Infografía
de Miguel De la Madrid sobre fotograma de la película “Desnudismo”.
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A finales del
siglo XIX, cuando la playa empezó a inventarse como lugar para el recreo social,
la zona que une Salinas y San Juan de Nieva era un extenso y orondo espacio
arenoso, con dunas vivas necesitadas de domesticación desde hacía décadas. Un Espartal
que no pensaba en bañistas.
La cosa llevó
su tiempo, pues bañarse, lo que se dice bañarse, no era una costumbre muy
querida por estos pagos. Ni por otros. En aquellos años no era difícil
encontrar españoles que no se hubieran bañado en toda su vida. En una Asturias
de pobreza singular, sin saneamientos ni agua corriente, en las casas populares
se compartía vivienda con estiércoles y animales. El baño era algo desconocido.
Si el baño doméstico no era costumbre común mucho menos lo
sería, en pueblos y ciudades que habían crecido de espaldas al mar, arriesgarse
a las olas para un baño de placer que aún se estaba inventando. Arriesgarse
entre espumas y algas, salvo algunos casos de juegos infantiles y adolescentes,
era cosa extraña. Además, casi nadie sabía nadar.
Pocos se bañaban y, para los que practicaban tan saludable
costumbre alejados de modas y de lugares postineros, nada extraño fue mostrar
su cuerpo libre de ataduras, convenciones y de todo lo demás. En el principio,
como si del Paraíso se tratara, los baños se habían tomado, toda la vida, en
cueros. Los primeros y acorazados bañadores eran escasos y carísimos. Tirarse
al agua no requería de más intendencia que un buen salto.
Todo esto lo recordaba Armando Palacio Valdés, cómo no, al
vaciar su memoria avilesina. El escritor era uno más de aquellos niños que, en
los meses calurosos, salían de la escuela directos hacia el viejo puente de San
Sebastián e iban haciendo equilibrios, por el malecón de Las Huelgas, hasta
encontrar un sitio a propósito para bañarse como Dios los había traído al
mundo.
Así fue la costumbre inveterada de chiquillos de Avilés de
bañarse en cueros en la ría y los muelles. Y no fue cosa rara en otros lugares,
desde los más modestos y remotos hasta los más conocidos y principales. Se
dice que en el Sena de París hasta 1830 no se prohibió un baño nudista que se
venía practicando con naturalidad desde la Edad Media.
El tiempo
pasó. El baño se difundió. Se fue haciendo más conocido y atrajo a un público
más numeroso. La edad dejó de ser barrera y el baño dejó de ser travesura
infantil. Vamos, que la cosa ya no era juego de niños y pasó a mayores. A los
mayores de edad, quiero decir, pero, en no pocos casos, con el mismo formato y
con la misma moda, una muy antigua: el traje de Adán. Y sonaron las alarmas.
Por lo que a Avilés respecta, antes de
concluir el siglo XIX no hubo más remedio que tomar cartas en el asunto. Así
que, las Ordenanzas Municipales de 1884, se pusieron
manos a la obra para evitar que, sin traje completo, nadie se bañara en
marismas, ría o hasta doscientos metros de los muelles.
Pero sabido es que resulta muy difícil poner puertas
al campo, mucho más cuando ese campo es un campo de arena que, tarde o temprano,
se torna movediza, al menos para los asuntos de la sociedad. La playa tardó un tiempo en ser lugar de solaz y esparcimiento.
Y en todo ese tiempo, el de los pioneros, el código de prácticas playeras no
escritas fue cuajando muy lentamente.
La cosa
sucedía por la parte de Salinas, usada aún de una manera casi silvestre y
paradisíaca, en el sentido menos propicio al corte y confección. Cierto es que el nudismo no era práctica común, pero también lo es que la
playa aún no estaba dotada de infraestructuras como balneario y casetas. Los
bañistas de Salinas sólo necesitaban de una sábana sujeta a una mata de esparto
para ocultar sus desnudeces. Luego, totalmente vestidos para el baño, se
esperaban a la orilla para entrar todos cogidos de la mano confiando igualar
fuerzas en su pelea contra las olas.
¿Todos? No. Otros pioneros pululaban por la arena. Los que
no pertenecía a la colonia, los que no tenían casa, ni en propiedad ni de
temporada, los que no venían de la Meseta sino de los alrededores. Aquellos que
se daban un chapuzón y punto. Esos, siguieron haciéndolo sin complicarse la
vida, para escándalo de los otros y hasta de la prensa que, a principios del
siglo XX, publicaba sus nombres para escarnio y maldecir de familias y
allegados en infamante listado del Diario de Avilés.
Pasaba más tiempo aún, la playa se asentaba y, con ella,
las costumbres cambiaban. Cuando ya parecía estar controlado el baño de mar,
nacía, con los felices veinte, el baño de sol. Empezó a valorarse el cuerpo
tonificado y moreno que antes delataba un oficio manual. Ahora, lo contrario.
Demostraba que el poseedor de tan cetrina epidermis no se ganaba la vida con el
sudor de su frente, si no al revés, no tenía que ganársela. Es decir, tenía
tiempo y dinero para irse de vacaciones cuando las vacaciones pagadas ni tan
siquiera se habían inventado para los asalariados. Un cuerpo atlético y
bronceado era la marca física del aire libre y de la playa; la estética de las
vacaciones. Un nuevo lujo.
Una marca, desde luego, pero sin marcas. Exponerse a
“Lorenzo” exigía hacerlo en determinadas condiciones, que no fuesen a
confundirlo a uno con un “paleta”, con un “paleto” o con la gente de bronce.
Nada de marcas de fesoria o de andamio. Decir eso y decir nudismo fue todo uno.
¡Qué peligro!
En todas las playas se acabaron acotando lugares para el
baño de sol, generalmente los menos frecuentados, los que toda la vida habían
sido, socialmente hablando, de segunda categoría. Cuando en Salinas aumentó el
número de bañistas de sol se vio claro que necesitaban un lugar propio, que no
pudo ser otro que la zona de El Espartal y San Juan.
Y, cuando todo parecía controlado, con los años treinta
llegó el nudismo como práctica higiénica, naturista y beneficiosa. Lo que
entonces se conoció, tomando el título de una película alemana estrenada en
España en 1933, como “el desnudismo”. Éramos pocos…
Sí, todo al aire. Háganme caso. Los partidarios del credo
naturista, con enorme arraigo en el Levante y Cataluña, sostenían que esa era
la forma más saludable e incluso más moral, ya que es la ropa y no la desnudez,
decían, la que despierta la concupiscencia. Se imponía la belleza y la
pulcritud del cuerpo desprovisto de ropa, en contacto directo con la naturaleza
y en comunión permanente con el astro rey.
Todo eso, traducido al lenguaje avilesino, supuso que la
playa se zonificara según uso y públicos: una zona para el paseo de los mozos,
más próxima a La Peñona, luego la zona de baños de mar, la de jugar al tenis,
para quien supiese y tuviese raqueta, y, la más próxima al Espartal, para esos
baños de sol en cueros. Aunque ninguna de tales precauciones evitase que algún
que otro “naturista” debiese de aflojar el bolso para pagar una multa,
perseguido por las autoridades, la moral y el reglamento de policía del
puerto.
Todo se cortó
de raíz con la llegada del nuevo Estado franquista. En el verano de 1937, con una España medio en
guerra, se dictó una severa Circular sobre normas prohibitivas de prácticas
desnudistas, que fue el modelo utilizado por los alcaldes de las villas
costeras para guardar la moralidad. Los trajes
permitidos a partir de entonces serían aquellos que, para mujeres, fuesen
completos, cubriendo espalda, pecho y costado, con faldellín hasta la rodilla;
para hombres traje completo, cubriendo también espalda, pecho y costado y,
sobre ése, un pantalón amplio de deportes. Sólo a los niños menores de cinco
años les era permitido el nudismo o el uso de cualquier tipo de traje de baño.
Desde entonces las dunas de San Juan se convirtieron
en territorio de asilo, en refugio y, a la vez, en campo de concentración para
todos aquellos que quisieran mostrar su cuerpo desnudo, por costumbre, por
placer o por ver lo que caía.