|
Grabado de la llegada del ferrocarril, a partir
de fotos de Duarte. Unos festejos que dividieron a Avilés. Infografía Miguel De
la Madrid. |
El estudiante José Menéndez Parra
garabateaba con presteza y con habilidad agazapado en una esquina del teatro
circo Somines. Usaba taquigrafía y así lograba escribir a la misma velocidad
que discurseaban los oradores. Una gran ayuda para que, todos los plumillas que
se había traído de Madrid el marqués de Teverga, pudiesen luego lanzar incienso
y ganar albricias contando al mundo la magna obra. Sobraban discursos y faltaba
muñeca para copiar. Además del emocionado marqués, alzaron su copa y su palabra
otras catorce autoridades y dignidades diversas.
La
casa por la ventana, en un enorme gasto que el periódico madrileño "El
Liberal" atribuía al ayuntamiento "que todo lo hace con igual
esplendidez". Eran los liberales, "Sanmiguelistas" y
"Cantistas", los que tenían tan espléndida mano para sacar dinero de las arcas de todos y homenajearse a
sí mismos, trayendo hombres y viandas de Madrid y colocando un gran arco en la
calle, gasas, guirnaldas y telas transparentes en el Somines. Pero también
había colaborado el comercio de la villa en los gallardetes y colgaduras que
adornaban Avilés. El tren ya estaba aquí y todos pensaban estar asistiendo a
uno de esos días que harían cambiar la historia.
Por muchas razones, parece
que fue ayer. Ciento veinticinco años desde que aquella primera locomotora
lanzara al cielo de la villa el vapor de su caldera. Una humareda que no se
perdió en la grisura ni se disolvió con la traidora lluvia de julio. Quedó en
el aire para escribir la página gloriosa de aquel día y para continuar otras no
tan memorables que ya venían escribiéndose tiempo atrás.
El tren
silbó por primera vez y muchos avilesinos le cambiaron silbidos por aplausos,
mientras otros respondían con más silbidos. Y con pedradas. Una frontera se
abrió en medio de la ciudad. Ya existía, pero aquel día, pintada de vapor, lució
mucho más.
Fue una
frontera para el progreso. Con el ferrocarril las posibilidades de Avilés se
multiplicaban al poder conectarse por vía férrea con la Meseta y embarcar por
su puerto el carbón de las cuencas mineras. Y Llegaba casi al mismo tiempo que
la nueva dársena de San Juan de Nieva. Puerto y ferrocarril eran la misma cosa.
Fue
también frontera entre la realidad y la ficción, trayendo al mundo, al fin, un
proyecto ferroviario. Otros muchos habían quedado antes en el limbo, viendo
pasar la cigüeña, sin que ésta se decidiera a hacerlos nacer. Una historia
larga.
Comunicar
los puertos asturianos con la Meseta y el carbón con el mar, era un proyecto
añoso, distinto en función de la elección del puerto de destino. Hubo dos
posibilidades, una para cada cuenca minera: unir Mieres con Avilés, o unir Langreo
con Gijón.
En 1843 una compañía anglo-francesa, la "Asturian
Mining Company", trazaba los planos para unir Mieres con el puerto de
Avilés. Al año siguiente, algunos financieros proyectaron unir Langreo y Siero
con Gijón y Avilés. Era 1845 cuando la Compañía Minera Cántabra de Madrid
levantaba las trazas para un ferrocarril de San Martín del Rey Aurelio a
Avilés. Finalmente, el 23 de noviembre de
1864, Juan Manuel de Manzanedo remataba un proyecto de ferrocarril para unir
León con Avilés, pasando por Puente los Fierros y Mieres.
Muchos proyectos y muchas esperanzas, pero lo cierto
es que un entramado económico y político operaba en contra de nuestra villa. Ni
siquiera la monarquía fue ajena al asunto pues, en tiempos de la reina madre
María Cristina, pesaron los intereses de su marido, Fernando Muñoz, Duque de
Riánsares, muy interesado en un ferrocarril que sacase el carbón de sus
concesiones de la cuenca del Nalón. El proyecto de Mieres se hizo fracasar
desde Madrid y, con él, las opciones de Avilés en favor de los intereses
económicos que planeaban cercanos a la Casa Real. Un duque, marido de una
Cristina.
Como
había sucedido en el siglo anterior con el final de la carretera de Castilla,
el puerto elegido por el gobierno español no fue Avilés sino Gijón. Y hasta allí
se dirigió la primera locomotora de la línea que partía de Madrid en 1884. A
nuestra villa no le quedó más alternativa que agitar el pañuelo. Muchos trenes y ninguna estación en Avilés, así que
pasaron de largo.
Y siguieron pasando
hasta que uno, con veinte años de trayectoria a sus espaldas, se detuvo. Fue
entonces, en 1881, cuando se adjudicó la
concesión a la sociedad Crédito General de Ferro-carriles, con una subvención
del Estado de 1.260.000 pesetas. En 1887 la Compañía del Norte tomó a su cargo
esa concesión después de tener asegurada, además de aquella subvención del
Estado, otra especial del ayuntamiento de Avilés de 420.000 pesetas. Jugaron
dos marqueses: el diputado del distrito, Marqués de Teverga, hábil para
conseguir recursos públicos, y el Marqués de Comillas, hábil para proteger sus
recursos privados, pues quería abastecer de carbón, desde Avilés, a los vapores
de su Compañía Trasatlántica.
Es decir que, por fas o por nefas, se había
decidido que el ferrocarril llegase al fin hasta Avilés y con él se sobrepasase
la frontera del progreso, pero, de inmediato, se levantaron otras.
Ya se
sabe que, en esto de la ingeniería de caminos de hierro, la línea recta tal vez
no sea la distancia más corta entre dos puntos, especialmente si el tiralíneas
está en manos de caciques. Traer el ferrocarril implicaba decidir el proyecto,
describir el trazado y situar la estación. Es decir, todas las cosas por las
que en Avilés se discutió. Todas por las que se levantó la nueva frontera entre
dos bandos irreconciliables.
Riñeron
primero "serinistas" y "villabonistas", por el lugar donde
el ramal de Avilés enlazaría con el de Oviedo-Gijón. Más tarde, el trazado por
Avilés enfrentó a quienes defendían la margen derecha de la ría frente a la
izquierda, pensando que el tren arrastraría el puerto al otro lado de la ría
(como hoy). Y luego ya, eso lo hemos contado muchas veces, los
"industriales" del marqués de Ferrera, frente a los
"cantistas" del marqués de Teverga, por ver si la estación se instalaba
donde está hoy, o se edificaba, más o menos, donde está el apeadero de FEVE
("la Industria").
Y
estalló la guerra. Y se llegó a las manos que, casualmente, portaban garrotes.
Me refiero a aquella sanjuanada avilesina de 1889 en la que, al abrigo de la
luna, los partidarios del marqués de Teverga sembraron la noche de cristales y
cabezas rotas y firmaron con tinta roja la división política de la sociedad
avilesina que, al mismo tiempo, describían ya con tinta negra sus primeros
periódicos.
Sólo
hacía un año de tan violento encuentro. Los que entonces se vieron molidos a
palos, los "industriales", silbaron o tiraron cantos a los
"cantistas" y al propio tren. Los caciques y el rencor guiaban las
manos de unos y de otros, pero, fuese la lluvia, la algarabía, el arco en honor
al marqués de Teverga o la evidente importancia del día, el tren se impuso a la
riña pueblerina y acabó siendo una ocasión memorable que escenificó su
reconciliación, para la galería, con el nacimiento de las fiestas de El Bollo tres
años después.
Así
volvemos al Somines y a José Menéndez Parra, con dolor de muñeca. Corriendo
tras la palabra de los alcaldes de Avilés y Oviedo, de los representantes de la
iglesia, la Universidad, la prensa, la sociedad, la política y al fin del
propio José García San Miguel. Todos satisfechos y bien comidos, arrimando la
inauguración a su gestión política.
Y así
llegamos al día de hoy. El siglo XXI se sigue pareciendo al siglo XIX. La misma frontera que un día
fue de vapor hoy es de hierro y desacuerdo. Los proyectos se discuten y los
repúblicos se pelean viendo pasar los trenes y los años, siempre al mismo lado
de las vías, que siguen en el mismo sitio y no hay manera de acordar en que
otro sitio se tienen que poner.
Parece que
fue ayer.