Una
primera página de “El Progreso de Asturias” hecha ceniza como la vida y la
historia profesional de Julián Orbón (infografía: Miguel De la Madrid).
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La vida de
Julián Orbón siguió pasando veloz sobre los muros de la cárcel de Avilés.
Necesitaba, como poco, un cirujano de
hierro para sacarlo de allí. Como Miguel Primo de Rivera. Se le alegró la
cara al recordarlo. Su dictadura, desde septiembre de 1923, decía llegar para dar
fin a los males de España. La solución definitiva a la postración y al
politiqueo. Otra vez buenos tiempos para Julián.
Sus ideas
encontraban horma en la regeneración que predicaba la Unión Patriótica, el
partido del régimen. Un cuerpo nuevo para la vieja patria infectada por la mala
política. En los tiempos duros siempre hay ideas que se imponen, por la razón o
por la fuerza. Y Allí estaba él, propagandista de si mismo en las páginas de su
semanario, denunciando como ajeno todo malo que pasaba en España y como propio
todo lo bueno que había sucedido en Avilés: el tranvía eléctrico, la estatua a
Pedro Menéndez y, sobre todo, la terminación del teatro Palacio Valdés. Se
reivindicaba como materia gris, como mente inspiradora y aún como brazo
ejecutor. Eso dolía mucho a quienes habían estado en los proyectos. No miraban
bien. Y la temperatura social y política seguía subiendo.
Tantos años de
campañas en solitario caían ahora en tierra fértil y, con los ayuntamientos de
la dictadura, llegó a ser teniente de alcalde. Salía de la concha del apuntador
para dejarse bañar por las luces de las candilejas de la política. Y se paseó por
el escenario para mostrar sus virtudes, pero también para convertirse, llegado
el caso, en un blanco fácil. Compromiso a campo abierto.
Y de campos iba la cosa. En esos tiempos
el ayuntamiento de Avilés fue campo de batalla con dos periodistas tiroteándose
en la misma trinchera. Manuel González Wes, secretario municipal y director del
diario local, y Orbón, teniente de alcalde y director del semanario local. El
primero opuesto a la dictadura de Primo de Rivera anhelando la llegada de una
república reformista por la que trabajaba hacía décadas y el segundo no
siguiendo más dictados que los suyos.
Julián intentó eliminar a ese enemigo
político, y, al no conseguirlo, amenazó, como había hecho otras veces, con
dimitir de su cargo municipal. Y el alcalde, Valentín Alonso, accedió. Tragó
aquel farol para desgracia de Orbón, convencido de que, ahora sí, iba en serio.
La inestabilidad de los tiempos, especialmente en lo referente a la alcaldía,
hacían verosímil la propuesta.
Pero no era así. Amenazaba para que le
impidieran la marcha. Y el alcalde no lo hizo, con lo que pasó a la lista negra
de El Progreso. Y así hasta que llegó
su sucesor, en febrero de 1928, José López Ocaña, para el que Orbón reservó
todas sus laudas, colgándole las medallas de todos los progresos de Avilés,
hasta escribir que era “la población de su importancia mejor alumbrada de
España”. Brillante flor para lanzársela a un alcalde en aquellos tiempos. Ya
saben que, en “Es Avilés”, se canta como gran logro aquello de “…Y hermosa
electricidad” (pronúnciese “eletrecidá”).
Con toda esa luz, y muchos menos
taquígrafos, llegó la Segunda República. Para él una mala noticia. Siguió
adelante, cómodo dentro de sus hechuras de polemista, sin renunciar a ninguna
de las controversias que le salieron al paso durante estos años. Era valiente. Se
esté o no de acuerdo con las ideas de Orbón, demostraba otra vez ser un viejo
periodista. De esos de oficio. De un oficio muy distinto al que ahora se
practica. En estos momentos se valora la imposible “objetividad”, entonces la
prensa existía, como desde su nacimiento, para tomar partido. Para defender unos
intereses y unas causas que no se ocultaban, se les dejaban claras a los
lectores para que optasen por leer ésos u otros papeles. Todos tenían amo.
A
Julián Orbón durante aquellos años no le faltaron ni causas ni controversias. Como
cuando, a finales de agosto de 1934, El
Progreso de Asturias dio en
organizar una “Fiesta Homenaje a la
Prensa ” en el teatro Palacio Valdés. La intención era rendir
público y póstumo testimonio de admiración al fundador de Blanco y Negro y ABC,
Torcuato Luca de Tena. Para ello se montó un acto benéfico, pero en el fondo
político, donde discursearon, entre otros, Juan Ignacio Luca de Tena, hijo del
homenajeado, y Antonio Royo Villanova, perteneciente al muy derechista Partido
Agrario. Dos enemigos confesos de la República. Los contrarios a Orbón lo
alinearon en la ultraderecha. Y entonces, como ahora, quien ejerce el poder hace
listas negras de vetados, señalados, desafectos o perseguibles. La diferencia
es que, ahora, se busca la muerte civil del acosado y, entonces, la otra.
Al estallar la revolución de octubre de
1934 El Progreso y su director
estaban a la cabeza de la lista de objetivos. Las reacciones contra el
periódico venían escalando en la misma proporción que sus campañas contra la
“propaganda soviética”, el “ambiente de criminal tolerancia” o “el marxismo
perturbador”. Los escritos fueron respondidos con amenazas cuando la huelga de
1930, apedreos en abril de 1932 y, al fin, bombas en octubre del 34.
La primera estalló en los talleres del
semanario a las diez de la noche del viernes cinco de octubre. El periódico
estaba situado en los bajos de las casas de su hermano Benjamín Orbón, entre la
calle Rui Pérez y La Cámara, en la Plaza Nueva (la de abastos). Entonces se pudo
sofocar un conato de incendio inundando los talleres de la planta baja, a la
vez que, desde las ventanas del entresuelo, el sobrino de Julián, Carlos,
respondía con varios disparos de pistola hacia el interior de la Plaza. Ese
mismo domingo, otra vez a las diez de la noche, dos explosiones certificaban el
inicio del incendio que devoraría a El
Progreso de Asturias, las casas de los Orbón y adyacentes. Julián fue perseguido,
acosado hasta que no le quedó sitio para huir o para ocultarse dentro de su
propio pueblo. Disfrazado y desesperado, logró salvar la vida, en el último
momento, saltando cercas y corriendo calles. Huyendo y refugiándose en casa de
un amigo hasta la llegada de las tropas del general López Ochoa.
No le quedó casi nada en Avilés. Sólo el
rencor hacia los que habían destruido su casa y todas las pertenencias de la
familia. Los chorros de agua que sofocaron el incendio se tiñeron con el negro
de la tinta de las colecciones de El
Progreso, perdidas sin remedio. Con ellas llegó también un chorro de rencor
hacia la villa entera, de la que se marchó acusándola de “cobardía colectiva”.
Se refugió en Gijón, donde encontró residencia y amparo profesional en la
prensa.
Se había tirado sin pagar de la barca de
Caronte. Pero el barquero siempre exige su moneda y, si no pagas, se lo dice al
cartero, que siempre llama dos veces. Así que volvió a llamar en casa de Julián
Orbón en el mismo inicio de la guerra civil. Los periodistas eran entonces
propietarios de máquinas de la guerra de propaganda que se libraba con más saña
aún que la otra. Acabaron siendo víctimas de los primeros días, del descontrol,
de la memoria y también de la llamada “justicia popular”.
Julián Orbón fue detenido en Gijón y
trasladado luego a la vieja cárcel de Avilés. Era la madrugada del 28 de julio
de 1936. Allí estaba, este hermano y tío de músicos, habitante del mundo de la
controversia y la política. Subido a esos caballos atravesó la frontera entre
los siglos XIX y XX, en una vida profesional que había comenzado al son de
Guantanamera, en la Cuba de finales del 800 cuando, veinteañero y huérfano, decidió
emigrar. Una historia densa, como los tiempos que
le había tocado vivir. Historia que era de uno y era de todos.
Eso pensaba, tal vez, repasando su vida,
pergeñando una belicosa noticia sobre aquellos acontecimientos para cuando
saliera de la cárcel. Se iban a enterar. Pero entonces la noticia era él mismo.
Los recuerdos se interrumpieron. No quedaba más tiempo. Descarga de mosquetón y
fundido a negro.