LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ASTURIAS


 Famosa tarjeta postal con la entrada a la Provincia de Oviedo por Pajares, completa con una infografía de Miguel De la Madrid.


El primer intento para que la Provincia de Oviedo, la de los documentos, pasase a ser Asturias, la de los corazones.

Jamás ha existido una comunidad humana si no hay nombre que la llame. Asturias, el nombre, nació a la escritura al menos en el siglo VIII. Se supone que a las mentes y a los corazones ya había nacido antes. Por eso las cosas que se cuentan en este artículo vienen de lejos.
Acerquémonos un poco. Hasta 1833. Por entonces una reforma administrativa cambió los lindes y hasta los nombres de los territorios de España. La respaldó un Real Decreto de 30 de noviembre, firmado por el ministro de Fomento, Javier de Burgos. Se trataba de romper con el Antiguo Régimen, con sus servidumbres y ataduras a través de una nueva estructura territorial, geográfica y política. Con él nacieron la provincia y su órgano electivo: la Diputación. Ambas han desaparecido ya a este lado del Pajares, pero entonces tuvieron una gran importancia. Asturias no se llamó de esta vieja manera, sino Provincia de Oviedo. Los papeles pudieron sobre los sentimientos.
Hasta aquellos momentos España era un Estado débil en su idea y en sus mecanismos administrativos. Después de las provincias, el centralismo y la uniformidad cultural ganaron enteros, aunque en realidad la mayor fortaleza fue de las mismas provincias y no del Estado. España era una suma de estructuras locales con unas diputaciones en las que se jugaban las influencias de los señores del territorio, maduradas en interminables tardes de casino. Solares de caciques. Poblachones con guarnición militar, escuela, hospital, hospicio, funcionarios y, en el mejor de los casos, terminal de ferrocarril, que organizaban la vida comercial del territorio. La capital lo era casi todo.
Siendo Oviedo indiscutida capital, todos sabían, y sentían, que el resto del territorio no se podía representar solamente con ese nombre. Que no era suficiente con las líneas rojas de los atlas, las que se chapuzaban en el mar o ascendían a los montes de planas cartografías. Que desde el Eo al Deva y desde el Cabo Peñas a los Picos de Europa había mucha tierra, mucha mar y mucha gente que caía a las afueras de Oviedo. Aunque así pasaron casi cien años.
No parecía la dictadura de Primo de Rivera el momento más propicio para dar pábulo a las ambiciones regionalistas. Había nacido, entre otras cosas, para aplacar las ansias de los ya muy influyentes nacionalismos periféricos, especialmente el catalán. Pero fue muy poco antes de la llegada del General cuando el regionalismo se despertó en Asturias.
Este movimiento había aflorado con fuerza en toda España tras la Primera Guerra Mundial. Desde posturas conservadoras, en nuestra región se intentaron algunos experimentos como la Liga Pro Asturias de Nicanor de las Alas Pumariño o la Junta Regionalista de su competidor Juan Vázquez Mella, capaz de agrupar sectores ultraconservadores e incluso carlistas. En 1918 se publicaba la “Doctrina asturianista”. Dos años después, la creación del Centro de Estudios Asturianos tuvo gran repercusión con su labor de investigación sobre temas de la tierra. Eran buenos momentos para la causa regional. Ese sentimiento fue hábilmente utilizado por el aparato de la dictadura de Primo de Rivera, refugiada tras el nacionalismo carbonero. El carbón era nación.
Todos estos elementos nos llevan al Avilés de los años veinte. Allí el poderío de José Manuel Pedregal y el Reformismo se tradujo en un acercamiento al regionalismo. Desde el 5 de enero de 1919 el viejo Centro Instructivo Republicano Reformista, quedaba sustituido por un Centro Democrático Regionalista, “siempre dentro de la unidad de la Patria”. Los gestos eran importantes; las palabras más aún, y el ayuntamiento de Avilés decidió realizar un gesto que tenía mucho que ver con las palabras y con lo que ellas nombraban: adoptó un acuerdo para pedir que fuese sustituida la denominación “provincia de Oviedo”, por la de “provincia de Asturias”. Era abril de 1926.
Fue una iniciativa de gran repercusión. Se fundó en “razones históricas, de tradición y de propiedad de nombre, por expresar la palabra ‘Asturias’ sin equívocos ni restricciones de ningún género, la totalidad geográfica de la provincia, y ser aquel el nombre con que ésta es conocida en España y fuera de ella”. Se elaboró un documento y fue enviado a todos los ayuntamientos de Asturias para que pudiesen apoyar la propuesta dirigiéndose a la Diputación.
Los localismos y la opinión publicada se movilizaron de inmediato. El diario “Región”, como periódico de Oviedo, no podía manifestarse abiertamente a favor de que el nombre de su ciudad desapareciese de la más alta nominación de la región. Pero, como periódico asturiano, no podía oponerse frontalmente a que el nombre común de su tierra pasase a ser el nombre propio aceptado por todos. Que fuese Avilés la ciudad encargada de hacer la propuesta era lo que más dolía. Aquí basó el periódico ovetense una campaña de casi una decena de editoriales. Estaban de acuerdo con la propuesta, pero en desacuerdo con el proponente. Atizó una polémica localista con la excusa de una polémica regional.
En ese momento el asunto era ya de interés general y lo trataban todos los periódicos de Oviedo, Gijón y Avilés. Además, numerosos ayuntamientos habían respondido afirmativamente al llamamiento del avilesino: Aller, Amieva, Boal, Cabranes, Candamo, Castrillón, Castropol, Colunga, Corvera, Degaña, El Franco, Gijón, Gozón, Illano, Illas, Langreo, Luarca, Llanes, Muros de Nalón, Nava, Noreña, Peñamellera Alta, Siero y Villaviciosa. Es decir, sólo los que habían respondido directamente suponían casi la mitad de la población asturiana.
A ellos se sumó, y cursó petición formal, el Centro Asturiano de Madrid, con el simbólico peso de la diáspora, siempre dispuesta a estar en Asturias “en todas las ocasiones”. El pleno de la Diputación acordó pedir al gobierno el cambio de nombre en acuerdo tomado el 24 de junio de 1926.
Parece un asunto sin importancia, sobre todo teniendo en cuenta que la Provincia de Oviedo sobrevivió a este movimiento muchos años más, hasta que acabó entregando sus municipios y territorios a la comunidad autónoma que, con el nombre de Principado de Asturias, nacía con su Estatuto de Autonomía en 1981. Parecía, digo, un asunto de poca importancia en 1926, pero tenía mucha. La tuvo para Asturias y la tuvo para Avilés, que se situó a la vanguardia de causas que parecieron de la mayor trascendencia en toda la provincia.
En nuestro presente tan crítico Asturias divisa un futuro incierto. Es cuestión económica, pero también de identidad. Con la economía se van por el sumidero parte de los rasgos propios del pasado. Desaparecen con la retirada de viejas actividades productivas; la minería, por ejemplo.
Dentro de ese escenario se mueve Avilés, ciudad que perdió un día su identidad y encontró otra en una nueva actividad económica, que después perdió también. Una villa que lleva décadas alejada de los centros de decisión, aunque en ellos se decidan sus destinos. No viene mal, por tanto, recordar algún momento, como éste de 1926, en que Avilés marcó el paso a las iniciativas de la sociedad y de la identidad asturianas.
Hoy, más que nunca, sigue siendo importante seguir llamándose Asturias.
                                                                                   
                                                                           Publicado en La Nueva España, 1-VII-2012.

SE MONTÓ LA BARRACA EN EL PARCHE


Hace ochenta años que Avilés fue estación en el recorrido de unos cómicos de la legua dirigidos por Federico García Lorca (infografía Miguel De la Madrid).

Cuando llegaron al Parche daba la impresión de que aquellos dos camiones habían tragado mucha carretera. Eso se veía enseguida porque, entonces, ni los camiones ni las carreteras eran como las de ahora. Lija polvorienta que dejaba su huella en chapa, gomas y espaldas de los tripulantes. Venían de Grado, pero, por su aspecto, podían haber llegado de las fuentes de Nilo. Parecía un Safari. Y en cierto modo lo era; un safari cultural en busca de tierras abandonadas por la cultura: La Barraca, de Federico García Lorca.
Sus tripulantes eran cómicos en el más sincero y viejo sentido de la palabra. En todo lo demás eran muy jóvenes. Estudiantes universitarios, con ganas de comerse el mundo y algo más, pues se dedicaban a una empresa mayor: querían cambiar aquel mismo mundo, con el vigor, el idealismo y la ingenuidad propia de los pocos años.
            Su juventud era también la de la Segunda República. Cuando llegó, Lorca era ya un intelectual bien considerado en sus facetas de poeta y dramaturgo. Tenía una idea. Quería montar un teatro ambulante, portátil, de corto empeño en cuanto a transporte y montaje y, sin embargo, de largo alcance en cuanto a sus fines más profundos. Se trataba de recrear la farándula y, con ella, elevar las cualidades estéticas del teatro español. Darle nuevo vigor, a base de una transfusión de sangre joven.
            Para hacerlo había que viajar. Llegar a pueblos y villas y mostrar aquello que hacía siglos que se había sido escrito, a gentes que jamás lo habían podido conocer. El teatro del Siglo de Oro para los campesinos. Cierto que la idea estaba pensada para lugares más pequeños y más remotos que Avilés, aunque se montó también en Oviedo, pero no en Gijón, ante el disgusto de los más enterados. En fin, que nuestra villa estaba en el camino. El de los camiones y el de la vieja tradición de la Institución Libre de Enseñanza.
Era un proyecto de educar al pueblo, pero también de política nacional. Aquí sus intenciones se unían a las de las Misiones Pedagógicas del gobierno republicano. Tras los propósitos de La Barraca, como los del Coro y el Teatro del Pueblo de Alejandro Casona, había mucho más que teatro.
La piel de toro, como casi siempre, estaba metida aquellos primeros años republicanos en un problema de identidad nacional. Hacía más de tres décadas que, dentro de la misma España, había muchas españas. Algunas por diferencias sociales o económicas y otras por diferencias ideológicas y culturales. Fuertes poderes centrífugos, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, cuestionaban ya la idea de España. La República tenía su propio plan para combatirlos. Se trataba de cimentar la unidad política en la unidad cultural. Una estrategia parecida a la que ya había usado el nacionalismo catalán, para quien la idea de la cultura como medio de hacer patria venía prestando buenos servicios hacía tiempo.
Se pensaba que en España el progreso había creado una fractura insalvable entre el campo y las ciudades. El país estaba metido en una crisis de la que sólo se saldría uniéndolo, estimulando un sentimiento patriótico común. Fue un debate muy vivo, con aristas cortantes. Entonces como ahora, las dificultades sacaban a la calle la controversia entre los que concebían una España más europea, como resorte de modernización, y los que querían que fuese más hispana que nunca.
Se buscó una salida que diese contento a ambas posturas. Una idea de España cimentada en torno a una vieja, pero fuerte, Castilla, capaz de unir a una nación muy regionalizada. Les pareció que, para ello, habría que usar instrumentos nuevos, como la cultura, con los que desalojar a otros viejos, como la religión, sin duda fuerte argamasa hasta entonces del viejo edificio patrio.
Era su propósito. Extendieron esa visión nacional, basada en el cine, el teatro o la literatura. Cultura española para cohesionar un país recorrido por Misiones Pedagógicas que podrían llevar al fin un discurso común, el del orgullo de pertenecer a esa cultura que se enseñaba en la escuela, para combatir a brazo partido el 32% del analfabetismo que campaba en la sociedad. Explicar a los habitantes de aldeas remotas que la historia de España era la historia de todos y de cada uno de ellos. Y hacerlo con el verso del Siglo de Oro, que los campesinos, acostumbrados a romances y aleluyas de ciego, entendían mejor que el teatro de su tiempo.
Poco más o menos así fue el programa de los gobiernos del Bienio Reformador, con estrategias parecidas a las que tenían los muy prestigiosos y primeros veraneantes de Salinas. Las ideas de la Institución Libre de Enseñanza habían llegado al poder. Aquel viejo proyecto de regeneración a través de la educación de una España en tantos años atrasada. Y allí estaba el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, con un cualificado representante de la Institución, Fernando de los Ríos, para darle a su amigo Federico García Lorca la subvención de 100.000 pesetas con las que engrasó los ejes de La Barraca, desde febrero de 1932.
Y con ese dinero se compraron los camiones en los que llegaron hasta Avilés aquellos muchachos que se anunciaron hace, justamente hoy, ochenta años. Llevaban consigo un proyecto que, como el logotipo diseñado por su director artístico Benjamín Palencia, aspiraba a triturar kilómetros con la rueda y triturar ignorancias con las cambiantes máscaras del viejo arte teatral.
El Parche se llenó de aquella tropa de operarios-artistas con sus monos de obrero de la cultura. Un trasiego sin fin, una actividad frenética de mover tablas, de subir y bajar forillos, focos y telas pintadas hasta que el corazón de Avilés pareciera un teatro, con el apoyo de la Biblioteca Popular Circulante y de varios avilesinos amantes de la Cultura.
Esa plaza siempre ha sido el mejor foro de la villa. Allí habían tenido lugar las puestas en escena de los acontecimientos políticos y sociales. Se había dado la bienvenida al progreso, vítores al poder y lágrimas a las desgracias. Pero también era, desde siempre, el lugar de las representaciones festivas, teatrales y hasta taurinas. Varias décadas antes de la llegada de La Barraca, esa misma plaza ya acogía cinematógrafo público, con una pantalla sujeta a los balcones de las consistoriales. Todo está inventado.
La noche del día 3 de septiembre de 1932, con actores bañados por reflectores eléctricos y un numeroso público sentado en las sillas colocadas por la Asociación Avilesina de Caridad, empezó la función. El mundo reconstruido en un escenario de 6 x 8. Fue por el libro de estilo que los barraqueros reservaban para públicos populares: los entremeses de Cervantes La cueva de Salamanca y La guarda cuidadosa, además de Los habladores.
Y ahí estuvo el problema. Frente al ayuntamiento de Avilés no hubo ese día una guarda muy cuidadosa y, además de los habladores que se subieron a las tablas, hubo muchos otros que se sentaron en la plaza a contemplaros. Y hablaron mucho. Y alborotaron más. Y acabaron trepando a las sillas para ver mejor, sin importarles que los que tenían detrás nada veían. Son cosas de la farándula. Una recreación perfecta. Absolutamente farandulera hasta en la reacción del público incontrolado. Ya les digo que aquello era un buen foro y, como sucede en este tipo de lugares, cuando alguien se reúne para exponer cualquier asunto, el auditorio puede intervenir en la discusión.
Y se montó. La Barraca de los estudiantes-actores y la barraca de los alborotadores que deslucieron un acto histórico. Claro que, entonces, ni unos ni otros sabían que estaban pasando, al menos, a la pequeña historia de Avilés.

Publicado en La Nueva España, 3-IX-2012.

UN CURA ENTRE ROJOS (I)


Feliciano Redondo en los días de su estancia en Avilés (infografía: Miguel De la Madrid).



El Avilés a retaguardia de la guerra civil sirve de escenario para una historia singular.

Juan Carlos De la Madrid

            Este hombre que posa descansando, como si estuviera en un jardín clásico, lectura a mano y ropa de paisano, no es tal cosa. Es un cura. Feliciano Redondo para más señas. Leonés de nacimiento, con la edad de Cristo recién cumplida y visitante ocasional de Avilés en un mes de julio del año 1936. Por estas fechas hace setenta y seis años.
No le pareció el mejor mes ni el mejor año para ser cura en Avilés. La visita se le hizo larga. Quince meses y tres días. Los mismos que aquí duró la última guerra civil, desde el 18 de julio de 1936 al 21 de octubre de 1937. Los recordó para siempre como “Quince meses inhábiles en Avilés”.
Era Feliciano Redondo un profesor del seminario de Valdediós a punto de iniciar sus vacaciones. Automóviles Luarca estaba en huelga y, para tomar el tren hacia León, la mejor combinación que se le presentó fue pasar la noche en Avilés, aceptando la invitación de un amigo. La agitación era máxima. En Oviedo circulaban noticias confusas: que si la Escuadra trae al Tercio, que si todas las guarniciones están complicadas e irán sumándose a la sublevación, que si Aranda toma posiciones. Vientos de guerra. Temió verse atrapado allí en una situación incierta y decidió refugiarse en Avilés esperando acontecimientos.
Pero desde la noche del 17 de julio alpargatas moras ya pisaban las tierras de África, rebeladas contra la Segunda República. A partir de entonces no hubo días para viajar. La guerra civil había comenzado.
Los tiempos eran de enorme confusión.  Los gobiernos de la República habían sido hostigados por anarquistas, socialistas, monárquicos y militares. Estos dos últimos grupos, resueltos a aniquilar el sistema, organizados y con abundancia de armas en la mano, desataron el golpe definitivo, respondido con una resistencia, política y popular, convertida en revolución social.
El bando insurrecto tenía la fuerza. Unos 120.000 hombres armados y entrenados. Al otro lado, el gobierno, disponía de los recursos industriales, de las infraestructuras y de mayor población (unos catorce millones de habitantes), pero era una zona fragmentada que no podía conectar los minerales del norte con la industria manufacturera levantina y catalana. Un empate de ideologías y territorios que, olvidadas ya las urnas, sólo con las armas se quería resolver. Todos contra todos dentro de la piel de toro.
La vida, como el país entero, quedó dividida en dos bandos por la trinchera de la sangre. “Rojos” unos, “nacionales” otros. Etiquetas que el tiempo fue poniendo para explicar una inexplicable masacre entre hermanos.
El gobierno asistió a la quiebra absoluta de su poder militar. A primera hora puso armas en manos de milicianos y a veces de grupos incontrolados. Asturias, fiel a la República, había quedado aislada del resto de la zona gubernamental por el triunfo de los sublevados en Galicia y Castilla. Dentro de la propia región dos núcleos seguían la insurrección: Oviedo, defendida por el coronel Aranda, y el cuartel de Simancas de Gijón, que sólo prolongó un mes su resistencia.
La situación de Avilés a primera hora fue tranquila. Las fuerzas regulares de la villa (además de carabineros y policía municipal) eran escasas, habían mermado por la disolución de un escuadrón de caballería acantonado tras la revolución de octubre de 1934. En la mar, la inexistente flota gubernamental del Cantábrico (sólo un torpedero) estaba representada por buques de circunstancias, sobre todo lanchas guardapesca, que, como mucho, podrían garantizar algún suministro. En realidad, la única flota avilesina la componían los pescadores que, cuando pudieron, siguieron faenando durante la contienda.
Los primeros días fueron el momento de los mayores desórdenes. De las milicias armadas, con más entusiasmo que disciplina. Allí pescaron los oportunistas. Pandillas de delincuentes que se aprovecharon de la situación para sacar tajada. La alcaldía de Avilés denunció los sucesos ante Comité Local del Frente Popular cuando se llevaba casi un mes en esa situación de, en sus propias palabras, “reiteración de los hechos vandálicos y de vergonzosos latrocinios” cometidos por “algunos elementos que sin justificar representación de los Comités responsables ni de autoridad alguna realizan registros domiciliarios en determinadas casas para apropiarse de objetos de valor”. Tiempos de rencor y venganzas.
Representantes del viejo orden, derechistas, monárquicos, algunos periodistas o sacerdotes fueron blanco de estos incontrolados. Feliciano Redondo, dentro de uno de los grupos de riesgo, se vio atrapado en Avilés, preso del miedo. Vivió escondido con una familia amiga en una vivienda del número 35 de la calle Rui Pérez. Un refugio próximo a las casas de la plaza, las de los Hermanos Orbón, incendiadas en 1934, que, reconstruidas, acogieron en sus bajos la “Farmacia Única”. Le acompañaban, al principio, otros cinco refugiados más. Desde allí vieron como se desperezaba la guerra cuando el coronel Aranda lanzaba por la radio su bando asumiendo el mando en toda la provincia. Poco más iban a escuchar. Las radios fueron incautadas en los primeros días de la contienda. La única emisión se oía por el altavoz del ayuntamiento
A partir de entonces fueron topos. Buscaron noticias con sordina, intentando comprobar informaciones de segunda o tercera mano. Las arengas sañudas de Queipo de Llano hicieron concebir a sus informantes esperanzas de brevedad para la guerra. Pero todo era propaganda. Entre las noticias ciertas llegó la de la muerte del político y periodista Julián Orbón, el 28 de julio. Alguien dijo “¡ahora vienen a por los curas!”, y cundió el terror.
Feliciano Redondo veía en una casa de la misma calle, entre visillos, a otro refugiado. Y se pasaban noticias en lenguaje de signos. Siempre el final estaba cerca. Las tropas nacionales, al doblar la esquina, pero el tiempo seguía pasando. Registros por sorpresa y noticias alarmantes los mantenían en tensión mientras, el odio a “los rojos” seguía creciendo. Los imaginaba y los veía como energúmenos; como fieras con forma humana. Hasta desconfiaba de la criada de sus vecinos, Piedad, que le parecía “roja perdida”.
Siempre mantenía franca la posibilidad de huida hacia otro piso si las cosas se complicaban, pero, como ya era un topo, se construyó una madriguera. Tenía un escondite dentro de su escondite. Un lugar recóndito de la casa. La vieja despensa que comunicaba con el salón se condenó, cubriendo su puerta con un aparador. Desapareció de verás. Desde allí se ocultaba de cualquier visita, aunque fuese de confianza. Era ya el único refugiado.
Entre tabiques, verdaderos y falsos, escuchaba conversaciones, imaginaba reuniones y ponía cara a los sonidos. Llegó a conocer a todos los visitantes sin necesidad de verlos. Por la voz, por sus giros y palabras, por la forma de pisar. Hoy están los parientes de Valliniello; ayer vinieron los sobrinos de Carreño… Sólo le llegaban noticias de sacas y paseos sin retorno. Desde la cárcel a Lugones, al monte Palomo.
Se ocultaba en la casa, donde procuraba no dejarse ver y salir lo imprescindible a pasear por un Avilés donde nadie lo conocía. En la práctica había desaparecido. No lo buscaban allí, aunque los registros de casas para descubrir reuniones clandestinas, armas o refugiados continuaron.
Un día vinieron al piso donde se escondía. Y lo encontraron.

Publicado en La Nueva España, 22-VII-2012.

UN CURA ENTRE ROJOS (Y II)



Desenlace de la historia de Feliciano Redondo, cuando el final de la guerra da paso al estallido de la paz y los rojos a las rejas.
(infografía: Miguel De la Madrid)


Desde la pasada semana asistimos a la peripecia de Feliciano Redondo, sacerdote leonés atrapado en Avilés en los primeros días de la guerra civil. Oculto en casa amiga durante semanas, sin casi salir a la luz, hasta que acabó siendo descubierto. El relato se había interrumpido en el momento en que llamaron a su puerta. El día siguiente al San Agustín de 1936.
Era la Policía motorizada. Detrás de tan pomposo y moderno nombre se ocultaba una milicia que utilizaba para sus desplazamientos un camión amueblado con bancos del parque. El viaje era corto. Lo llevaron a la Delegación de Orden Público y al Comité de Guerra, en el Palacio de Ferrera. La casa de la marquesa era ahora cuartel. Armas sobre las mesas y en las paredes y mucho movimiento de correajes y cananas por la escalera noble.
 Tras pasar un leve interrogatorio Feliciano convenció a sus interrogadores de que era un labrador de León y allí quería volver, pero León era la otra España y él debía permanecer en ésta presentándose todos los días a las ocho y media de la mañana a la nueva policía. Todo Avilés fue su cárcel, pero estaba contento. Temía algo mucho peor y disfrutaba del breve triunfo de haber engañado a “los rojos”. De burlar, un día tras otro, a aquel guardia que lo recibía en la puerta y que, pese a los relevos, para su recuerdo “casi siempre tenía cara de idiota”.
En Avilés se vivían las improvisaciones de la retaguardia y las prisas revolucionarias con evidentes cambios en su fisonomía. El palacio de Ferrera no era el único edificio que había mudado el uso. Otras casas importantes fueron acondicionadas para la situación, en especial el Palacio de Llano Ponte (hoy cines Marta) que se convirtió en Cuartel de Milicias, la antigua Banca Maribona, sede del Departamento de Industria y Comercio, la parroquial de San Nicolás, primero polvorín y más tarde cuartel. Todo tipo de organizaciones políticas y sindicales colonizaron otros edificios destacados, mientras las iglesias mostraban las huellas de la saña de los primeros momentos.
En toda Asturias la autoridad se había asentado. Llegaba la normalidad, tras dos meses de desmanes, si es que normalidad puede haber en medio de una guerra. Al menos fueron controlados los oportunistas y los asesinos. En mayo de 1937 en toda España la situación de violencia y confusión de los primeros tiempos estaba definitivamente zanjada con la sustitución del poder de los sindicatos por un gobierno de coalición. Se reprimió a los incontrolados y se inició una dura labor de búsqueda y depuración de infiltrados y quintacolumnistas. Los primeros desmanes se habían atajado pero, aún así, la situación era propicia para que la venganza saltara controles, se deslizara en las noches y medrara en el día a día. Era una guerra. Nada hay peor.
A pesar de las circunstancias los días de Feliciano Redondo se hicieron más agradables. En poco tiempo dejó de presentarse al Comité. En Avilés no había registros ni documentos que lo pudiera delatar, por lo que logró sortear la movilización, la obligación de tener el carnet de trabajo y aún de participar en el batallón de trabajadores para fortificaciones que se nutría de los civiles a retaguardia. Se dedicó a la lectura y al estudio del Método de Solfeo del Maestro Eslava. Pudo conocer Avilés, recorriendo sobre todo sus alrededores, desde San Cristóbal a Trasona, y guardó memoria de sus calles. La Cámara, que cruzó tantos días, era para él la “Calle Ancha”, recordando la calle más importante de León.
Así pasaron trece meses más. Entre las voces de Queipo de Llano, los partes de Salamanca, que corrían de boca en boca, las colas del pabellón Iris y las del racionamiento, el lejano sonido de la orquesta o del cine sonoro, la radio única desde el altavoz del ayuntamiento, los mítines en La Peña y el pasar de milicianos. Feliciano logró borrar su rastro mientras la vida cotidiana no lo era. Todo era excepcional.
Los coches no circulaban. Estaban controlados y sus conductores a disposición del Comité de Transporte para realizar cualquier servicio que les fuese encomendado. Los Tranvías, controlados asimismo, no empezaron a cobrar billete hasta noviembre de 1936. Los alimentos se servían a precios tasados, publicados por meses. Regían las cartillas de racionamiento. Como, por el miedo a la aviación, hacer grupos o colas en la calle era peligroso, se despachaban a resguardo de la estrecha calleja de Los Cuernos. Faltaban los productos de primera necesidad. El pan era negruzco y escaso. Los nabos sucedáneo de las patatas y la leche o les fabes piezas de colección que había que ir a buscar más allá de Trasona y a tiro fijo. A pesar de ello, nunca le faltaron leche ni huevos a Feliciano Redondo. Sus anfitriones lo eran de verdad, y muy hábiles a la hora de buscar viandas donde no había. Un lujo.
El cerco se iba estrechando. Aunque durante los quince meses de guerra Avilés no estuvo en primera línea de fuego,  los bombardeos, sin embargo, llegaron a causar alarma. La aviación “nacional” aterrorizó a la población. Las sirenas de alerta eran el sonido del miedo de aquellos días. Los avilesinos se habían acostumbrado a su lenguaje chillón en función del número y la intensidad de los toques: “normalidad”, “peligro” y “alarma”.
Avilés también era retaguardia para una tropa de heridos y mutilados que llenaba su flamante hospital de Caridad y el no menos nuevo edificio del Instituto. El pánico sembrado por la aviación no se tradujo en efectos equivalentes hasta la última semana de la guerra, en la que las bombas cayeron sobre el centro de Avilés. Ni el edificio del ayuntamiento se libro de la ruina. Se temía lo peor. Corría una terrible frase de Queipo de Llano: “de Asturias sólo me interesa el solar”. Pero el frente corría más. Llegó, sin más novedad, el día 20 de octubre de 1937 y, con él, el final de la guerra para Avilés.
            Muchos de los datos de este artículo han salido de las memorias de su protagonista. Hechas de recuerdos, sin anotaciones y a posteriori de los hechos narrados, cuando, según él mismo reconocía, “el tecnicismo de llamar rojo o roja a una persona, lo hemos aprendido ahora, después de la liberación. Entonces se decía “del Gobierno” o “de los Militares”.
Para él y sus compañeros de escondite llegó esa ansiada liberación, que celebraron en misa de campaña entre gritos de ¡Arriba España! Feliciano Redondo abandonó Avilés y pudo desarrollar después una larga vida profesional. Fue, durante 30 años, Párroco de San Tirso el Real, durante 17 Arcipreste de Oviedo y, como Monseñor, pasó a la historia de su pueblo leonés de Villaquejida dando nombre a una calle. Dejó atrás esos días que pasó viviendo, en sus palabras, “bajo el signo de Moscú”.
 Pero ahí no se acababa todo. La liberación llegó sólo para una parte de la población. En la misma tierra vivían dos ejércitos y uno de ellos quiso demostrar su victoria. Concluyeron los desastres de la guerra, con medio país aún en armas y, sin tiempo para el reposo, empezaron las venganzas legales de la paz, en una interminable posguerra.
Las madrigueras cambiaron de lugar, pero sirvieron de refugio a otros topos que dejaron de ver la luz durante décadas. Las fosas y las cunetas se volvían a abrir mientras nuestro protagonista dejaba de estar entre rojos y éstos, y muchos otros, empezaron a estar entre rejas.

Publicado en La Nueva España, 29-VII-2012

DE LAS GLORIAS DEPORTIVAS

Una postal de Salinas se asoma a una alienación del Madrid de 1909 con Bernardo Meléndez, Manolo Prats, José Ángel Berraondo, Federico Revuelto y Román (en pie). Perico Parages, Julián Ruete, Neira, Lafora y Buylla (sentados).
Montaje: Miguel De la Madrid.

El fútbol entró en España lo mismo que salía el mineral: por los puertos. Allí donde hubo intereses británicos, tarde o temprano algún marinero acabó bajando un balón del barco para darle patadas ante el asombro de los nativos. En los lugares donde no había puerto, por ejemplo en Madrid, fueron los estudiantes quienes se encargaron de traer las nuevas costumbres que se jugaban en las tierras de Albión. Y en Avilés, como tenemos ambas cosas, de ambas formas llegó hasta nosotros el fútbol. Por el puerto y por los libros.
Barcos y libros se juntaban en Salinas, un lugar que casi tocaba puerto y donde la Universidad de Oviedo decidió instalar una colonia de verano que daba vacaciones a los niños más necesitados del interior. Mejoraba sus cuerpos enclenques e introducía alimento espiritual a sus mentes. Con eso, algún hotelito que otro y el apoyo de la Real Compañía Asturiana de Minas, se montó una playa para el veraneo elegante. Un arenal que fue, ante todo, la playa de la Universidad de Oviedo. Y el principio del turismo de costa por estos lares. Ahora que hemos descrito el escenario, demos un rodeo.
En sus inicios, la expansión geográfica de la práctica fútbol coincidió, más o menos, con el Desastre español de 1898. El pesimismo nacional. Había que regenerar el viejo cuerpo de España gangrenado por añosas costumbres y la mala política. No mucho tiempo antes, en 1876, se había creado la Institución Libre de Enseñanza. La ILE.  El laboratorio pedagógico más avanzado del momento. Una forma independiente de iniciar esa regeneración de la patria, que debía de ser por igual ética, moral y física. Los discípulos de Giner de los Ríos le declararon la guerra a los exámenes memorísticos, a la vez que elevaron a primera línea del beneficio pedagógico el excursionismo, la geografía, el contacto con la naturaleza, los viajes, la montaña, la playa, la “escandalosa” educación mixta y, como recurso unido a la enseñanza, el deporte.
Como la admiración por lo británico de los institucionistas era una de sus divisas, para ellos llegar al fútbol fue algo natural. Bartolomé Cossío, continuador de Francisco Giner al frente de la ILE, alardeaba de haber traído a Madrid el primer balón de fútbol con el que se jugó por esas tierras. Un balón inglés, por supuesto. Fuera o no de esta forma, lo cierto es que, desde 1897, se empezaron a fundar en Madrid los primeros equipos de fútbol con aquellos fogosos jóvenes que daban puntapiés por los eriales de Moncloa y Puerta de Hierro.
Muchos de esos primeros jugadores pertenecían a la Institución Libre de Enseñanza y fueron sabia nutricia, durante años, del Madrid Football Club, fundado en 1902 por Juan Padrós quien, como su hermano Carlos, segundo presidente del club, era un catalán instalado en Madrid al amparo del negocio de venta de telas de sus padres. Aquel equipo creció y llegó a llamarse Real Madrid cuando Alfonso XIII le cedió corona y honores en 1920.
Estamos llegando a Salinas. En nuestras arenas la unión de lo comercial y lo intelectual bajó la pelota al piso y la extensión del fútbol fue casi lo mismo que la Extensión Universitaria. El más brillante grupo de profesores conocido por la Universidad de Oviedo en toda su historia. Republicanos, krausistas, institucionistas y anglófilos, pusieron en pie los más modernos métodos de renovación pedagógica. Eran los Adolfo Posada, Adolfo Álvarez-Buylla o Aniceto Sela, entre otros. Lo hicieron a la vez que calzaban sandalias en los veranos de Salinas, haciendo turismo y pastoreando a los guajes de las colonias infantiles. El Grupo de Oviedo, en unión de algunos veraneantes madrileños afines a sus ideas y su profesión. Y Leopoldo Alas, “Clarín”, por allí, siguiendo la jugada.
Estaban a la última. Con gran brillantez supieron hacer suyos los métodos pedagógicos aplicándolos cada vez que les fue posible. El deporte era algo más que ejercicio. Mucho más. Un resorte para compararse a los más avanzados, para sacar a la patria del marasmo. Benito Álvarez Buylla cantó las excelencias del fútbol en su vertiente moderna, pedagógica y de utilidad regeneracionista, lo dejó escrito “por el alcance pedagógico y de mejoramiento de la raza que tienen esos juegos de una de las naciones más adelantadas y más fuertes del mundo”.
La conexión madrileña funcionó y el Madrid se aprovechó de su cantera de estudiantes venidos de toda España, por ejemplo aquellos rapazones ovetenses y veraneantes de Salinas con el pedigrí del apellido Álvarez-Buylla. Tendieron un lazo futbolístico que unió Madrid y Asturias a través de sus pioneros. Dieron patadas en Oviedo, pero sobre todo en Salinas y en Avilés. Formaron, desde 1902, en diversos equipos de la Corte y en el Stadium avilesino y, por el camino, tuvieron tiempo de estudiar en Madrid y jugar en aquel equipo que estaba naciendo en la capital, junto a muchos otros estudiantes de la ILE.
Eran Vicente, Adolfo y Plácido Álvarez-Buylla Lozana, hijos de Adolfo Álvarez-Buylla, catedrático de  Economía Política y Elementos de Hacienda Pública. A los dos primeros, que fueron hombres notables, podemos encontrarlos sin dificultad entre las viejas fichas del Real Madrid. Plácido, diplomático y Ministro de Industria y Comercio con el Frente Popular entre febrero y octubre de 1936, confesaba en una entrevista haber jugado al fútbol alguna vez con el ilustre catedrático Rafael Altamira y haber militado también en el Madrid “un año y medio o dos años, en 1906 y 1907. Pero una escisión en el club, capitaneada por los hermanos Giralt, que eran de los que destacaban en el Madrid, me llevó a abandonarle y formé parte del Español F.C., que se constituyó a base de los que se habían separado del club (...)”.
Eran otros tiempos. El fútbol, otra cosa, que sabía mucho de estudios y elegantes bigotes y poco de profesiones. Y, pese a los muchos kilómetros de distancia, puede verse como Avilés, Salinas y Oviedo participaron, en sus inicios, de las glorias deportivas que campean por España.

                                                                                Publicado en La Nueva España, 6-V-2012.

BLUSA Y LEVITA




Cuando la sidra era noticia e ir al chigre una costumbre social, interclasista y fraterna, que aislaba a sus practicantes del mundo exterior no pocas veces hostil (infografía: Miguel De la Madrid).
  
No ha mucho coincidí en una cena con Herminio Pérez, respetada institución en el comercio avilesino, hombre de vivísima memoria y animada charla que recordaba los viejos tiempos de las sidrerías avilesinas. “Eran un teatro”, decía. Llenas de juerga sana y de los tipos más simpáticos de Avilés.
Su memoria llegaba, más o menos, a los años de Costales, Tataguya, El Pay-Pay, Alvarín, Antipas, Campanal, José de la Lleda… Hoy van quedando pocas sidrerías de verdad. La gente dice entender más de cervezas o de vinos, ya saben, de colores amoratados con ribetes violáceos, aromas a cerezas, frambuesas, moras y vainillas, generosos pasos de boca y finales largos y persistentes.
Aunque todavía quedan algunos locales de tronío y parroquianos de oficio, a las sidrerías de ahora, más que “a dar la lengua”, se va a tocar botones, para escanciados digitales que hasta se pagan, en según qué sitios, con tarifas planas. Pero si viajamos a tiempos aún más lejanos, a los del principio de las ofertas de ocio desde finales del siglo XIX, encontraremos razón a las palabras de Herminio. Tienen mucho de cierto. Y, además, tienen explicación.
Siempre comentamos noticias en esta serie, y hubo un tiempo en que, como puede verse en el anuncio de 1890 que ilustra este artículo, periódicamente la sidra era noticia. Una de tantas ocasiones en las que se abría un tonel y se convertía en suficiente argumento como para anunciarlo en la prensa. Un acontecimiento. Y un buen negocio, claro.
Desde el último tercio del siglo XIX, con la generalización de la industria, a los que iban al tajo casi no les quedaba tiempo más que para eso, para ir y volver. El tiempo libre era muy escaso, el tiempo de ocio aún no se había inventado, el deporte era un recién nacido para señoritos y las preocupaciones culturales no estaban en la lista de prioridades de la legión de analfabetos que se paseaba hasta su lugar de trabajo. Ese era, por lo demás, su único paseo. Y su única distracción era la taberna, que muchas veces estaba en esos trayectos de camino a la faena. Cuánta faena y qué poco tiempo para olvidarla.
En el Chigre se bebía, evidentemente. Se bebía mucho. Un consumo alcohólico que no era extraño para quienes gastaban tanta energía en el trabajo manual. Y se comía para acompañar la bebida. Pero bebida y comida hacían compañía a la compañía, pues allí también se hablaba, y con bastante libertad por cierto. Llegó a ser un lugar esencial en las costumbres populares. Peligroso.
El riesgo estaba en lo último. La taberna era espacio protegido, libre de control de la Autoridad, que vivía sus ocios en elegantes cafés. Del chigre lo mismo salía “un cantarín” que la convocatoria de una huelga. Y eso no se podía permitir. Detrás de las campañas contra el vicio y el alcohol estaban todas las ocasiones en que los poderosos quisieron controlar las costumbres y la vida de los débiles.
Y no sólo los poderosos. Para el naciente socialismo la taberna era el peligro, el enemigo; La Bicha. Decían estos primeros redentores del obrero que el alcoholismo hundía en la miseria a los trabajadores, debilitándolos en su lucha contra el burgués. Por eso en España su lema fue “cerrar tabernas y abrir escuelas”. Claro que, en el fondo de esa intención, también estaba la de acabar con las tabernas por la competencia que suponían para las sociedades instructivo-recreativas populares o las nacientes Casas del Pueblo. Cada uno quería arrimar el ascua a su sardina y encerrar la paja en su propio granero.
Como ven, la taberna se vio asediada por todas partes, pero ella como si nada. Resistió a todo. Avilés tenía en 1902 una taberna por cada doscientos habitantes, y éstos consumían al año aproximadamente 861.000 litros de vino. En todo el concejo se producían unos 195.000 litros de sidra.
Que nadie se asuste. Los números son sólo eso y no expresan casi nada si no se los compara con otros números. Los del Avilés de entonces no son cosa llamativa dentro de la Asturias de la época. El alcohol fue responsable de la desgracia de no pocas vidas de obreros, pero también ayudaba a llevar mejor las penalidades de esas mismas vidas, reforzando, con un aporte energético indispensable, una dieta descompensada y llena de carencias.
Hablar de alcohol en general, más si estamos en Asturias, no es exacto; no es suficiente. La sidra complicaba el panorama. Multiplicaba la tipología de las tabernas. Aquí había, al menos, tres tipos de lugares para el consumo de sidra, tres clases de taberna al fin: el “chigre”, el “llagar” y la sidrería.
Las peculiares maniobras sidreras añadían mayor complicación aún. El escanciado imponía un consumo de pie, compartiendo vaso, más por pobreza que por fraternidad, pero estrechando con ello los lazos de quienes iban a beber. En un llagar se consumía entre toneles, cuya apertura, como hemos visto, era anunciada hasta en la prensa. Se les ponían nombres de actualidad y el consumo era también distinto. La sidra, si era buena, iba directamente “de la pipa a la tripa”.
Y aquí es donde todo deja de estar claro. No se puede decir que los poderosos tuvieran el café y los menestrales la taberna. La sidra, más que líquido, era puente que unía paladares y clases sociales. A la sidra iba todo tipo de gente. Predominaban los modestos, cierto es, pero junto a ellos había mucha clase media (comerciantes, oficinistas, funcionarios) y hasta burgueses, que alternaban el café y la sidrería.
Ir a la sidra era mucho más que ir a beber. Ni se comía sólo por hambre, ni se bebía sólo por sed. Era una costumbre social. Una forma de pasar el rato en la que, como decía el siempre lúcido Villalaín, “andan juntas la blusa y la levita”. Beber sidra era muy diferente a beber vino. A la sidrería se entraba a las siete de la tarde y se salía de madrugada.
Pero, para mantener tan largas jornadas etílicas, la sidra tenía que ayudar. Si merecía la pena, la velada se prolongaba. Si la sidra era mala o floja, la casa estaba más cerca. Los entendidos sabían si la sidra “espalmaba”, si no tenía “salinga” o “turcipié”; ni estaba “atropellada” o “cuallaguada”. Una sidra “noble” y “parlamentaria” daba para mucho tiempo de estancia. Un dicho popular de Avilés decía que, ante una disputa, siempre se apostaba “una merienda o una docena de botellas de sidra”. En una velada normal no se consumían menos de diez botellas que, restando la que se iba a los cubos o al serrín, serían unas seis botellas completas.
Los bebedores de verdad alternaban el vaso con unas tajadas de bacalao rebozado, alguna tortilla de jamón y un tuco cocido con berces. Y, en medio de todo, charla y cantares “pacá” y “pallá”. Así se iban estirando las horas. Volaban, dando paso a una fraternidad que, siendo de origen alcohólico, acababa en el folklore o en la juerga, en la mayoría de los casos bien entendida. Lo mismo se discutía que se tocaba “el” sartén, se bailaba o se cantaban habaneras.
Al final de tantas horas muertas, los parroquianos revivían después de una “pelleyada” de abrigo. Entonces había que “nivelar” con una botellina de sidra dulce y “listo el bote”. Cada uno a buscar su casa. Allí salían la blusa y la levita, cogidas por el hombro haciéndose contrafuerte mutuo, caminaban hacia un horizonte en el que empezaba a despertarse el alba.
Hasta en la ciudad bipolar ha habido siempre ocasiones para el acuerdo.

Publicado en La Nueva España, 19-VIII-2012.

LA VENGANZA DE UN CESANTE


La conocida foto de Luis, que retrataba el ambiente de la inauguración del tranvía eléctrico, pero faltaba el alcalde (infografía: Miguel De la Madrid).


La historia del atentando contra el alcalde José Antonio Guardado Muñiz. Violencia consistorial, persecución y tranvía eléctrico.


            En febrero de 1921 medio Avilés estaba inquieto, expectante. El día 20 era la fecha elegida para la inauguración del tranvía eléctrico, acontecimiento de importancia que marcó buena parte del siglo en la villa. Ríos de tinta han corrido sobre el asunto. Hay quien todavía se divierte identificando en La histórica fotografía de tan señalado evento a personajes de la época, aunque no estaban todos los que eran. De eso quisiera hablar, de los que faltaban, no del tranvía. Otro suceso hizo correr tinta, después de haber hecho correr sangre. Todo sucedió dos noches antes.
            Marcelino Pravia había sido, hasta ese mismo día, cabo de la policía urbana. Ya no. El alcalde, José Antonio Guardado Muñiz, había decidido que pasase a ser “cesante”. La vieja España de los siglos XIX y parte del XX está llena de estas figuras. Se pueden encontrar a decenas en las novelas de Galdós o Baroja. Cada vez que llegaba un nuevo gobierno, fuesen moderados o progresistas, conservadores o liberales, la avalancha se producía. Cada uno colocaba a los suyos y dejaba en el paro a los del adversario. Siempre dos clases de empleados públicos, “cesantes” y “entrantes”. La expresión laboral de las dos españas en sainetesca danza cuyas injustas consecuencias han llegado hasta hoy.
            No era ese el caso de Pravia. De su puesto de cabo lo había cesado el alcalde por el escaso respeto que profesaba a la dedicación exclusiva. Al parecer, compatibilizaba su empleo con otros negocios de almacenamiento, carga y descarga de mercancías, a los que se aplicaba con el uniforme reglamentario. Estaba apercibido, pero se cruzó con el alcalde, en plena faena, haciendo de mozo de cuerda en la estación de tren. Mala suerte.
            Sobre esa suerte llevaba maldiciendo Marcelino Pravia toda la tarde. Por la noche en el pueblo se sabía que buscaba al alcalde, que quería citarlo para reñir y no de bueno a bueno. La noticia corría por las calles y rebotaba en los soportales de Avilés. Incluso llegaron a advertir del asunto al señor Guardado al principio de la noche. En ningún momento se sintió amenazado por lo que consideró bravuconadas sin mayor alcance. No les dio importancia y se fue con su familia al teatro.
            Eran las nueve de la noche. Invierno. Muy poca luz en la calle. Ninguna persona. El alcalde volvía a su casa después de terminada la función en el teatro Iris. Iba acompañado de su mujer, su hijo y dos sobrinos. Al llegar a la altura del número cuatro de calle General Lucuce (hoy San Francisco) Marcelino salió a cortarle el paso. Uniformado y amenazante. Estaba fuera de sí y empezó a pedir explicaciones sobre su cese. Los ademanes cogían cada vez más altura, los decibelios también. El alcalde intentó calmarlo prometiéndole que lo recibiría al día siguiente en su despacho municipal. La calle no era el lugar, la hora no era la buena, la presencia de su familia no era lo más apropiado. A Pravia no le sirvió el arreglo.
Se vio entonces que iba armado. A mano una pistola 7,65 sistema belga. Muy probablemente la Browning 1900 que producía la Fabrique Nationale d’Armes de Guerre de Herstal. Esa pistola, además de fiable, era un arma muy utilizada por las policías europeas, que jubilaron con ella a los viejos revólveres. Tenía siete cartuchos. Siete posibilidades de hacer un blanco fácil. Necesitó cinco para demostrar que no era buen tirador. A quemarropa soltó tres disparos que iluminaron la oscuridad como tres centellas. El alcalde logró esquivar los dos primeros, pero el tercero le alcanzó. La bala fue a alojarse en el maxilar inferior izquierdo, la parte más dura del rostro. Unos milímetros de fortuna salvaron la vida del señor Guardado.
Alboroto, gritos, confusión. Un herido que, por su propio pie, llegó a la farmacia de Rodríguez de la Flor, donde le fueron practicados los primeros auxilios, mientras Marcelino Pravia se daba a la fuga. Corrió a través del Parche y Rivero. Quienes lo vieron en ese trance y de uniforme pensaron que se trataba de un perseguidor y no de un perseguido. La noche se lo tragó.
Hasta casi dos meses después no salió de nuevo a la luz. El mismo tiempo que tardó en curar la herida del alcalde. Fue localizado muy lejos, a las puertas de Galicia. Le echaron el guante dos guardias civiles del puesto de La Caridad cuando aún se ocultaba vagando por los montes de Boal. Vivía como una fiera acosada. Prófugo, sin rumbo, vagando como un perro perdido en espera de que escampara la tormenta que sobre sus hombros transportaba. La Benemérita lo trasladó en coche hasta Pravia y, desde allí, a pie hasta Avilés en varias etapas.
Conforme pasaba por los pueblos cercanos las noticias iban llegando a Avilés. Cuando entró en la villa, bajando por la Carreterina Nueva, una muchedumbre salió a ver el desfile del detenido por la población. Era un personaje para la gente sencilla,  preocupada y hasta entendida en sucesos. La calle se vio festoneada por los vecinos que, en apretada comitiva, miraban, comentaban, saludaban y hasta se atrevían a dirigirse a Pravia y su escolta. Minutos de gloria. Menuda gloria.
Él vestía traje claro y boina. Quienes conocían al excabo lo encontraron desfigurado, bigote afeitado y barba crecida por el abandono. Iba, a la vez, emocionado y asustado. Era tanta la gente que se agolpaba para verlo que, al llegar a la actual calle de La Cámara, los guardias hubieron de cambiar el rumbo y cortar por San Bernardo para ganar la cárcel. Seguía siendo una cárcel mezquina, sórdida y pequeña. Allí se apagaron las noticias del guardia durante un tiempo.
Meses después, en el juicio, la sentencia no reconoció en el cabo la intención de asesinar al alcalde, sino sólo la evidencia de haber abierto fuego contra él. Operó como atenuante el hecho de estar sobreexcitado por la noticia de su cesantía. Se reconoció también un estado de embriaguez, no frecuente en el agresor. Total: tres años y un día de prisión mayor, 250 pesetas de multa y 500 de indemnización, pagadas en su mitad por la prisión preventiva.
Al conocer la sentencia el alcalde, muy decepcionado, presentó una dimisión irrevocable que la Corporación no aceptó, reiterándole su apoyo y la condena del atentado que había sufrido, además de asumir el ayuntamiento los gastos de la acusación particular por él mantenida. Quedaban pocos meses para la renovación del ayuntamiento, en abril de 1922, y hasta ese momento esperó el primer edil en su puesto.
            Hoy se recuerda la inauguración del tranvía eléctrico por la histórica foto de Luis con los nuevos vehículos frente al ayuntamiento. Cuatro coches engalanados, banquetes, el sonar de tapones a presión y el correr de fresco champán, banda de música, orquesta de Camuesco, gobernadores civil y militar, bendición por el cura de San Nicolás, los ripios de Marcos del Torniello, Stadium Club avilesino y Club Deportivo de Oviedo (dos goals a uno), función de gala en el Iris, invitados de gran relieve…Y todo Avilés alrededor.
Pero faltaba el convaleciente José Antonio Guardado Muñiz, aquel alcalde que perdió el tranvía. 

                                                                              Publicado en La Nueva España, 24-VI-2012.

EL CASO DEL MALVADO NOLASCO


Vieja cárcel de Avilés, que alojó al Nolasco y hoy aloja folletos turísticos 
(montaje: Miguel De la Madrid).


Donde se narra la increíble historia de un tipógrafo intoxicado por el plomo y obsesionado con la sangre.

            Cuando los periódicos eran más un oficio manual que intelectual una clase especial de trabajadores empeñaba su esfuerzo y gastaba su salud para hacerlos visibles. Hablo de los cajistas y los tipógrafos.
Ellos eran el verdadero y único personal asalariado de los periódicos decimonónicos. Los periodistas escribían por amor al arte, por diferentes causas políticas o por defender intereses, propios o de sus amos. Sólo estaba a sueldo el personal de imprenta. Un oficio duro y desagradecido, no en vano de él nacieron las primeras organizaciones de resistencia obrera. No había más de una decena de estos trabajadores en el Avilés de principios del siglo XX. Cobraban a 0,50 pesetas la hora. Jornal inferior al de canteros, albañiles, carpinteros, pintores, ajustadores, herreros, moldeadores, caldereros y fundidores… sin ir más lejos.
Era gente especial. Verdaderos personajes unos, muy raros otros. Hombres embutidos en gigantescos blusones, colocando automáticamente letras durante horas, hasta bien entrada la madrugada, sin hablar con nadie. Eso les provocaba, además de un carácter muy suyo, enfermedades profesionales crónicas como la perlesía (lo más parecido al párkinson), la alferecía, similar a la epilepsia, o el saturnismo, una enfermedad crónica, producida por la intoxicación que el plomo de los tipos de imprenta iba produciendo a lo largo de la vida,
Uno de esos saturnos, asalariado de la imprenta “La Unión”, andaba muy alterado allá por el principio del siglo XX. Dio en practicar aficiones raras y extravagantes. Y, por ser consecuente con la rareza, como saturno era también muy especial. En vez de devorar a sus hijos, le dio por devorar a los ajenos. Pedro Nolasco Iglesias Díaz se llamaba. Venía de familia de tipógrafos. También de una familia de dementes, aunque a él, siempre trabajador ejemplar, obediente a sus jefes y sano de conducta laboral, esa querencia no se le empezó a ver hasta el año 1901.
Aprovechando la víspera de Todos los Santos se creyó un Tenorio en busca de Doña Inés. Pero topó con una demasiado joven. Y le complació. 8 años tenía la pobre repartidora de periódicos que, cruzando su destino con una mala estrella, se vio atropellada por el Nolasco. Atropello inicuo llamaron al suceso. Ustedes pueden imaginar. Allí empezó esta triste leyenda.
Nolasco fue a la cárcel con la serenidad y la ignorancia del novato. Sin arrepentimiento, pero también sin conciencia de la gravedad de los hechos. Pensó que, como el que despierta de una mala borrachera, al día siguiente estaría en casa. Por eso los días se le hicieron largos. Pasaban muy despacio en la cárcel de Avilés.
La villa de entonces estaba en una fase de expansión, con sus destinos entregados al Marqués de Teverga, ministro del reino, de Gracia y Justicia precisamente. Pero el estado de la cárcel tenía poca gracia y no le hacia justicia, ni al Marqués, ni al momento expansionista de la villa.
Era la vieja cárcel de Ruíz Gómez, mezquina y pequeña. Aunque engañase su exterior de noble edificio de piedra en la tradicional calle de El Muelle, el interior traicionaba la idea que uno se hacía desde la fachada.
En planta baja estaban los dos únicos calabozos que daban a la calle, arresto para los incomunicados. En el primer piso las oficinas y dos cuartos donde pasaban el día, por separado, mujeres y hombres. Sólo dos empleados con la categoría de Vigilantes segundos, hacían las veces de Jefe y Vigilante. Magro cuerpo de custodios. A falta de patio, los reclusos pasaban días interminables entre los cuartos, la escalera o las ventanas. La capacidad oficial estaba prevista para no más de 10 reclusos. Cuando el Nolasco dio allí con sus huesos había 21.
            En un sitio así, si uno era de temple superficial podía perder la paciencia. Si uno era de mente débil, podía perder la razón. Nolasco perdió ambas cosas. El tiempo se le hizo eterno y, cuando los días fueron meses, decidió pararlos para siempre.
            Se procuró un pincho, de esos que se afilan en sitios como aquel y, un mal día, sin explicación alguna y por la espalda, le cortó el cuello a un compañero de presidio. La primera sangre le provocó el mismo efecto que a una manada de tiburones, los ojos se le volvieron albinos, el gesto fiero y las fuerzas le llegaron de la nada. Entonces se convirtió en un asesino en serie. Saltó sobre todos los presos a puñalada sucia. Uno tras otro fueron ensartados por su estilete hasta que se vio frenado por el Jefe de la cárcel, que intentó reducirlo con sus brazos y con la ayuda de un preso de confianza a quien prestó su revolver, con el que encañonaba a Nolasco.
            Nada que hacer. Para entonces el recluso era ya una fiera sin control. Ante el riesgo de que el Jefe fuese la siguiente víctima, el preso bueno le disparó a Nolasco un tiro a quemarropa en la frente. Y entonces la historia se tornó sobrehumana. La bala, que entró en la cabeza, fue resbalándole por el cráneo hasta quedar alojada detrás de la oreja. En fabulosa exhibición, aquel atlante de tinta y plomo, siguió luchando con más plomo dentro que nunca. Repartiendo sangre por las paredes.
Sólo logró reducirlo una alianza de los municipales y la Guardia Civil, que se lo llevaron, fuera de sí, mientras, a gritos, se le oía alejarse bromeando sobre su propio estado. Dejó a su espalda cinco heridos y un muerto, José Suárez, alias Reguera, obrero de la mina de Arnao, cuyo ataúd y cintas mortuorias fueron sufragados por el resto de presos. Quede aquí constancia de sus nombres para los restos:
Guillermo Real Lamela, Manuel Jiménez Figueroa, Manuel Visiter Vidal, Laureano Álvarez Santiago, alias “Tabolo”, José Álvarez Guardado, alias “Moreno”, Santiago Ovies Bovis, alias “Estudiante, José Deltell Veleta, Ramón Rodríguez Díaz, Paulino Díaz Rodríguez, Adolfo Alonso González, alias “Enrique”, Francisco López Fernández, alias “El Sapo”, José Menéndez González, alias “Caralegre”, José Díaz García, alias “Jamelo”, Jesús Díaz García, Florencio García y García, Alfonso Vitti, alias “Italiano”, Ángel Argüello Menéndez, alias “Cigarra”, Evaristo García Maroto y Constantino Alvera Fernández, alias “Gaitero”.
            Por increíble que parezca, Nolasco vivió para contarlo. A su manera, claro.

                                                                                       Publicado en La Nueva España, 13-V-2012

NÁUFRAGOS DE NADIE

Cuadro de la Corbeta Villa de Avilés de Williams Nesfield (Museo de Bellas Artes de Asturias) sobre una vieja rosa de los vientos (infografía: Miguel De la Madrid).



La historia del naufragio del “Tres Marías”, velero estibado de emigrantes asturianos, que no vieron jamás la tierra de promisión en Cuba.


Con la centenaria resaca del “Titanic” han llegado a nuestra playa todo tipo de historias y noticias. El mar lo devuelve todo. Restos de alguna narración que alivió sentinas frente a la costa de los relatos. Llegan después de una larga travesía, comidas por el salitre, decoradas por los mejillones, las algas y el galipote, siempre alteradas; distintas.
Por lo que se refiere a Avilés, casi todas las novedades no lo han sido. Han nacido copiando lo ya escrito hace quince años sobre Servando Ovies. La peripecia de este desafortunado avilesino gastó mucho tiempo en pasar a los libros de historia, pero finalmente allí está. También ese desgraciado relato ha llegado a la orilla. Sus restos, junto a los de otros relatos de pasajeros ya conocidos, se han sumergido en mares mediáticos y han escalado las cimas de un supuesto misterio en las historias de la media noche. No cabe duda de que su memoria se recuerda mejor por ser un pasajero de primera clase en el naufragio de un buque mítico. Y también de primera clase.
Pero la historia de los naufragios en Avilés no es, en su mayor parte, de alto bordo. Es muy antigua, eso sí, tanto como fue la necesidad que empujó a nuestros rapaces a emigrar, sobre todo a mediados del siglo XIX. A su espalda dejaban una tierra demasiado estrecha para tantas bocas, un futuro incierto y un servicio militar peligroso, inacabable y sólo para pobres, que les llegaba antes de haber asimilado la pubertad. El barco era mejor que lo malo conocido. Y se embarcaban a cientos desde Avilés, desde la poza de San Juan, para iniciar un viaje en el que la costa se hacía pequeña frente a un mar inmenso que ocultaba lo que esperaba al otro lado.
Viajaban sin comodidades, expuestos a la aventura en cascarones de nuez de hasta 300 toneladas. Sin baúles de doradas cantoneras, sin ayudas de cámara, sin ropas con olor a almidón. Con un billete sólo de ida, cuyo precio se había pagado en sudor y en una vida para siempre hipotecada. Para mayor desgracia unos cuantos se han quedado en el fondo del algún inmundo sollado o en la mar océana.
También ellos merecen reconocimiento, aunque no oigamos jamás pronunciar su nombre en programas de radio o de televisión; aunque en su vida el único misterio sin resolver fuese la miseria; aunque no podamos poner cara a tanto desconocido.
Aquellos barcos enriquecieron a algunos armadores avilesinos, traficantes de la esperanza en el Nuevo Mundo. Comerciantes de abarrotes de carne humana, con la que forraban la carga inerte y apretaban la estiba de salobres bodegas. Esa esperanza fue el mimbre con el que se tejió un negocio al que conocían como “La Carrera de América”, nombre hoy de zarzuela avilesina cuya representación se contempló en el teatro Palacio Valdés antes de que entrara a formar parte del índice de los prohibidos.
Uno de esos buques llevó por nombre “Tres Marías”. Era un bergantín, con palo mayor y trinquete aparejados con velas cuadras y menos de 300 toneladas. No le habían puesto tal nombre en el astillero, pues nació en 1843 como “Patriota Asturiano”, otro de los buques señeros en esa carrera, reformado y convertido por su nuevo dueño, Feliciano Suárez y Robés, en el “Tres Marías” en 1860. Una inversión de 50.000 reales para una nueva vida.
Desde entonces siguió haciendo viajes “redondos”, con mayor desempeño y capacidad, llevando emigrantes y carga y volviendo sólo con la carga. Eran poco más que niños, en su mayoría, que se apretaban en la panza de aquellos cargueros, entre mercancías diversas. Cuando esos buques llegaban a Cuba o a otros puertos de América se producía el intercambio: bajaban guajes y subía caña de azúcar o cacao.
Según parece, el 18 de marzo de 1873 el “Tres Marías” se encontraba a 38 grados 15 minutos de latitud Norte y 9 grados 30 minutos de longitud Oeste del meridiano de San Fernando. En sus cámaras y sollados dormían casi una centena de pasajeros. Navegaba a buen paso en su quinto día de mar cuando la niebla se hizo dueña de la noche. Una niebla densa, corpórea, como si el “Tres Marías” estuviera atravesando un gigantesco algodón de azúcar. La noche hacía el resto. Desde la borda del buque apenas se distinguían sus propias luces, nada más allá. Alta mar y una gran sensación de soledad.
De aquella soledad y aquella noche salió como el rayo la fragata francesa “Cilao”. Navegaba rumbo a Cádiz. Viento fresco y mar gruesa. Choque brutal. Con sus 800 toneladas doblaba el peso del Tres Marías que, como un barco de papel, acabó destrozado en tres acometidas y empezó a hundirse a una velocidad que hizo imposible la evacuación.
Sólo se salvaron 29 personas, entre ellas toda la dotación del buque. 15 marineros y el capitán, Eugenio del Valle, que tuvieron la suficiente experiencia y enorme suerte como para agarrarse fuerte al  buque francés en el momento del abordaje. Sólo 13 de aquellos rapaces volvieron para contarlo. 76 se quedaron en un punto oscuro y desconocido del azul del mapa, en medio de la nada.
Los retornados guardaron para siempre terror al mar y la angustia de los días vividos tras la catástrofe. A bordo ya de la “Cilao”, tras su rescate, sólo pudieron ir manteniéndose a base de beber agua medio podrida y galleta naval, tan dura que había que ablandarla con agua de mar para poder llevársela a la boca. Así llegaron a Cádiz. Medio muertos por el naufragio y exhaustos por el frío, las penalidades y el miedo que pasaron durante el tiempo que vino después.
Hasta Avilés viajaron noticias dispersas, incompletas, poca información para calmar la sed que sentían los familiares de tanto náufrago. Era el relato tartamudo del telégrafo, que mantuvo en vilo a muchas madres hasta que se confirmó el más triste de los finales. Con los supervivientes viajó de vuelta la narración de la catástrofe, que jamás abandonó los peores recuerdos de aquellos rapacinos. Dicen que algunos de aquellos críos fueron gente muy conocida en el viejo Avilés. Gente como Pepe Tesa, Agapito el Xelao y Manolo Xuanón. Nunca consiguieron ver La Habana. Hubieron de sustituir El Morro y La Cabaña por el cabo Negro y el faro de San Juan; conformarse con la vida más estrecha que entonces podía ofrecer Asturias, pero era vida al fin.
A los muertos del “Tres Marías” no se les recordó en un homenaje. Hoy se han olvidado. Nadie volverá a buscarlos. El pecio, si es que aún existe, no interesa más que a los peces. No habrá empresas de cazatesoros que naveguen con sus submarinos por allí. No se hará película alguna del suceso. Ni en dos, ni en tres dimensiones. Nadie reconstruirá su última cena, pues no era de etiqueta, con una carta a base de galleta naval entre fardos y baúles. Ni platos elegantes, ni menú del chef. No hubo orquesta que tocara mientras el barco se hundía. La única banda sonora fueron los llantos juveniles, reniegos de los marineros, gritos de terror y de muerte, y el viento y el mar que lo ahogaron todo como si nunca hubiese existido.
A sus familias no les quedó más que el dolor por las pérdidas, y su recuerdo en forma de deuda, la que siguieron pagando al usurero que les había vendido el pasaje. Todo su dinero invertido en la esperanza de una vida mejor.
           
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