Edificio de la Escuela de Artes y Oficios, durante
muchos años el local multiusos de Avilés (infografía: Miguel De la Madrid).
A los
contadores de anécdotas y coleccionistas de gacetillas avilesinas siempre les
ha hecho mucha gracia esto que hoy les voy a relatar. Aunque, si uno se acerca
con rigor, enseguida se da cuenta de que la cosa tiene mucho fondo y poca risa.
No se trata de curiosidades ni de chanzas, ni hay nada de broma en lo que a
continuación se cuenta. Es, más bien, la radiografía de un tiempo y de quienes
lo vivieron. Pero, claro, hay que bucear.
Todo
sucedió en el inverno de 1908. El domingo dos de febrero, por más precisar. Mal
empezaba ese año en que el poder local era más frágil que nunca y la economía
de Avilés había entrado en un túnel muy negro. No estaban los tiempos para
perder clientes ni para perder ingresos en días como los domingos, santificados
por los taberneros avilesinos haciendo mejores recaudaciones.
Pero
hacía tres años que las cosas eran distintas. El conservador Juan De la Cierva,
padre del famoso inventor del autogiro y ministro en el “Gobierno largo” de
Antonio Maura, se había empeñado en regular las costumbres sociales y eso
incluía desde la prostitución a los teatros, desde los cafés al funcionamiento
de la policía. Y, en medio de todo, una ley, la del Descanso Dominical, a la
que nadie estaba haciendo mucho caso pero que, entre otras cosas, obligaba al
cierre de las tabernas en el día del Señor.
Y así la cosa
llegó a Avilés. La Cierva no era ministro para tomarlo a broma. Sacrificó su
popularidad a la aplicación de esta ley y, aunque tuvo suerte diversa en su
propósito final, fue inflexible en la necesidad de su cumplimiento,
persiguiendo y multando a los infractores. Hacía tiempo que se venía avisando a
los taberneros avilesinos y ellos como si nada. Aquel domingo de febrero
estaban preparados para la resistencia pasiva. Se mantuvieron firmes y, tras el
acuerdo tomado el sábado, dejaron abiertos sus locales contra la ley y contra
los dictados de las autoridades. A mediodía una muchedumbre asistía confundida
a un espectáculo poco usual. La Guardia Civil, ayudada por la Guardia Municipal,
conducía hasta el edificio de la Escuela de Artes y Oficios, improvisada
cárcel, a todos los taberneros de Avilés, resistentes a cerrar en cumplimiento
de la ley.
No sólo a los
taberneros, también cinco de sus esposas acabaron en el calabozo hasta las diez
de la noche. Al día siguiente fueron puestos en libertad, tras prestar
declaración, los taberneros y otros dos industriales, Manuel Galé y Adolfo
Miranda, detenidos por error en la misma operación.
A
la Ley del Descanso Dominical, como sucede a veces con ciertas leyes novedosas,
algunos no la tuvieron en cuenta, no se la creyeron, la dejaron pasar o no la
vieron venir… pero llegó. Lo hizo en marzo de 1904.Y entonces muchos sectores
profesionales se echaron a temblar al ver las consecuencias que podría acarrear
a sus intereses. Y aparecieron las protestas. Empezaron a elevar su voz
profesiones tan diversas como panaderos, albañiles, periodistas, barberos,
tenderos, ferroviarios y hasta toreros. Por supuesto, los taberneros también.
En las
poblaciones de menos de diez mil habitantes los alcaldes podrían autorizar la
apertura de las tabernas en el horario que considerasen oportuno. Por este caso
se coló Avilés, donde su alcalde sostenía el criterio de que las tabernas eran
casas de comidas por la tarifa de contribución que pagaban. Esa era una de las
formas de burlar la ley, que exceptuaba a los cafés y no a las tabernas, por lo
que los taberneros empezaron a matricular sus negocios como figones o cafés
económicos.
Sucedía todo esto, entre otras cosas, porque
los taberneros no podían soportar que, mientras en Avilés se cerraba, las
tabernas de Gozón, Corvera, Illas y Castrillón, permanecían abiertas,
legalmente abiertas, llevando a sus parroquianos a rezar en otras capillas de
la comarca, dejando sus cuartos allí. Esos pueblos, y ciudades de mayor
importancia como Oviedo, Mieres, Villaviciosa o La Felguera, habían encontrado
la gatera por la que colar las exigencias de la ley acomodándolas a las
costumbres locales.
El asunto no
era sencillo. En un poblamiento tan disperso como el asturiano las aldeas
acudían a surtirse a la capital comarcal los días festivos, con lo que era
habitual que, en esos días, las villas cabeza de partido celebrasen mercado.
Era una circunstancia muy común en toda España y prevista además por el
Reglamento que desarrolló la Ley, según el cual podía lograrse así la exención
de su cumplimiento si se celebraba un mercado tradicional los domingos. Y, con
ese recurso, diversas localidades lograron salvar la situación para los
comerciantes. Pero se abrió una espita peligrosa, dividiendo a los pueblos, y
poniendo a prueba la fuerza de los poderes locales y, en la mayoría de los
casos, del omnipresente caciquismo.
Ante tanta
incertidumbre y tanto peligro para el negocio las tabernas miraron para otro
lado, en lo que se refiere a la observancia de la nueva ley. Tiendas y colmados
siguieron despachando su género hasta cuando tuvieron por conveniente. Mucho
tiempo para sus dueños y una jornada agotadora para sus empleados.
Y aquí el
enfrentamiento bajaba un nivel. Ya no se trataba de municipios contra el
Estado, ni siquiera de municipios contra municipios, que también, sino de
obreros (dependientes, camareros y otros) contra sus patronos. Aquellos taberneros
y otros hosteleros y comerciantes, que, frente a la ley en la que se escudaban
los obreros de la Junta de Reformas Sociales, no querían perder ingresos en
días de buena faena. Sus empleados, que estaban asistidos por una ley que no
acababa de ponerse en marcha, tampoco querían perder su descanso, si no
dominical, al menos semanal.
A esto se
unían las peculiaridades de las relaciones laborales de entonces, como el hecho
de que los trabajadores cobraran los sábados y que, precisamente ese día, podían
hacer las mejores compras de la semana, por lo que, en algunas ocasiones,
“pactaban” con los patronos que el sábado se pudiera abrir sin límite horario,
a cambio del cierre seguro los domingos.
Los
trabajadores de la dependencia mercantil se consideraban en Avilés “los más
esclavos y los más explotados” y se mantuvieron en guardia durante años. Tenían
un trabajo muy duro, y una jornada laboral que les restaba tiempo para vivir.
Por eso se despertó en ellos la conciencia de ser un grupo con intereses
profesionales muy particulares y se organizaron para defenderlos. Lejos del
alcance de las organizaciones obreras por antonomasia (anarquistas y socialistas)
apoyaron sus reivindicaciones en instituciones sin filiación ideológica
precisa, como la Asociación de Dependientes de Avilés. Su capacidad de presión
fue muy limitada (tenía 22 socios en 1919) y el problema cerró en falso cuantas
veces alguien decidió abrirlo.
Con el paso
del tiempo las tabernas y establecimientos afines del centro de Avilés acabaron
cumpliendo la ley, mientras que las de las afueras la siguieron sorteando
durante décadas, para enojo de alcaldes y desesperación de dependientes. Éstos
tomaron medidas de presión más severas y, con el apoyo de su Comité Nacional, lograron
que se garantizase el cierre a las ocho de la tarde de todos los comercios,
desde octubre de 1915.
Para que todo
el mundo se enterara se repartieron 10.000 pasquines por los domicilios y aldeas
de la comarca y, como sucedía en Gijón y Oviedo, se colocaron grandes carteles
a la entrada de Avilés avisando del horario de cierre comercial. Pero los
problemas continuaron muchos años después.
Es decir que,
hace más de un siglo, la libertad de horarios de comercio era un asunto tan
controvertido como lo es hoy, y casi por las mismas causas. En una villa que
empezaban a languidecer y a entrar en una parálisis económica muy acusada.
También como hoy.
Mucho más que
una anécdota.
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