CON LA MÚSICA A OTRA PARTE

Infografía de Miguel De la Madrid sobre tarjeta postal.



Cuando se dispersó el humo del vapor, con el último bufido de la locomotora, apareció ante los ojos de la expedición avilesina la estación del Norte. Estaban en Madrid. Como quien sale de la máquina del tiempo, pero era la máquina del tren. Y aquello era una fiesta.
Se había preparado un recibimiento con el Orfeón España y representaciones de sociedades, en especial del Centro Asturiano. Muchos paisanos sobre el andén. La Asociación Coral Avilesina bajaba de ese tren para, al día siguiente, 5 de mayo de 1906, ofrecer en el Teatro de la Princesa lo que en los periódicos del Foro llamaban “Fiesta Asturiana”, unos y “Asturias en Madrid”, otros.
Un bolo de importancia para una institución como La Coral. Irse a la capital de España a demostrar sus dotes artísticas y hacerlo con buen pie, pues nada más ponerlo en el andén ya se veía que la cosa estaba “a favor de obra”. Hacía tiempo que el Centro Asturiano de Madrid venía preparando tanto despliegue de bienvenida, lo venía propagando, moviendo a la colonia y soltando noticias por los periódicos, que prepararon un ambiente muy propicio y engrasaron la reserva de entradas en los propios locales del Centro. En Calle Clavel número 2, daban razón.
Para comprender tanto aparato y tanto entusiasmo tenemos que entender lo que suponían los coros a principios del siglo XX. Eran una representación de la ciudad a la que pertenecían. Viajaban a lugares lejanos llevándola consigo como pequeña embajada y, al volver de una competición musical, eran recibidos como héroes en la misma estación, recorrían las calles del pueblo y luego eran llevados a los sitios más sagrados, donde las autoridades les rendían honores. Entonces esos lugares aún les pertenecían. Años después serían desplazados por los equipos de fútbol, con el mismo cometido, pero mayor capacidad de representación, que se tradujo pronto en mucho mayor aparato y parafernalia. Hasta hoy.
A Madrid se iba a otra cosa. A cantar y a triunfar en un teatro postinero. Porque todo sucedió en El teatro de la Princesa, dedicado a la primogénita de Alfonso XII, María de las Mercedes de Borbón y Austria. El edificio, construido a expensas de Don Alfonso Osorio de Moscoso, duque de Terranova y marqués de Monasterio, había abierto sus puertas el 15 de octubre de 1885. La sala dio que hablar desde el primer día. Su situación les pareció tan lejana del centro a los madrileños que decían de él que era el teatro de provincias más cercano a Madrid. Eso, hoy, parece todavía más burla que entonces, pues este coliseo principesco desde 1929 dedicado a la actriz María Guerrero, está tan cerca de Recoletos o de Chueca, que puede hacer pensar en las dimensiones de aquel Madrid que acogió a La Coral. No se olviden  que con ella viajábamos.
Y al teatro hemos de entrar. Como en los días de estreno. Bullicio en los pasillos, la colonia asturiana acudiendo al llamado del Centro de Madrid y personajes notables que se asomaban a los palcos. Todos los representantes de los viejos poderes, y alguno de los nuevos que ya se iban abriendo paso en Avilés: los marqueses de Teverga, José Manuel Pedregal, Crescente García San Miguel, General Suárez Inclán y Eladio San Miguel. Miraban a la escena y al lugar de la presidencia donde estaba nada menos que la Infanta Isabel de Borbón. Gran expectación y arriba el telón.
 Abrió el espectáculo la “Suite asturiana”, interpretada por la orquesta de la Sociedad de Conciertos, la lectura de Marcos del Torniello de una composición en bable y un popurrí de aires de la tierra. Entonces salió La Coral, a cantar. A exhibir ochenta voces, ochenta, a las órdenes de Enrique del Valle.
La cosa dio para más. José Benigno García o, si lo prefieren, Marcos del Torniello, ese poeta de casa que acostumbraba a sacar arrugados versos de la chaqueta, iba a presentar lo que entonces dieron en llamar “el boceto de costumbres asturianas ‘La Esfoyeta”. Decían de la obra que estaba tomada del natural, que era un trozo de la vida de esa Asturias que en Madrid veían al otro lado de unos lejanos montes. Y gustó. Precisión no debió faltar, pues el propio Marcos del Torniello se incorporó al elenco de actores, al lado de María Cabo, Rosa Méndez, Delfina Robés, e Ignacio y Leoncio Pérez.
 Fue entonces cuando sonó “Asturianas”, composición para tiple y tenor con acompañamiento de orquesta, obra de Heliodoro González. Fue muy celebrada en el teatro y entre los críticos de aquella velada a los que les pareció que había sabido trasladar al pentagrama la tierna melancolía de los cantos regionales. Y faltaba el fin de fiesta que puso Benjamín Orbón. Recriado como músico en Madrid, entonces ya empezaba a tener gran estima como pianista, antes de su definitiva consagración americana. Para la ocasión interpretó un concierto de Listz que llevó el delirio a los palcos.
Quedó un bis para el día siguiente. Los salones del Centro Asturiano sirvieron de auditorio para que la Coral interpretara tres popurrís de aire asturiano: “La Alborada” de Veiga, “El adiós del recluta” y “La Aurora” de Raventós. Allí mismo el tenor Ángel Álvarez se atrevió a interpretar una romanza de “Marina” y el aria ¡Oh Paradiso!”, dejando a la concurrencia preparada para un final con la rapsodia en bable de Marcos del Torniello. El triunfo fue completo, tanto como para cerrar el viaje con una visita a la residencia de la Infanta Isabel, que dio lustre regio a la despedida de coristas y músicos avilesinos.
Así que la expedición avilesina retornó con un recuerdo imborrable, satisfecha de aquel histórico viaje a la Corte. Pero la historia no acabó ahí. La Coral estaba acostumbrada a los lauros, pero también estaba hecha a la pelea. Entre bastidores, tras la patas, entre cajas y  mucho más allá de la concha del apuntador de estos teatros, se ocultaba el verdadero fantasma, localista y provinciano, que amenazaba el éxito del evento.
Por su ya comentada capacidad de representación y de movilización, los coros siempre eran algo más que grupos de cantantes a la orden de un director. Fueron también exponente de las luchas políticas que se vivieron a principios de siglo, luchas a las que no fueron ajenos los coros de Avilés, siempre aprovechados por unos u otros para que les dieran lustre y visibilidad social.
Y esas luchas se reprodujeron tras el viaje en la persona de su organizador, el ya muy conocido en esta páginas, Julián Orbón. El viaje arrojó un déficit de cinco mil pesetas que Orbón imaginó, al montar la expedición, cubrirían “algunos entusiastas hijos de Avilés que tienen su residencia de invierno en la villa y corte”. A ellos fue, personalmente, a pedir equilibrio para el presupuesto. Sin éxito entre la gente linajuda, que supo aplaudir desde los palcos, pero que no estaba preparada para pagar una entrada tan cara. El problema sólo se solucionó cuando Ramón López, copropietario del café Colón, acabó asumiendo la factura.  
Así fue como, un rotundo triunfo, se trocó en el más sonado fracaso para su promotor. En Avilés el viaje fue tratado como escándalo, fijándose precisamente en ese desfase económico y señalando a Julián Orbón como el principal responsable de no muy claros manejos. Su suerte cambió. Ese mismo año dejó de estar al frente de la Coral, de la secretaría de la Extensión Universitaria y de sus apreciadas Comisiones de Festejos. Sólo le quedaba, una vez más, una retirada estratégica. No mucho después volvió a La Habana.
En esa ocasión la Coral se fue con la música a otra parte y triunfó, pero el retorno al hogar no sonó bien. Sobre todo para Julián Orbón, que tuvo que marchar a otra parte, a Cuba y en vapor. Como en una habanera.