Esquela publicada por El Diario de Avilés con infografía Miguel De la Madrid. |
En mayo de
1910 el cometa Halley tenía anunciada una de sus visitas de órbita periódica. De esas que hace a la Tierra para
mostrar su cola cada 76 años aproximadamente. En esa ocasión la prensa se tomó
muy en serio la noticia y, por los cuatro puntos cardinales, empezó a publicar
informaciones sensacionalistas: sería el fin del mundo, traído por la cola del
cometa ahíta de gas cianógeno. Un desastre cierto.
Los científicos
desmintieron el peligro, pero no hubo manera. Los periódicos vendían más, y no
sólo ellos, también los mercaderes de los souvenirs del apocalipsis (desde
postales a cucharillas). Fue algo así como un viento de les castañes planetario,
que alteró los ánimos mucho más allá de lo que acostumbra ese aire otoñal.
Hasta hubo suicidios, o eso se decía. El mundo se había vuelto loco.
Esa
enajenación mental transitoria y ecuménica hizo mella no sólo en la población
sino también en la política española. Desde las últimas elecciones la tensión
entre vencedores y vencidos era máxima. Mucha más en los viejos feudos
electorales de provincias. Tanta como
para provocar algaradas y malos encuentros, donde no faltaron brillos de aceros
y revólveres. Dos lugares del norte fueron noticia en toda España por los
mismos días: Monforte en Lugo y Avilés en Asturias. En el pueblo gallego, además
de insultos y carreras, el saldo de los incidentes fue sólo de una pierna rota.
En Avilés la cosa llegó mucho más lejos.
Y venía de mucho
antes. Durante dos décadas los liberales de José García San Miguel, el segundo
marqués de Teverga, habían disfrutado de las mieles del poder en Avilés. Un
poder como era entonces: caciquil, clientelar y muy eficaz, en una telaraña de
intereses que llegaban desde Madrid al Cabo Peñas, dirigidos por la mano del
Marqués, que había sido ministro del reino. Sus viñas estaban bien cuidadas
aquí por Florentino Álvarez-Mesa, el viejo patriarca liberal. La patria chica
gozaba de calma. Un alcalde para la eternidad de los intereses “sanmiguelistas”.
Aunque la cosa
no llegó tan lejos. El día 21 de abril de 1907 demostró que no hay cosas
eternas en este valle de lágrimas y eso, lágrimas, fue lo que reservó el
destino a los viejos liberales, derrotados por un diputado nuevo, José Manuel
Pedregal. Quienes pasan demasiados años en el poder acaban por creer que sólo
puede ser suyo, como la ciudad que gobiernan. Siempre ha sido así.
No vieron
venir el golpe. Y, si lo vieron, no se lo quisieron creer. Se durmieron en los
laureles de los logros atribuidos al marqués. En el ferrocarril, en el nuevo
puerto que, aquejado por problemas viejos, entraba, como toda la ciudad, en una
crisis. Laureles de tantos años en que las cosas eran así y parecía que no
serían de otra forma. Midieron mal al enemigo, por nuevo, por desconocido. Pero
eso que ellos entendieron como debilidades eran sus fortalezas. Un proyecto
distinto a la familia liberal, cuyos miembros se les iban repitiendo demasiado
a los avilesinos. Llegaba el cambio y llegaba subido a la causa republicana que
parecía nueva y saneada y acunado por mucho dinero para campañas de opinión.
Mucho futuro por delante y ninguna factura que pagar por detrás.
Con
la victoria de Pedregal como diputado empezó un proceso que acabaría por
desalojar a los liberales también del ayuntamiento. Tres años duró. Tres años
de agonía sanmiguelista que bautizaron en su periódico, “El Diario de Avilés”,
como “El contubernio”. Todos eran enemigos para el diario. Los republicanos,
claro. Los conservadores, cómo no. Y también los malos liberales, que eran
todos aquellos que no se alineaban en las filas de los de Teverga. Una tropa
que cada día ganaba en efectivos. Demasiados efectivos.
De
todos se defendieron. Como fieras enjauladas, lanzando derrotes por todos
lados. Debatiéndose, aculados en las tablas de su propio final. Hasta 1910. Ese
año se perdió definitivamente el poder político. Y fue una desgracia que crispó
el ambiente. Pero las desgracias nunca vienen solas, y menos en aquel terrible
año.
En medio de la
confusión de las noticias se pudo saber que, entre las dos y las tres de la
madrugada del 16 de mayo, cinco personas salían del Círculo Liberal de Avilés.
Eran Eduardo García, Carlos Morán, Manuel Menéndez, Joaquín Casariego y Virgilio
Álvarez-Mesa, hijo, como se sabe, del antiguo alcalde Florentino Álvarez-Mesa,
guardián de los intereses caciquiles del marqués de Teverga, presidente del
comité Liberal y director del “Diario de Avilés”. Atravesaron la calle de La
Florida y, al llegar al arco de La Plaza Nueva, se encontraron con otras cinco
personas: Ricardo García, Pedro Mariño, Florentino Rodríguez y los hermanos
Antonio y José Guardado. Todos serenos del ayuntamiento, el nuevo ayuntamiento
republicano, afín a Pedregal.
Parecía una
contienda pactada a fecha y lugar, como aquellas de las batallas antiguas. Un
duelo en grupo con cita señalada: a las dos de la madrugada en el arco de la
Plaza Nueva. Lo cierto es que se encontraron y que aquel duelo nocturno era la
metáfora del combate que las fuerzas de la vieja y la nueva política tenían
cada día a plena luz.
La noche hizo
casi todo. Frente a frente, cinco por bando, estaban dispuestas las fuerzas de
la discordia en Avilés. Los trasnochadores salían del Círculo Liberal, los
vigilantes nocturnos estaban nombrados por la nueva autoridad republicana.
Los hechos fueron confusos. Una
discusión, un intento de cacheo y los chuzos de los serenos que empiezan a
volar cortando el aire de aquella húmeda noche. Ahí vinieron los insultos, los
“redioses” y salieron las madres. Nadie sabe cómo, pero un revólver fue
desnudado y una bala atravesó el pecho de Virgilio quien, huyendo mal herido
por la calle de Cuba, llegó casi a las puertas de su casa, cayendo ya sin vida
en Las Meanas sobre el puente que cruzaba el Tuluergo.
Venía de la
nueva plaza que se había construido sobre la marisma para unir las dos partes
del viejo Avilés, y fue a morir sobre el puente del río que simbolizaba la
separación. Las dos ciudades que la política, como casi siempre, había
enfrentado. Entonces hasta la sangre.
Nunca se
esclareció el hecho. Era imposible. Más allá del suceso lo importante eran sus
repercusiones políticas y de esas las fuerzas de la discordia sacaron tajada. El
periódico del Marqués de Teverga contaba una terrible historia; la de un joven
ejemplar que, habiendo concluido su trabajo, precisamente en El Diario, volvía
a casa con unos amigos recogidos en el contiguo Círculo Liberal. Serenos
apostados, revólveres cargados y una venganza planeada y consumada a sangre
fría con chuzo y pistola. Hablaban de un terrible garrotazo en la cabeza y de
una persecución cobarde hasta el parque del Retiro, en cuyos árboles quedaron
incrustados los balazos, hasta cinco más, de los serenos. Hablaban de un
liberal cazado a balazos como una alimaña por los esbirros de la venganza de
Pedregal. De un padre al que asesinan asesinando a su hijo.
Al periódico
de Pedregal le habían contado otra historia, historia oficial en este caso. La
que el poder y sus cronistas siempre dan por buena. Hablaba de cinco jóvenes
que, después de una larga noche y en mitad de un alboroto, se negaron a ser
cacheados. Un cabo de serenos que llama refuerzos y un chuzo que, en defensa
propia, acomete a Virgilio Álvarez-Mesa, portador de un revolver. Después, confusión, carreras en todas direcciones y
una bala perdida que nadie sabe quien disparó. Dos relatos que sólo coincidían
en el pecho atravesado del hijo del exalcalde. Plomo viejo, de imprenta y de
revolver, en la Plaza Nueva.
Dos días
después pasó el cometa Halley. Y el mundo no se acabó. Salvo para el
desgraciado Virgilio Mesa y la vieja política de los liberales de Avilés.