Infografía de Miguel De la Madrid sobre “El Campeón”de Nicolás Soria, 1910 (foto B. Lebrato). |
En 1890,
cuando era sólo cuestión de “sportmen” de engomados bigotes y velocípedos de
alturas mareantes, el ciclismo ya existía como deporte en Avilés. Ese año se
celebraban pruebas en el velódromo de Las Meanas, una pista difícil, de 200 metros sin peralte, entre
los almacenes de Oria y la panadería La Ceres. El mismo año en que comienza el
camino de Soria que, además de capital castellana y canción de Gabinete
Caligari, es apellido de una reputada familia avilesina. Un camino, el de
Soria, de muchos kilómetros y muchas pedaladas.
Manuel Soria,
que a ese Soria me estoy refiriendo, tendría unos quince años cuando todo comenzó
en serio. Era 1905. Tiempos ya del velódromo de El Carnero, cuando la práctica
del ciclismo se extendía a gran velocidad por toda España, a solo una década
del nacimiento de la
Unión Velocipédica Española. El chaval le daba bien a los
pedales, pero siempre en máquina ajena. Su padre no se creía que aquello iba en
serio y necesitó de mucha persuasión para aflojar los cuartos necesarios para
comprarle una bicicleta.
No piensen
ustedes que se trataba de un asunto de tacañería. Había que verle muy clara la
utilidad a la inversión pues, entonces, una máquina de freno contrapedal y
rueda libre, costaba entre 135 y 250 pesetas. Además, en familia de pintores y
melómanos, se creía que el chaval valía para más altas empresas. Lo del
"corpore sano" estaba muy bien, además era un corpore muy agradecido
éste, que demostraba progresos constantes en el deporte del pedal. Pero pesaba
más lo de la "mens sana". Manuel Soria ya había conseguido, por
ejemplo, el premio extraordinario de Pintura y Decoración en la Escuela de
Artes y Oficios de Avilés. Vamos, que era un parto aprovechado. Aplicado en
todas las vertientes de las destrezas y el conocimiento. Siempre le acompañó
esa doble vida y en ambos lados lució con brilló singular.
A los 19 años
participaba en su primera carrera de verdad. Los Campos-Alto La Miranda y
vuelta. Veinticinco kilómetros. Soria, que llegó segundo al Alto, se lanzó a
tumba abierta en la bajada dejando atrás a todos sus rivales. Y no eran de
corta talla. Hablamos de Basilio Norniella, Juan Meana o los hermanos Cuesta,
de Gijón. Palabras mayores. Marceliano y, sobre todo Jesús, además de afamados
ciclistas, fueron fabricantes de bicicletas. Su marca CUESTA, fundada en 1901,
facturaba un tipo de máquina muy especial, adaptada a las carreteras asturianas,
que pronto se hizo famosa en toda España. Eran fabricantes y deportistas,
estaban en buena forma y conocían todos los secretos de la máquina que, además,
era suya, en todos los sentidos.
Carreteras sin
asfalto, atravesadas por anchurosos lodazales que los ciclistas vadearon
primero con ruedas macizas y luego con aquellos tubulares de repuesto cruzados
sobre pecho y espalda como las cananas de un soldado de Pancho Villa. Era una
gran aventura. Todo posible. Carreras cortas, de fiesta mayor, o muy largas,
aquellas en las que, si no se estaba atento, los ciclistas podían llegar a la
anochecida, sin luz en la calle ni en las carreteras, negros por el polvo y por
el esfuerzo, zombis rodantes que aparecían de pronto entre las sombras de la
noche como mineros después de faena, con rostros esculpidos por el cansancio,
el sudor y la porquería.
Y no se vayan
a creer que tanto riesgo se hacía a cambio premios generosos. En aquella
carrera de La Miranda, Soria, tras 58 minutos y 45 segundos de enorme esfuerzo,
ganó una medalla de oro y dos cámaras de bicicleta. Aún la fama y las otras
cámaras, las de fotos, estaban lejos, muy lejos de hacer subir la cotización de
los como nunca "esforzados de la ruta".
La miseria de
las carreteras hizo proliferar los velódromos. Y con ellos un tipo de ciclista
más fino, mejor entrenado, más técnico y, en algunos casos, más potente y
explosivo para la velocidad. Esos lugares fueron el elemento natural de Manuel
Soria. Elegantes tribunas festivas en las que se agolpaba la mejor sociedad
para ver a los ciclistas. Fue Campeón de Galicia-Asturias-Santander en pista y
segundo en el Campeonato de España de velocidad en 1909. Al año siguiente fue
invitado por la casa Alcion, prestigiosa fabricante de bicicletas, para
participar en el Campeonato de España de profesionales, que se celebraría en
Barcelona. Otro segundo puesto. En este caso corría contra rivales de un prestigio
que ha vencido a los años como Durán y El Cojo de Bilbao. Más nombres de un muy
antiguo Olimpo.
Aunque el
mundo del ciclismo no era el de ahora, las pruebas menudeaban y en Asturias la
vieja afición a las dos ruedas empezaba a notarse en organizaciones de postín,
como la que le correspondió a Avilés ya en 1910: los campeonatos de España de
velocidad y fondo tras moto en pista. En tal ambiente Soria pudo seguir
haciendo camino. Contratándose fuera de Asturias, incluso en carreras internacionales.
Pero su pueblo tiraba, y su familia mucho más. Así que volvió a casa para
seguir estudiando, corriendo y triunfando. En 1910 participó en la Semana
Deportiva de Oviedo, reclamo para nuevos campeones como los vascos Vicente
Blanco, Lorenzo Oca, Feliciano Echevarría o Elizalde. Ganó en seis de las nueve
carreras disputadas. En las otras tres fue segundo.
Ya era famoso.
Temible en pista en competiciones de medio fondo a 60 vueltas. Era un
especialista y el hombre al que debían marcar todos los corredores. La fama de
Soria llegaba lejos.
Se esperaba de
él una carrera profesional larga, su proyección parecía segura, pero ocurrió lo
inesperado en septiembre de 1910. Fue Mieres el lugar de los hechos, sitio
adonde Soria había acudido para disputar una carrera. Los chiquillos le seguían
por la calle cuando salía a entrenar, tenía tratamiento de figura local y en
esa calidad fue invitado. Respondió pronto a las mejores expectativas escapándose
en compañía de Sela, un corredor de la tierra y buen amigo suyo. Por aquello de
que corría en casa, Sela, que llevaba buenas piernas, decidió lucirse y probó
las de Soria. Demarró y le metió unos metros, parecía que le iba a caer una
minutada. Sela movía gran desarrollo sin dificultad, iba muy rápido, pero
demasiado confiado para las carreteras (o como se llamaran) de la época. En un
despiste se fue al suelo, con tal mala fortuna que su cuerpo se estampó contra
un guardacantón. Muerto en el acto.
Ese riesgo
siempre estaba presente. Los ciclistas sabían que la muerte podía acechar en
cada curva, detrás de cada derrape, a la vuelta de cualquier despiste. Pero
cuando La Parca le mira a uno a los ojos es muy difícil mantenerle la mirada. Soria
sintió aquello como si la caída hubiese sido propia. Un impacto profundo, una
impresión de la que no se repuso jamás. En aquel mismo instante dejó la carrera,
la de Mieres y la de ciclista. Se bajó de la bici de competición para siempre.
Intentaron convencerlo, pero no hubo manera.
Su vida empezó
entonces a cubrir las etapas de aquella otra carrera en la que, por familia y
condición, también era consumado especialista. Al poco de colgar los tubulares,
en 1912, comenzó su labor docente como profesor de Dibujo en la Escuela de
Artes y Oficios. Lo mismo hizo, desde 1928, en el Instituto Carreño Miranda y más tarde en la
Escuela de Maestría Industrial y el Colegio San Fernando. Murió, sin dejar
Avilés, en 1967.
Allí acabó el
camino de Manuel Soria. Fue muy corto en el ciclismo. Se marchó para siempre
mostrando su dorsal polvoriento a tantos aficionados que jamás pudieron volver
a gritar su nombre en las cunetas. Pero, también para siempre, quedará la imagen
con la que lo inmortalizó su hermano y gran pintor Nicolás: agarrado a la
bicicleta, el jersey deportivo de la Casa San Román de Barcelona sangrando en
el pecho por el lugar donde lo cubría la roja estrella de “El Campeón”.