NÁUFRAGOS DE NADIE

Cuadro de la Corbeta Villa de Avilés de Williams Nesfield (Museo de Bellas Artes de Asturias) sobre una vieja rosa de los vientos (infografía: Miguel De la Madrid).



La historia del naufragio del “Tres Marías”, velero estibado de emigrantes asturianos, que no vieron jamás la tierra de promisión en Cuba.


Con la centenaria resaca del “Titanic” han llegado a nuestra playa todo tipo de historias y noticias. El mar lo devuelve todo. Restos de alguna narración que alivió sentinas frente a la costa de los relatos. Llegan después de una larga travesía, comidas por el salitre, decoradas por los mejillones, las algas y el galipote, siempre alteradas; distintas.
Por lo que se refiere a Avilés, casi todas las novedades no lo han sido. Han nacido copiando lo ya escrito hace quince años sobre Servando Ovies. La peripecia de este desafortunado avilesino gastó mucho tiempo en pasar a los libros de historia, pero finalmente allí está. También ese desgraciado relato ha llegado a la orilla. Sus restos, junto a los de otros relatos de pasajeros ya conocidos, se han sumergido en mares mediáticos y han escalado las cimas de un supuesto misterio en las historias de la media noche. No cabe duda de que su memoria se recuerda mejor por ser un pasajero de primera clase en el naufragio de un buque mítico. Y también de primera clase.
Pero la historia de los naufragios en Avilés no es, en su mayor parte, de alto bordo. Es muy antigua, eso sí, tanto como fue la necesidad que empujó a nuestros rapaces a emigrar, sobre todo a mediados del siglo XIX. A su espalda dejaban una tierra demasiado estrecha para tantas bocas, un futuro incierto y un servicio militar peligroso, inacabable y sólo para pobres, que les llegaba antes de haber asimilado la pubertad. El barco era mejor que lo malo conocido. Y se embarcaban a cientos desde Avilés, desde la poza de San Juan, para iniciar un viaje en el que la costa se hacía pequeña frente a un mar inmenso que ocultaba lo que esperaba al otro lado.
Viajaban sin comodidades, expuestos a la aventura en cascarones de nuez de hasta 300 toneladas. Sin baúles de doradas cantoneras, sin ayudas de cámara, sin ropas con olor a almidón. Con un billete sólo de ida, cuyo precio se había pagado en sudor y en una vida para siempre hipotecada. Para mayor desgracia unos cuantos se han quedado en el fondo del algún inmundo sollado o en la mar océana.
También ellos merecen reconocimiento, aunque no oigamos jamás pronunciar su nombre en programas de radio o de televisión; aunque en su vida el único misterio sin resolver fuese la miseria; aunque no podamos poner cara a tanto desconocido.
Aquellos barcos enriquecieron a algunos armadores avilesinos, traficantes de la esperanza en el Nuevo Mundo. Comerciantes de abarrotes de carne humana, con la que forraban la carga inerte y apretaban la estiba de salobres bodegas. Esa esperanza fue el mimbre con el que se tejió un negocio al que conocían como “La Carrera de América”, nombre hoy de zarzuela avilesina cuya representación se contempló en el teatro Palacio Valdés antes de que entrara a formar parte del índice de los prohibidos.
Uno de esos buques llevó por nombre “Tres Marías”. Era un bergantín, con palo mayor y trinquete aparejados con velas cuadras y menos de 300 toneladas. No le habían puesto tal nombre en el astillero, pues nació en 1843 como “Patriota Asturiano”, otro de los buques señeros en esa carrera, reformado y convertido por su nuevo dueño, Feliciano Suárez y Robés, en el “Tres Marías” en 1860. Una inversión de 50.000 reales para una nueva vida.
Desde entonces siguió haciendo viajes “redondos”, con mayor desempeño y capacidad, llevando emigrantes y carga y volviendo sólo con la carga. Eran poco más que niños, en su mayoría, que se apretaban en la panza de aquellos cargueros, entre mercancías diversas. Cuando esos buques llegaban a Cuba o a otros puertos de América se producía el intercambio: bajaban guajes y subía caña de azúcar o cacao.
Según parece, el 18 de marzo de 1873 el “Tres Marías” se encontraba a 38 grados 15 minutos de latitud Norte y 9 grados 30 minutos de longitud Oeste del meridiano de San Fernando. En sus cámaras y sollados dormían casi una centena de pasajeros. Navegaba a buen paso en su quinto día de mar cuando la niebla se hizo dueña de la noche. Una niebla densa, corpórea, como si el “Tres Marías” estuviera atravesando un gigantesco algodón de azúcar. La noche hacía el resto. Desde la borda del buque apenas se distinguían sus propias luces, nada más allá. Alta mar y una gran sensación de soledad.
De aquella soledad y aquella noche salió como el rayo la fragata francesa “Cilao”. Navegaba rumbo a Cádiz. Viento fresco y mar gruesa. Choque brutal. Con sus 800 toneladas doblaba el peso del Tres Marías que, como un barco de papel, acabó destrozado en tres acometidas y empezó a hundirse a una velocidad que hizo imposible la evacuación.
Sólo se salvaron 29 personas, entre ellas toda la dotación del buque. 15 marineros y el capitán, Eugenio del Valle, que tuvieron la suficiente experiencia y enorme suerte como para agarrarse fuerte al  buque francés en el momento del abordaje. Sólo 13 de aquellos rapaces volvieron para contarlo. 76 se quedaron en un punto oscuro y desconocido del azul del mapa, en medio de la nada.
Los retornados guardaron para siempre terror al mar y la angustia de los días vividos tras la catástrofe. A bordo ya de la “Cilao”, tras su rescate, sólo pudieron ir manteniéndose a base de beber agua medio podrida y galleta naval, tan dura que había que ablandarla con agua de mar para poder llevársela a la boca. Así llegaron a Cádiz. Medio muertos por el naufragio y exhaustos por el frío, las penalidades y el miedo que pasaron durante el tiempo que vino después.
Hasta Avilés viajaron noticias dispersas, incompletas, poca información para calmar la sed que sentían los familiares de tanto náufrago. Era el relato tartamudo del telégrafo, que mantuvo en vilo a muchas madres hasta que se confirmó el más triste de los finales. Con los supervivientes viajó de vuelta la narración de la catástrofe, que jamás abandonó los peores recuerdos de aquellos rapacinos. Dicen que algunos de aquellos críos fueron gente muy conocida en el viejo Avilés. Gente como Pepe Tesa, Agapito el Xelao y Manolo Xuanón. Nunca consiguieron ver La Habana. Hubieron de sustituir El Morro y La Cabaña por el cabo Negro y el faro de San Juan; conformarse con la vida más estrecha que entonces podía ofrecer Asturias, pero era vida al fin.
A los muertos del “Tres Marías” no se les recordó en un homenaje. Hoy se han olvidado. Nadie volverá a buscarlos. El pecio, si es que aún existe, no interesa más que a los peces. No habrá empresas de cazatesoros que naveguen con sus submarinos por allí. No se hará película alguna del suceso. Ni en dos, ni en tres dimensiones. Nadie reconstruirá su última cena, pues no era de etiqueta, con una carta a base de galleta naval entre fardos y baúles. Ni platos elegantes, ni menú del chef. No hubo orquesta que tocara mientras el barco se hundía. La única banda sonora fueron los llantos juveniles, reniegos de los marineros, gritos de terror y de muerte, y el viento y el mar que lo ahogaron todo como si nunca hubiese existido.
A sus familias no les quedó más que el dolor por las pérdidas, y su recuerdo en forma de deuda, la que siguieron pagando al usurero que les había vendido el pasaje. Todo su dinero invertido en la esperanza de una vida mejor.
           
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