Tras
este título de cuento infantil de los hermanos Grimm, libremente traducido, se
oculta una historia prosaica, lejana y real. Una historia anterior a la mitad
del siglo XIX, cuando ser médico en Avilés era una profesión dura y un bien muy
escaso. Y larga, sobre todo muy larga.
Las historias que esta serie cuenta
tienen que ver con noticias que, de una u otra forma, tuvieron eco en los
medios de comunicación, pero la de hoy viene de un momento en el que, en
Avilés, por no existir no existía ni imprenta. No había periódicos, por tanto.
Las noticias, sobre todo las oficiales, tenían un cauce para hacerse presentes,
un medio formal: la “Gaceta de Madrid”. El Boletín Oficial del Estado de
entonces. He aquí cómo, tirando de un hilo tan frío y tan lejano, podemos
llegar a reconstruir, no sin esfuerzo, una historia cercana.
La noticia es del 16 de noviembre de
1841. Ya llovió. Y como entonces dicen que llovía aún más, era el peor momento
para quedarse sin médico, a las puertas de que el invierno sembrase de virus el
lugar para deleite de La Parca. A pesar de eso la Gaceta decía que la plaza de médico titular de la villa de Avilés, dotada
con 6.000 reales anuales, se hallaba vacante y que los que gustasen optar a
ella tenían dos meses para presentar sus solicitudes en la secretaría del
ayuntamiento de Avilés.
¿Qué había pasado? ¿Por qué Avilés se
había quedado sin médico? Lo normal es que fuese por muerte o por jubilación.
Eso no sería noticia para contarla hoy, pero la investigación de esta pista, en
apariencia vulgar, demostró ser todo menos eso. Ocultaba una historia curiosa
que comenzó unos meses atrás.
Fue cuando el médico titular de Avilés,
que lo era por entonces José Rodríguez Villargoitia, decidió que ya no lo sería
más. Que renunciaba y que lo hacía entre enigmáticas razones que no quería detallar,
siempre con alusiones a penosas causas “conocidas de todo el mundo”. Y así se
despidió de los regidores avilesinos, desde Pravia y por carta.
A los señores del Ayuntamiento
Constitucional de Avilés el anuncio no les gustó ni poco ni mucho ni nada.
Quedarse sin médico era asunto de poca gracia. En la Asturias de entonces eran
rara especie, sustituida muchas veces por Intrusos del más variado pelaje, desde los más misteriosos ensalmadores a los “curiosos” de toda la vida. Eran tantos que, en
1847, hubo de abrirse un registro de intrusos para que los
ayuntamientos comprobasen títulos y fraudes.
Los no
titulados eran hábiles en componer huesos, reparar calamidades de la vida
cotidiana o recetar cocimientos y fervediellos,
pero poco eficaces para sanar algo más complicado que la patada de una vaca.
Dese luego, ninguno de ellos atesoraba conocimiento académico alguno, ni
pertenecía por derecho al personal de las ciencias de curar. Pero tenían fama y
clientela, entre otras cosas porque, en algunos concejos de la comarca como
Illas y Corvera, no había médico de ninguna clase y acudir a los médicos de los
concejos limítrofes, si es que se tenía dinero para ello, era llegar tarde.
Intrusos los
ha habido hasta hoy en todas la profesiones, incluso en la de contar la
Historia. En aquel lejano tiempo con ellos se vivía pues, como queda claro, entonces
el médico era un artículo de lujo, por escaso y por necesario. Sólo por Real
Decreto de 5 de abril de 1854 su presencia se aseguró con la organización de
los partidos de médicos (para poblaciones de más de 200 vecinos) cirujanos
(para las mayores de 100) y farmacéuticos (para las superiores a 1.000). La
cosa no mejoró demasiado entonces, pero nuestra historia habla de quince años
antes, cuando era mucho peor aún.
En tan sombrío
panorama lógico es que a los repúblicos avilesinos no les gustase la unilateral
decisión de Villargoitia. Peor que se despidiese “a la inglesa”, abandonando a la ciudad y su puesto de médico
titular sin permiso del ayuntamiento, y mucho peor aún, dejar en el aire que
todo el mundo sabía la razón. Ellos insistían en que no. Y pidieron explicaciones
que, si era necesario, habían de llegar por medio del alcalde o el juez de
Pravia. Avilés seguía sin médico y sin causa aparente de tal carencia.
Villargoitia tuvo que explicarse, otra vez, y la cosa no mejoró.
Entre las
enigmáticas razones que llegó a esgrimir asomaron cosas como que tenía que
librarse de “impresiones dolorosas que atacaban mi ánimo y mi salud”. Decía que
había tenido que sufrir odios, injurias y amenazas urdidas clandestinamente por
algunas personas y que, además, todo eso era “voz pública”. Se iba, intentando
recuperar el sosiego y la salud y dejando un deseo flotando en el aire para su
sustituto: “plegue al cielo que la ocupe quien pueda ser más feliz y quien
pueda contribuir más al bienestar del Pueblo, que el que por última vez dirige
esta su renuncia”.
No
había que ser un genio para darse cuenta de que, por encima de todo, aquel
médico era infeliz. Que, por lo que fuere, Avilés no había sido su destino
perfecto. Que se estaba abrasando en las calderas del infierno grande que era
aquel pueblo pequeño. Todo eso estaba detrás, pero él seguía parapetado en
aquella corta explicación.
No coló. Sus razones no fueron
suficientes para convencer a los del Ayuntamiento. Rechazaron la renuncia.
Intentaron que volviera, pero sabían también que la cosa era difícil. En el
intento, y para que Avilés no permaneciese desatendida, ofrecieron la plaza
interinamente al vecino de Oviedo Ignacio José López, antiguo médico cirujano
de Pola de Siero. De inmediato hubo acuerdo en ocho de las nueve condiciones
del contrato y empezó a prestar servicio. El Jefe Político de la región acabó
declarando la plaza vacante por enfermedad “de cuerpo y de ánimo” del antiguo
titular.
Y así la noticia llegó a la Gaceta de
Madrid. Hubo que anunciar la vacante y convocar a todos cuantos estuvieran
interesados en presentarse a ella. De esa manera entró 1842. Avilés seguía con
un médico en precario que, para colmo de males, la Diputación de Oviedo
trasladó a la capital para que ayudase en el reconocimiento de los “quintos” de
ese año. El Ayuntamiento de Avilés no podía permitirse sustituir al sustituto y
logró que la Diputación renunciase a sus pretensiones mientras la selección
definitiva seguía su curso.
Fueron quince los médicos interesados en
la plaza de Avilés. Llegaron peticiones de toda España. El Ayuntamiento pidió
informes sobre todos a colegios, ayuntamientos y universidades. Sobre su conducta
y adelantamiento en el desempeño de su carrera. Del uno al otro confín al norte
de Madrid llegaron respuestas: de Avilés, Cangas de Onís, Valladolid, Madrid,
Sahagún, Villarramiel de Campos, León, Real Sitio de San Ildefonso, la Coruña,
Mondoñedo y Salamanca.
Finalmente la plaza fue para el
interino. El Ayuntamiento le valoró como mérito esa interinidad a Ignacio José
López, que pasó a ser médico titular de esta villa y su concejo. Pero Avilés no
pareció cerrar la situación. Ese mismo año, otra vez la Gaceta, anunciaba nueva
vacante, en este caso del médico-cirujano titular, Pedro Luis Martínez.
En la letra del anuncio quedaba escrita
la peripecia y también la penuria de los galenos de aquella época. Había
desempeñado el cargo durante cincuenta años. Tenía más de noventa y la causa de
su retiro eran “las continuas dolencia y operaciones dolorosas” por las que “se
hubiese inutilizado”. Así, exhausto, tuvo derecho a una pensión de 200 ducados
de los 400 que cobraba. Poco tiempo le quedaba para contarlos.
Como ven, la ocupación de médico de
pueblo no era envidiable entonces. Se moría con las botas puestas y, a lo peor,
no había otro médico titulado para asistir en aquel último momento. No era una
profesión para ser muy feliz.