Estos dos últimos grupos, resueltos a aniquilar el sistema, organizados y con
abundancia de armas en la mano, desataron el golpe definitivo, respondido con
una resistencia, política y popular, convertida en revolución social.
El bando
insurrecto tenía la fuerza. Unos 120.000 hombres armados y entrenados. Al otro
lado, el gobierno, disponía de los recursos industriales, de las
infraestructuras y de mayor población (unos catorce millones de habitantes),
pero era una zona fragmentada que no podía conectar los minerales del norte con
la industria manufacturera levantina y catalana. Un empate de ideologías y
territorios que, olvidadas ya las urnas, sólo con las armas se quería resolver.
Todos contra todos dentro de la piel de toro.
La vida, como
el país entero, quedó dividida en dos bandos por la trinchera de la sangre.
“Rojos” unos, “nacionales” otros. Etiquetas que el tiempo fue poniendo para
explicar una inexplicable masacre entre hermanos.
El gobierno asistió
a la quiebra absoluta de su poder militar. A primera hora puso armas en manos
de milicianos y a veces de grupos incontrolados. Asturias, fiel a la República , había quedado
aislada del resto de la zona gubernamental por el triunfo de los sublevados en
Galicia y Castilla. Dentro de la propia región dos núcleos seguían la
insurrección: Oviedo, defendida por el coronel Aranda, y el cuartel de Simancas
de Gijón, que sólo prolongó un mes su resistencia.
La situación
de Avilés a primera hora fue tranquila. Las fuerzas regulares de la villa
(además de carabineros y policía municipal) eran escasas, habían mermado por la
disolución de un escuadrón de caballería acantonado tras la revolución de
octubre de 1934. En la mar, la inexistente flota gubernamental del Cantábrico
(sólo un torpedero) estaba representada por buques de circunstancias, sobre
todo lanchas guardapesca, que, como mucho, podrían garantizar algún suministro.
En realidad, la única flota avilesina la componían los pescadores que, cuando
pudieron, siguieron faenando durante la contienda.
Los primeros
días fueron el momento de los mayores desórdenes. De las milicias armadas, con
más entusiasmo que disciplina. Allí pescaron los oportunistas. Pandillas de
delincuentes que se aprovecharon de la situación para sacar tajada. La alcaldía
de Avilés denunció los sucesos ante Comité Local del Frente Popular cuando se
llevaba casi un mes en esa situación de, en sus propias palabras, “reiteración
de los hechos vandálicos y de vergonzosos latrocinios” cometidos por “algunos
elementos que sin justificar representación de los Comités responsables ni de
autoridad alguna realizan registros domiciliarios en determinadas casas para
apropiarse de objetos de valor”. Tiempos de rencor y venganzas.
Representantes
del viejo orden, derechistas, monárquicos, algunos periodistas o sacerdotes
fueron blanco de estos incontrolados. Feliciano Redondo, dentro de uno de los
grupos de riesgo, se vio atrapado en Avilés, preso del miedo. Vivió escondido
con una familia amiga en una vivienda del número 35 de la calle Rui Pérez. Un
refugio próximo a las casas de la plaza, las de los Hermanos Orbón, incendiadas
en 1934, que, reconstruidas, acogieron en sus bajos la “Farmacia Única”. Le
acompañaban, al principio, otros cinco refugiados más. Desde allí vieron como
se desperezaba la guerra cuando el coronel Aranda lanzaba por la radio su bando
asumiendo el mando en toda la provincia. Poco más iban a escuchar. Las radios
fueron incautadas en los primeros días de la contienda. La única emisión se oía
por el altavoz del ayuntamiento
A partir de
entonces fueron topos. Buscaron noticias con sordina, intentando comprobar
informaciones de segunda o tercera mano. Las arengas sañudas de Queipo de Llano
hicieron concebir a sus informantes esperanzas de brevedad para la guerra. Pero
todo era propaganda. Entre las noticias ciertas llegó la de la muerte del
político y periodista Julián Orbón, el 28 de julio. Alguien dijo “¡ahora vienen
a por los curas!”, y cundió el terror.
Feliciano
Redondo veía en una casa de la misma calle, entre visillos, a otro refugiado. Y
se pasaban noticias en lenguaje de signos. Siempre el final estaba cerca. Las
tropas nacionales, al doblar la esquina, pero el tiempo seguía pasando.
Registros por sorpresa y noticias alarmantes los mantenían en tensión mientras,
el odio a “los rojos” seguía creciendo. Los imaginaba y los veía como
energúmenos; como fieras con forma humana. Hasta desconfiaba de la criada de
sus vecinos, Piedad, que le parecía “roja perdida”.
Siempre
mantenía franca la posibilidad de huida hacia otro piso si las cosas se
complicaban, pero, como ya era un topo, se construyó una madriguera. Tenía un
escondite dentro de su escondite. Un lugar recóndito de la casa. La vieja
despensa que comunicaba con el salón se condenó, cubriendo su puerta con un
aparador. Desapareció de verás. Desde allí se ocultaba de cualquier visita,
aunque fuese de confianza. Era ya el único refugiado.
Entre
tabiques, verdaderos y falsos, escuchaba conversaciones, imaginaba reuniones y
ponía cara a los sonidos. Llegó a conocer a todos los visitantes sin necesidad
de verlos. Por la voz, por sus giros y palabras, por la forma de pisar. Hoy están
los parientes de Valliniello; ayer vinieron los sobrinos de Carreño… Sólo le
llegaban noticias de sacas y paseos sin retorno. Desde la cárcel a Lugones, al
monte Palomo.
Se ocultaba en
la casa, donde procuraba no dejarse ver y salir lo imprescindible a pasear por
un Avilés donde nadie lo conocía. En la práctica había desaparecido. No lo
buscaban allí, aunque los registros de casas para descubrir reuniones
clandestinas, armas o refugiados continuaron.
Un día
vinieron al piso donde se escondía. Y lo encontraron.
Publicado en La Nueva España, 22-VII-2012.