Infografía de Miguel De la Madrid
a partir de publicidad de 1963.
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En muchos hogares de los años
sesenta había un primo, un cuñado o un tío abuelo más “espabilao” de la cuenta.
La cosa era peor cuando el “espabilao” resultaba ser el vecino del tercero, que
bajaba en momento estratégico para coger sitio en salón ajeno justo antes del
comienzo de “Galas del Sábado”, “Bonanza”, “Los invasores” o el imprescindible
Festival de Eurovisión. Maldita la gracia que les hacía eso a los propietarios del
tresillo de escay, del salón, y del televisor.
Pero
no adelantemos acontecimientos. Con tanta prisa por llegar al principio del
programa me he saltado parte de esta historia, que empieza unos años antes,
esos interminables días en que se decía, como en la canción, aquello de “la
televisión pronto llegará”. Y fue verdad, pero no precisamente tan pronto. Esa
canción de Lolita Garrido resultó una temprana premonición que dio la noticia
nada menos que nueve años antes de que el invento del maligno se hiciese
realidad en España. Era 1947 y aún se atravesaban los devastados años cuarenta.
Por eso a la copla no se le sacó mucho partido, servidumbres de la vanguardia, aunque,
en la década siguiente, todo se comprendió.
La
llegada de la televisión a España fue una carrera de fondo de inicio remoto,
tanto como 1929, año en el que se recibieron imágenes fijas, vía belinógrafo,
entre Madrid y Barcelona. Hubo más experimentos en los años treinta y cuarenta,
siempre de la mano del ingeniero Joaquín Sánchez-Cordovés, pero se necesitaron
años de más paz y menos hambre para un nacimiento definitivo. La autarquía
retrasó la llegada de la televisión. En eso no fue distinta de otras muchas
cosas. Hasta 1956 no se puede hablar de emisiones regulares.
A
partir de ahí la historia tomó brío. Había que ir cubriendo el territorio
nacional, desde la conexión de Madrid y Barcelona en 1959. Para acelerar las
cosas el Estado declaró a la televisión “Industria de Interés Nacional”, lo que
suponía apoyo para la instalación de antenas y, sobre todo, apoyo para aquellas
empresas que se decidiesen a fabricar televisores a precio bonificado: no más
de 10.000 pesetas. Una pequeña fortuna para algunos. Todavía para muchos en
aquellos tiempos.
Siguiendo
una estrategia de avance radial, como correspondía al centralismo del régimen,
tan de “kilómetro cero” en la Puerta del Sol, se fueron poniendo repetidores y
antenas e incorporando territorios a las conquistas de las ondas hertzianas.
Cuando se iniciaron las emisiones había unos cientos de televisores en toda
España, en 1963 ya eran 260.000. Ese año se emitían 70 horas semanales, frente
a las 21 de los orígenes. El asunto ya iba estando preparado para lanzar
contenidos masivos cuando se encontró con el fútbol.
Este deporte
era el primero y, aunque España no fuera ni por tradición ni por resultados un
país de deportistas, se convirtió en un país de espectadores. Ahí fuimos de los
mejores. Lo agradeció la prensa deportiva y, a eso vamos, de una forma especial
el cacharro recién nacido. El parque de televisores avanzaba sin tasa para
seguir los partidos y estar al tanto de los resultados de las quinielas.
El partido de cuartos de final de la
quinta copa de Europa ganada por el Real Madrid, que lo enfrentó al Niza en
marzo de 1960, fue la primera retransmisión de Televisión Española para Europa,
a través de Eurovisión. Desde 1961 se empezaron a estabilizar las
retransmisiones en directo de partidos de la Liga. La fiebre de fútbol televisado, con el
inmaculado blanco de las camisetas del Real Madrid trotando por Europa y el
negro de todo lo demás, presidía el ocio modesto. Sólo en Hispanoamérica se
retransmitían más partidos.
Desde
el Plan de Estabilización de 1957 los tecnócratas del gobierno estaban
empeñados en borrar la autarquía. La apertura y el crecimiento económico sólo
eran posibles con el consumo. Los televisores fueron el emblema del consumo
doméstico, lo mismo que el SEAT 600 lo fue de todo lo demás. Una casa con
televisor tenía incluso más importancia simbólica que real. Medio país se
preguntaba cuándo llegarían hasta su
territorio las emisiones. Y fueron llegando.
No se podía esperar. Los
montes eran altos y los repetidores anémicos, pero la expectación era
máxima. Así que, cuanto antes, mejor. “Radio Monogran” coronó el tejado de su
edificio en la calle Rui-Pérez, con la dignidad y el honor de tener la primera
antena de Avilés. Su propietario, Aurelio Martín, el muy popular Lelo, tendrá
para siempre el mérito del pionero. Un mundo nuevo bajaba por los tejados como
si fuera Papá Noel.
Estaba concluyendo 1959. En noviembre del año siguiente se
empezaba a ver señal de televisión en Oviedo. Un par de meses antes, como en misión
secreta, un técnico de Marconi Española recorría Avilés haciendo mediciones y
sacando conclusiones. Las tiendas de electricidad de la villa mostraban imágenes
borrosas y saltarinas correspondientes a las pruebas del emisor vasco del monte
de Sollube, que enlazaba con el Aramo y aún estaba en proceso de ajuste. Unas
veces se veía bien, otras casi nada. Y la gente en un sinvivir ansioso.
Querían comprar su aparato, pero aún era pronto. La
orografía cantábrica provocaba constantes cambios de orientación al instalar
nuevos repetidores para cubrir zonas de sombra y las antenas tenían que variar
su orientación. Había que esperar, pero, para ganar tiempo, los comercios
pusieron sus ofertas en la calle. Como ELECTROGAS, que adaptó un sistema de
cuentas corrientes puesto a disposición de los consumidores avilesinos. Se
abría la cuenta en la tienda, se iban haciendo entregas de dinero a gusto del
consumidor y, cuando estuvieran a pleno rendimiento las emisiones, esos
clientes tendrían preferencia para comprar, entregando como entrada lo recogido
en la cuenta corriente. Entonces se podía elegir a gusto el modelo de
televisor. Eso sí, siempre Philips, con instalación de antena incluida, sin
cobro de mano de obra ni nada. Todo ventajas.
Empezaban los tiempos de las compras a plazos y no hacía
tanto que se habían ido los tiempos de las colas para todo. Ponerse a la cola
de un televisor, o de un utilitario, no era motivo de enojo, sino de lo
contrario. A partir de entonces el ocio consistiría en mirar desde el sofá a las
figuras encerradas en las 625 líneas de pantallas de 19 pulgadas, por lo menos. El televisor empezó a presidir la casa,
siempre enfundado para que no cogiera polvo durante las muchas horas que no
había emisión. Se le adoraba como a aquellas imágenes de las vírgenes,
protegidas por hornacinas, que aún recorrían las casas de Avilés.
En 1964 las emisiones se reforzaron para toda Asturias con
el repetidor del Gamoniteiro. Dos años después tenían tele casi un 32 por
ciento de los hogares españoles. En zonas como Avilés, en pleno crecimiento
explosivo y con tanto realquilado, antes había que tener casa que tele, pero la
urgencia estaba a un nivel parecido. Para avivar la esperanza, por aquellos
entonces Chocolates Osnola entregaba, precisamente en Naveces, su primer
aparato de la campaña «El TV misterioso». Aquellas marcas que el tiempo se
llevó: Lavis, Inter, Iberia…El mundo había cambiado.
Los nuevos vecinos salían ahora de la tele, en las primeras
series americanas. Viajaban “al fondo del mar”, escapaban de “Los invasores”,
siempre con aquel dedo tieso tan acusador, hablaban en idioma hispano neutro y
eran, en su mayoría, investigadores privados que guardaban algún secreto en la
cajuela del auto.
Los
televisores ya se habían generalizado, a plazos por supuesto, y el vecino del
tercero dejó de invadir casa extraña, teniendo como tenía su propio televisor y
convencido, además, de que eso del Festival de Eurovisión era todo política y
que a España le tenían mucha envidia.