EL CASO DEL MALVADO NOLASCO


Vieja cárcel de Avilés, que alojó al Nolasco y hoy aloja folletos turísticos 
(montaje: Miguel De la Madrid).


Donde se narra la increíble historia de un tipógrafo intoxicado por el plomo y obsesionado con la sangre.

            Cuando los periódicos eran más un oficio manual que intelectual una clase especial de trabajadores empeñaba su esfuerzo y gastaba su salud para hacerlos visibles. Hablo de los cajistas y los tipógrafos.
Ellos eran el verdadero y único personal asalariado de los periódicos decimonónicos. Los periodistas escribían por amor al arte, por diferentes causas políticas o por defender intereses, propios o de sus amos. Sólo estaba a sueldo el personal de imprenta. Un oficio duro y desagradecido, no en vano de él nacieron las primeras organizaciones de resistencia obrera. No había más de una decena de estos trabajadores en el Avilés de principios del siglo XX. Cobraban a 0,50 pesetas la hora. Jornal inferior al de canteros, albañiles, carpinteros, pintores, ajustadores, herreros, moldeadores, caldereros y fundidores… sin ir más lejos.
Era gente especial. Verdaderos personajes unos, muy raros otros. Hombres embutidos en gigantescos blusones, colocando automáticamente letras durante horas, hasta bien entrada la madrugada, sin hablar con nadie. Eso les provocaba, además de un carácter muy suyo, enfermedades profesionales crónicas como la perlesía (lo más parecido al párkinson), la alferecía, similar a la epilepsia, o el saturnismo, una enfermedad crónica, producida por la intoxicación que el plomo de los tipos de imprenta iba produciendo a lo largo de la vida,
Uno de esos saturnos, asalariado de la imprenta “La Unión”, andaba muy alterado allá por el principio del siglo XX. Dio en practicar aficiones raras y extravagantes. Y, por ser consecuente con la rareza, como saturno era también muy especial. En vez de devorar a sus hijos, le dio por devorar a los ajenos. Pedro Nolasco Iglesias Díaz se llamaba. Venía de familia de tipógrafos. También de una familia de dementes, aunque a él, siempre trabajador ejemplar, obediente a sus jefes y sano de conducta laboral, esa querencia no se le empezó a ver hasta el año 1901.
Aprovechando la víspera de Todos los Santos se creyó un Tenorio en busca de Doña Inés. Pero topó con una demasiado joven. Y le complació. 8 años tenía la pobre repartidora de periódicos que, cruzando su destino con una mala estrella, se vio atropellada por el Nolasco. Atropello inicuo llamaron al suceso. Ustedes pueden imaginar. Allí empezó esta triste leyenda.
Nolasco fue a la cárcel con la serenidad y la ignorancia del novato. Sin arrepentimiento, pero también sin conciencia de la gravedad de los hechos. Pensó que, como el que despierta de una mala borrachera, al día siguiente estaría en casa. Por eso los días se le hicieron largos. Pasaban muy despacio en la cárcel de Avilés.
La villa de entonces estaba en una fase de expansión, con sus destinos entregados al Marqués de Teverga, ministro del reino, de Gracia y Justicia precisamente. Pero el estado de la cárcel tenía poca gracia y no le hacia justicia, ni al Marqués, ni al momento expansionista de la villa.
Era la vieja cárcel de Ruíz Gómez, mezquina y pequeña. Aunque engañase su exterior de noble edificio de piedra en la tradicional calle de El Muelle, el interior traicionaba la idea que uno se hacía desde la fachada.
En planta baja estaban los dos únicos calabozos que daban a la calle, arresto para los incomunicados. En el primer piso las oficinas y dos cuartos donde pasaban el día, por separado, mujeres y hombres. Sólo dos empleados con la categoría de Vigilantes segundos, hacían las veces de Jefe y Vigilante. Magro cuerpo de custodios. A falta de patio, los reclusos pasaban días interminables entre los cuartos, la escalera o las ventanas. La capacidad oficial estaba prevista para no más de 10 reclusos. Cuando el Nolasco dio allí con sus huesos había 21.
            En un sitio así, si uno era de temple superficial podía perder la paciencia. Si uno era de mente débil, podía perder la razón. Nolasco perdió ambas cosas. El tiempo se le hizo eterno y, cuando los días fueron meses, decidió pararlos para siempre.
            Se procuró un pincho, de esos que se afilan en sitios como aquel y, un mal día, sin explicación alguna y por la espalda, le cortó el cuello a un compañero de presidio. La primera sangre le provocó el mismo efecto que a una manada de tiburones, los ojos se le volvieron albinos, el gesto fiero y las fuerzas le llegaron de la nada. Entonces se convirtió en un asesino en serie. Saltó sobre todos los presos a puñalada sucia. Uno tras otro fueron ensartados por su estilete hasta que se vio frenado por el Jefe de la cárcel, que intentó reducirlo con sus brazos y con la ayuda de un preso de confianza a quien prestó su revolver, con el que encañonaba a Nolasco.
            Nada que hacer. Para entonces el recluso era ya una fiera sin control. Ante el riesgo de que el Jefe fuese la siguiente víctima, el preso bueno le disparó a Nolasco un tiro a quemarropa en la frente. Y entonces la historia se tornó sobrehumana. La bala, que entró en la cabeza, fue resbalándole por el cráneo hasta quedar alojada detrás de la oreja. En fabulosa exhibición, aquel atlante de tinta y plomo, siguió luchando con más plomo dentro que nunca. Repartiendo sangre por las paredes.
Sólo logró reducirlo una alianza de los municipales y la Guardia Civil, que se lo llevaron, fuera de sí, mientras, a gritos, se le oía alejarse bromeando sobre su propio estado. Dejó a su espalda cinco heridos y un muerto, José Suárez, alias Reguera, obrero de la mina de Arnao, cuyo ataúd y cintas mortuorias fueron sufragados por el resto de presos. Quede aquí constancia de sus nombres para los restos:
Guillermo Real Lamela, Manuel Jiménez Figueroa, Manuel Visiter Vidal, Laureano Álvarez Santiago, alias “Tabolo”, José Álvarez Guardado, alias “Moreno”, Santiago Ovies Bovis, alias “Estudiante, José Deltell Veleta, Ramón Rodríguez Díaz, Paulino Díaz Rodríguez, Adolfo Alonso González, alias “Enrique”, Francisco López Fernández, alias “El Sapo”, José Menéndez González, alias “Caralegre”, José Díaz García, alias “Jamelo”, Jesús Díaz García, Florencio García y García, Alfonso Vitti, alias “Italiano”, Ángel Argüello Menéndez, alias “Cigarra”, Evaristo García Maroto y Constantino Alvera Fernández, alias “Gaitero”.
            Por increíble que parezca, Nolasco vivió para contarlo. A su manera, claro.

                                                                                       Publicado en La Nueva España, 13-V-2012