QUÉDESE, SEÑOR BALSERA

Infografía de Miguel De la Madrid sobre foto de Alonso.

              A veces las noticias, las malas noticias, pueden movilizar a una ciudad entera. O casi. Porque casi era una ciudad la villa de Avilés de 1916 y casi se movilizó toda aquel 29 de diciembre. Bueno, más de la mitad. Mayoría simple. Ya se sabe que en el cuerpo de esta ciudad, desde que nació la edad contemporánea, conviven dos almas que no son gemelas, sino enemigas viscerales que se tiran lanzadas a la menor ocasión.
            No se contaban más de ocho meses desde que fuera constituida la Junta de Obras del Puerto. Desde la lejanía parece una institución de consenso aunque, como casi todo lo que acontece en esta villa, no había nacido así. Los intereses personales, políticos, económicos o de simple punto de vista, la habían puesto en escrutinio. Y el diario local de entonces había montado una campaña para impedir su nacimiento, pensando que era una entidad legal demasiado compleja y de poco poder efectivo, que había dado mal resultado en otros puertos. Creía el rotativo, además, que el apoyo de una parte de la prensa gijonesa era sospechoso. Un caballo de Troya. Una prueba de que la Junta era mala idea y no traería prosperidad a Avilés.
Resistencias o puntos de vista al margen, que el puerto había crecido era una evidencia, que necesitaba obras, un clamor. Un puerto de ría como el de Avilés es, hasta hoy mismo, un fondeadero en el que el hombre hace y la naturaleza deshace y, como el tapiz de Penélope, hay que volver a hacer sin pausa bajo la amenaza de que la ría se convierta en un regato y el comercio y la industria avilesinas en dos imposibles. En sus aguas siempre se han reflejado la bonanza o la desgracia de la ciudad.
            Eso también ocurría hace cien años, precisamente ahora que, recordando aquellos tiempos, ponemos cien velas negras a la tarta del segundo año de la Primera Guerra Mundial. Recuerdo pavoroso, necrológica planetaria, pero momento dulce para algunos países neutrales como España. Y para algunos comerciantes audaces, como Victoriano Fernández Balsera que, para fortuna de todos y suya propia, operaba desde Avilés.
            Muy temprano demostró Balsera talento y arrojo para negocios de alto bordo y convirtió a su casa en un referente internacional de determinados comercios, especialmente el de granos. A su empuje se deben las naves que sobreviven a duras penas al borde de la ría y que nos hablan de cuando su propietario recibía buques de todo el mundo. Lo mismo traía cereales de las riberas del Danubio, que trigos rusos, maíz de la Argentina o despachaba miles de toneladas de avellanas asturianas que se pagaban muy bien en los mercados ingleses. En tiempos de bonanza sus operaciones eran cotizadas, en tiempos complicados era capaz de inventarse una oportunidad donde todos veían crisis, como hizo alguna vez comprando la producción de varias fábricas de azúcar, cuando la prudencia aconsejaba lo contrario, y haciendo además un gran negocio. Con él Avilés y su puerto se convirtieron en el centro del comercio de granos y en exportadores de productos asturianos al mundo entero.
            Como suele suceder, el poder económico no anda lejos del poder político y Balsera pertenecía al núcleo reformista que, detrás del diputado José Manuel Pedregal, estaba arrancando las últimas raíces del viejo y decimonónico poder liberal. Millones de reales habían aupado al poder a los marqueses de Teverga y millones de pesetas los desalojaban ahora. Los más poderosos capitalistas estaban en el bando de Pedregal y, entre ellos, destacaba Balsera, emparentado para bien de sus negocios con los Gutiérrez Herrero “opulentos capitalistas”, como entonces se decía.
            Así que el nuevo poder económico tomaba las decisiones políticas. Y Victoriano Fernández Balsera, a caballo entre ambos, dirigía la Cámara de Comercio. Esa institución fue decisiva para el nacimiento de la Junta de Obras del Puerto. Quienes la formaban analizaron la coyuntura del momento, con las ganancias que la guerra podía aportar y que un puerto incapaz no debía frustrar. Los oficios de Pedregal hicieron el resto, allanando obstáculos en Madrid y en Avilés (prensa incluida). Así que constituyeron la Junta el 26 de abril de 1915, con la doble intención de recaudar los arbitrios establecidos (unas 100.000 pesetas al año) y de acometer los trabajos necesarios para el desarrollo del puerto. Pasaron a ser de su administración todos los terrenos propiedad del Estado en la zona portuaria.
Desde entonces Balsera, que dejó la presidencia de la Cámara para ser el primer presidente de la Junta, ligó sus destinos a la nueva institución. Su historia y la de los primeros tiempos de la Junta de Obras del Puerto son una sola. No en vano, veinte días antes de la constitución de la Junta, el Estado había dado permiso a Balsera para construir un cargadero y vías auxiliares en la margen izquierda de la ría, por los que debía pagar un canon anual a la Junta. A la misma que él presidiría veinte días después.
Era un hombre indiscutible, sobre todo para los asuntos del puerto. Pero en Avilés todo se discute. Y sobre él se empezó a hablar. Habló la competencia. Y hablaron sus rivales políticos. Y se dijeron cosas que no le gustaron en mítines y reuniones varias. Y fuese por eso, o porque según algunas fuentes quería “deslocalizar” la sede central de su empresa, que se diría ahora, Victoriano Fernández Balsera anunció un mal día que no soportaba más, que se retiraba de los negocios y se iba a vivir de sus millones.
Ese día era cercano al de los inocentes de 1916. Como inocentada no tuvo gracia. Una catástrofe. La noticia cayó como plaga sobre la villa y, de inmediato, las fuerzas vivas más próximas lanzaron pasquines a la calle y organizaron una manifestación de desagravio para rogar al señor Fernández Balsera que desista de su acuerdo, permaneciendo en su puesto de honor, del cual no puede desertar sin inferir un grave daño a importantes intereses de nuestro pueblo”.
El duelo, que no otra cosa parecía, se citó en El Parche. Plaza de la Constitución, Cámara abajo, Marqués de Teverga, Pedro Menéndez, Emile Robín y, al fin, por la carretera del Torno, llegaron unas tres mil personas. El comercio, los casinos y la banca habían cerrado en solidaridad y funeral. Avilés se había parado y, al llegar a los almacenes de Balsera, lo que se paraba ya era una manifestación de buen porte. Eduardo Prada, Alberto Solís Pulido y Álvaro García de Castro, subieron a las oficinas para convencer a Victoriano. No estaba. Los recibió, conmovido dicen las crónicas, su hijo Álvaro, quien transmitió a su padre la importancia del acto.
Fue suficiente. Victoriano desistió de su intención y siguió al frente de los negocios. La Junta de Obras tenía en sus arcas 442.032,54 pesetas y seguía caminando, pero también tropezaba, como todo en esta ciudad nuestra, sometida a la influencia de los poderes cambiantes que sembraron la cizaña en su seno, enfrentando a ingenieros y administradores y haciendo fracasar el primer plan de obras que trataba de conseguir un puerto moderno: libre su entrada y salida sin aguardar la marea, con buques siempre a flote en su interior y cercanos a almacenes capaces de tener en cualquier caso mercancía suficiente como para cargar sin necesidad de espera o turnos.
            Entre tanto retraso portuario, el señor Balsera se dedicó a otras obras, para las que no necesitaba más acuerdo que el suyo propio, edificando su casa-palacio, amerengada, moderna y hasta exhibicionista, que hoy es conservatorio de música. Las otras obras, las del puerto, siguieron sometidas a esos lances de difícil control, manipulaciones políticas y rivalidades que retrasan sine die los trabajos de mayor importancia y extrema urgencia. Claro que, de todo esto, ya hace un siglo… ¿O no?