EL REY DE LOS OTROS

Amadeo I apuntalando su infortunio en la calle marqués de Teverga (Infografía de Miguel De la Madrid). 

          Un coronel abría paso a la comitiva de Amadeo de Saboya. Iba desde el muelle hasta un lanchón camino de Arnao por una pasarela de lujo, orlada por pasamanos de ripias envueltas en percalina de color. Se afirmó en el enclenque pasamanos que cedió llevándose con él al agua la mano del coronel y, detrás de ella, todo su cuerpo. Lo sacaron sin sable, confundido para siempre entre las navajas de la basa en un desigual duelo de armas blancas, y con un aspecto no precisamente de gran gala. Era, cómo decirlo, una especie de mariscador de Estado Mayor.
            Qué mal augurio. El terreno fangoso de la ría de Avilés era el mismo terreno, incierto y movedizo, que había pisado aquella visita de un rey nuevo. Nuevo él y nueva la dinastía que con él empezaba para disgusto de la vieja aristocracia. La única diferencia entre el barro de la ría y el de la política de entonces es que en el primero aún se podía mariscar. En el otro se había cerrado la veda por exceso de toxinas y sobredosis de detritus. Y aún no había llegado el siglo XX.
Aquel 15 agosto de 1872 fue el momento simbólico que escogieron los dueños de Avilés para escenificar su ruptura en dos bandos irreconciliables. Que se odiaban, que llevaban años insultándose en la calle y en los primeros papeles y que, sobre todo, tenían intereses ocultos que tocaban la cartera, y eso era sagrado. De ella no se hablaba, se mentaban santos principios, defensas de libertades viejas, traiciones y batallas de añejo recuerdo. El humo de los cañones y el honor de los abuelos. La ideología disfrazaba las cosas, pero despistaba sólo lo justo. Luego vino lo del tren y los garrotes.
Por una parte estaba la aristocracia vieja. El bando de los de Ferrera, con título de marqués, que se mantenían fieles a su razón de ser, la monarquía. Para ellos no había más reyes que los de la casa de Borbón. La tradición. Pero el poder se iba repartiendo. José García San Miguel era uno de los cinco mayores comerciantes de Asturias, gran propietario y viejo traficante de emigrantes a Cuba. Sus iguales se agruparon en torno a la causa democrática con la euforia que le dieron los combates en la revolución de septiembre de 1868, La Gloriosa. Sus duros fueron pavimento para la larga carrera política de su hijo Julián. Venía con los nuevos pero, cuando hizo falta, no dudó en echar mano de la vieja política y de las viejas mañas caciquiles para perpetuarse en el poder. Eran equilibristas de los tiempos. Querían un cambio de las cosas, pero no tan radical como para que se llevase por delante sus muchos intereses y negocios. Como buenos profesionales, trabajaban con red.
Ese grupo nacía de la revolución que había apartado a Isabel II, la reina que se bañara en Gijón y bajara a la mina de Arnao. Julián García San Miguel consiguió su primera acta de diputado en las filas del progresismo radical, derrotando en 1869 al duque de Montpensier, candidato al trono de España. Un aval, aventado por España entera, más que sólido como para pasearse por la política de este distrito. Eran años de una extraordinaria inestabilidad. Ese tiempo que intentó clausurar Juan Prim buscando por Europa un rey. Lo encontró en Italia, en el hijo de Víctor Manuel II. Un rey distinto, constitucional, tal vez demasiado moderno para la España de los garrotes: Amadeo de Saboya.
Fue Amadeo I una especie de maletilla enfrentado a un Miura con una servilleta a cuadros. Se tiró de espontáneo en una plaza muy difícil y debió lidiar con el avispero nacional. Las viejas Españas. Sus viejos valedores y sus viejas pendencias dinásticas. La peor ganadería. De ese “ganao” que no respeta ni a los maestros.
Los carlistas en pie de guerra, los alfonsinos, al acecho, la Iglesia a la contra y, para colmo, el único pilar en el que se iba a asentar la nueva dinastía, el general progresista Prim, era asesinado justo antes de la llegada del nuevo monarca en un atentado del que aún hoy se habla y se cavila, tan confuso como el futuro de Amadeo. Un reinado que moría antes de nacer, emboscado como Prim en la calle del Turco.
Con el general moría el inventor que sostenía la probeta de la nueva mezcla. Detrás del humo que salía de aquel invento ya sólo se veía la cara asustada y borrosa del monarca, que tenía problemas hasta para entender el idioma de sus nuevos súbditos, algunos de los cuales no querían entenderse con él ni por señas.
Agítese todo eso y viértase sobre el Avilés de entonces en el momento que aquel desafortunado coronel se sacudía el barro de la guerrera. Los bandos del pueblo no pudieron escoger mejor notario que el rey para dar fe pública de tan profunda división. Para que su pelea tuviese árbitro, sin importarles que a ese custodio del reglamento le saltase a la cara la sangre de los estacazos.
Aquel viaje fue un vía crucis. Lo venía siendo desde Santander, Santoña, Bilbao y San Sebastián. Lo fue en Gijón y en Oviedo, donde sólo las bandas dieron realce a la comitiva que era recibida en las calles como si de un funeral se tratase. Avilés, desvío necesario por ser feudo del ya diputado Julián García San Miguel, era la esperanza. Pero no resultó más que otra estación de penitencia a la que el rey llegó desde la capital del Principado. De poco sirvieron los cánticos de los voluntarios de la libertad (que luego recibieron la Cruz de Isabel la Católica). De menos aún los protocolos y algunas demostraciones callejeras. No hubo bombas, ni cohetes, ni arcos de triunfo, ni repique de campanas. La visita fue un rosario de desprecios a quien era rey de España. Fue tratado como un intruso, con grosería, con la violencia que los tiempos iban dejando en este pueblo. Con el deseo de que aquel Amadeo “primero” fuese el último.
La antigua aristocracia miraba tras los visillos del desdén cómo el de Saboya atravesaba Avilés. No se abrieron los viejos palacios. No se abrieron las iglesias viejas. Los del bando de los "Sanmigueles" sólo consiguieron abrir la capilla de El Carbayedo, que no estaba custodiada por un cura, para que el rey pudiera rezar al Cristo del barrio alto. Durante años tan sencillo gesto fue recordado como un triunfo, como si así hubieran roto el sitio de la vieja nobleza que tampoco abrió las puertas del palacio de Ferrera. Fue la nueva burguesía quien dio acomodo al nuevo rey en casa de José García San Miguel. Nuevos ricos, nuevas reglas.
Desde entonces la aristocracia de siempre guardó aquel recuerdo como un mal sueño. Era el rey de los otros. El nuevo poder subía a Amadeo I a los altares de la democracia y José García San Miguel, el rico hospitalario, transformó su casa en palacio. De casa comercial a sede de un marquesado; el de Teverga. Lo había ganado en buena lid por la fidelidad a tan breve rey. Y tenía todo el dinero para defenderlo en la nueva política que se estaba adueñando ya de Avilés. La casa de Teverga iba ser, en los años venideros, el lugar desde el que se iban a tomar las decisiones que luego sancionaría la casa de la Plaza de la Constitución. Una era el cuartel y otra era el parlamento, moradas separadas, pero poderes juntos. Todos en sus manos.
Y así estaban los bandos en formación. Uno frente al otro. Marqueses contra marqueses. Aristocracia vieja contra aristocracia nueva. Sangre azul contra la roja sangre de La Gloriosa, teñida desde entonces para la ocasión. División para siempre.
El 10 de febrero de 1873 Amadeo I cayó sin demasiada resistencia y, con él, la monarquía, al día siguiente. Había llegado la República. La Primera. También fue muy breve. En la madrugada del 3 de enero de 1874 el general Pavía entraba en las Cortes al frente de una fuerza de guardias civiles para disolverlas por la fuerza y acabar con ellas.

Qué mal augurio, el de aquel coronel.